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Una derrota pletórica: así volvió a reventar Donald Trump la burbuja progresista
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el presidente fue derrotado, pero ¿fracasó?

Una derrota pletórica: así volvió a reventar Donald Trump la burbuja progresista

En su caída, Trump ha logrado reventar la burbuja triunfalista de la izquierda. Su movimiento era más fuerte, diverso y amplio de lo que reflejaban los sondeos: 2016 no fue un accidente

Foto: Cartel de Donald Trump. (Reuters)
Cartel de Donald Trump. (Reuters)

Los libros de historia contarán que Donald Trump fue uno de los 10 presidentes que no lograron la reelección —el primero en 30 años—, uno de los seis que perdieron el voto popular y uno de los cuatro que vivieron la sombra del 'impeachment'. Y el único que reúne estas tres características. Con semejante prontuario, quizá sus numerosos detractores quieran creer que su derrota es el karma político de un líder caótico, narcisista y embustero. Pero las urnas también cuentan otro relato. El 'trumpismo' tenía todo para ganar y perdió, sí. Pero ¿realmente fracasó?

En su dramática caída, Trump ha logrado reventar una vez más la burbuja triunfalista de los demócratas que, con las encuestas en la mano, llevaban semanas relamiéndose con la perspectiva de una victoria apoteósica. Venían de arrasar en las elecciones de medio término de 2018. La izquierda ya no se conformaba con pelear estados clave como Florida y fantaseaba abiertamente con conquistar baluartes conservadores como Texas. El despertar ha sido brutal. El huracán progresista que iba a barrer el 'trumpismo' de la faz de América se ha quedado en una brisa tibia con fuerza apenas suficiente para hinchar las velas de Joe Biden hasta las orillas de la Casa Blanca.

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Mirando el panorama con perspectiva, se demostró que Trump más que un genio político, es un fenómeno electoral. Estamos hablando del presidente más polémico y visceral en generaciones, al que no hubo escándalo que hiciera mella en su popularidad. Y su estrategia para revalidar mandato pareció por momentos suicida. Quedará para la política-ficción especular si no fue él mismo quien acabó hundiendo su campaña con su obcecación por ignorar una pandemia que, gestionada con más tino, podría haberle servido un segundo mandato en bandeja. Y pocos dudan ya de que sin el coronavirus, habríamos visto cuatro años más de corbatas rojas gigantes pululando por el Ala Oeste.

"En el fondo, su movimiento es una revuelta democrática contra los expertos", escribió el reputado autor conservador Christopher Caldwell. "Los ciudadanos en Occidente han entregado gran parte de su poder de decisión a los expertos -banqueros centrales, programadores de algoritmos, epidemiólogos-. Trump habla por esos que quieren recuperar ese poder. Duda de los motivos de los expertos. Incluso duda de que sean expertos. Cree que son operadores, que más que servir al país, viven de él", remató en un artículo titulado 'El movimiento que respaldó a Donald Trump llegó para quedarse' en el Financial Times.

El futuro inmediato del 'trumpismo' es tan impredecible como la personalidad de su único líder. ¿Se encallará en su batalla por desafiar el resultado en los tribunales? ¿Habrá un golpe de efecto de última hora? ¿Prosperará alguna de las causas judiciales en su contra? ¿Volverá en 2024 o retornará a sus negocios? ¿Podrá alguien heredar ese capital político? En los próximos días, abundarán análisis sobre dónde y cómo exactamente se hundió el primer barco del populismo contemporáneo estadounidense. Pero antes, tres razones por las que no será el último en zarpar.

¿El techo del 'trumpismo'?

Muchos expertos consideraban que Trump había tocado techo en el enfrentamiento con Hillary Clinton y que su única esperanza era no espantar a los moderados. Obviamente, se equivocaban. Ha hecho falta la mayor participación en 120 años para mostrarle al controvertido 'showman' la puerta de salida de la Casa Blanca (un 66,5%, frente al 60,1% de 2016). Esta afluencia masiva hará de Biden el presidente con más votos de la historia, más de 75 millones. Pero también convertirá a Trump en el candidato republicano con más votos de la historia, con más de 71 millones, batiendo su propio récord de 2016.

El presidente ha sumado casi ocho millones de votos, mejorado sus cifras incluso en estados clave donde ha acabado perdiendo por unos miles de sufragios, como Wisconsin (20.000) o Nevada (35.000). Esto ha derribado el mito de que la elevada participación solo favorece a los demócratas. De hecho, las últimas encuestas pronosticaban entre 8 y 10 puntos de ventaja para Biden en el voto popular. A día de hoy, los separan menos de 3,0.

Esto se traduce en al menos cuatro millones de votos más para Biden, quien amplió esa diferencia respecto a Hillary Clinton en un millón de votos (y el escrutinio aún no ha terminado). Pero la movilización de los republicanos estuvo a la altura, lo que se ha reflejado en que mejoraron sus resultados en la Cámara de Representantes, luchan por retener el Senado y revalidaron varias gobernaciones. Pese a que él mismo se quedó a la orilla, Trump actuó como un portaviones llevando a sus candidatos a la victoria —desde nuevos y controvertidos rostros hasta políticos más tradicionales que habían perdido el toque con sus bases—.

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La base conservadora no solo creció en estados históricamente republicanos, como Utah, Idaho o Arkansas, sino que su motivación fue decisiva para lograr plazas bisagra como Iowa, Ohio y Florida. Más allá de la carga simbólica, estos éxitos hacen que el GOP mantenga una gran influencia legislativa y judicial en grandes partes del EEUU más rural, donde los demócratas apenas han crecido. Esa punzante desconexión con la América profunda que, por el sistema electoral estadounidense, siempre será un problema electoral para el partido y un desafío ideológico para sus líderes.

Como colofón, su buen desempeño en Texas, la piedra angular en cualquier apuesta republicana a la presidencia. Sus seis puntos de diferencia (cuatro veces más de lo que pronosticaban las encuestas) disipan los temores de que el estado de la estrella solitaria vaya a caer prematuramente en manos del rival, víctima de las grandes tendencias demográficas —que, en mayor o menor medida, se afianzan por todo el país—. Puede que eso igualmente vaya a suceder, pero no tan rápido como espera la izquierda.

La diversidad conservadora

Las posibilidades de Trump por lograr la reelección siempre pasaban por reeditar el guion de su inesperada victoria de 2016, comenzando con Florida, donde los modelos también auguraban una carrera cerrada, inclinada ligeramente para Biden. Pero el republicano acabó adjudicándose el estado por un margen mayor al de hace cuatro años. Su triunfo se forjó en una mayor conexión con los latinos del estado, muchos de origen cubano y venezolano, que desconfían del discurso demócrata, cada vez más escorado a la izquierda.

Pero eso solo es la muestra de un fenómeno más amplio. Trump ha desafiado las expectativas en todos los 'nichos' electorales que suelen votar mayoritariamente demócrata y que muchos expertos creían que iban a ser un sumidero de votos para el mandatario por sus continuas polémicas identitarias, étnicas y migratorias: latinos, afroamericanos, musulmanes y mujeres. Según los datos preliminares, Trump ha sido el candidato republicano con más conexión con las minorías electorales desde 1960. Aunque las cifras de respaldo siguen mayoritariamente inclinadas a la izquierda, su mensaje ha permeado muchas capas de estos electorados que los expertos suelen mirar monolíticamente desde el exterior. Trump bien puede haber acabado con la expresión 'el voto latino', un concepto de brocha gorda que no permite ver las complejidades de unas comunidades diversas ideológicamente y poliédricas en su encaje con su patria de adopción.

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Algunos datos: el presidente logró un 12% del voto negro (18% entre los hombres, 6% entre las mujeres), el mayor porcentaje para un republicano desde 1996 pese a vivir la eclosión del movimiento Black Lives Matter y su controvertido coqueteo con los grupos de supremacistas blancos. Su apoyo entre los latinos (36% entre los hombres, 28% entre las mujeres) creció respecto a 2016 pese a sus duras políticas migratorias, como la construcción del muro fronterizo, la separación de familias o los niños perdidos. Otros sondeos muestran que un tercio del voto musulmán fue a parar al mandatario, pese a sus políticas para vetar la inmigración desde países de mayoría musulmana. Y eso lo logró manteniendo a sus más fieles votantes: ocho de cada 10 evangélicos, que fueron ya un 23% de la masa electoral de 2020, votaron por Trump —mientras que los católicos cayeron 50/50 para ambos candidatos—.

¿Dónde logró Biden su victoria entonces? Precisamente, rascando algunos votos en el público objetivo primordial del presidente: los hombres blancos, con o sin diploma. Un dato que plantea serias dudas sobre la extendida percepción de que el exvicepresidente de Barack Obama era el peor candidato demócrata en décadas. Ante un elección existencial, planteado como un referendum sobre el liderazgo del mandatario, el antitrumpismo iba a salir a votar sí o sí. Así que cabe preguntarse si alguno de los otros aspirantes demócratas más radicales o menos experimentados podrían haber logrado el mismo resultado.

La coalición republicana es hoy más grande, más diversa y más enérgica que nunca antes. Y esto es por el presidente Trump

“La coalición republicana es hoy más grande, más diversa y más enérgica que nunca antes. Y esto es por el presidente Trump”; dijo el líder republicano en la Cámara Baja, Kevin McCarthy, en declaraciones escritas a periodistas el miércoles para celebrar que el GOP estaba camino de recuperar algunos puestos en la Cámara, desafiando todas las predicciones. “La encuesta que importa es la del pueblo americano”; dijo McCarthy más tarde en Fox News. “¿Y saben qué? El presidente Trump lo sabía. ¿Sabes por qué sabía cómo estaba el pueblo americano? Porque estaba fuera, escuchándoles y hablando con ellos”.

Abajo la ‘sondeocracia’

Los estadounidenses son pioneros, como en tantas otras cosas, en aplicar con éxito la demoscopia y las encuestas a la política electoral. Ya en los sesenta, John F. Kennedy utilizó hábilmente los sondeos para identificar las necesidades y deseos de sus posibles votantes y seleccionar los estados más favorables para hacer campaña. Pero los estadounidenses también son especialistas en llevar las cosas a extremos insospechados. En este caso, lo que comenzó como una herramienta más para la toma de decisiones se ha convertido en una suerte de religión que sofisticados analistas políticos explotan en periódicos y canales nacionales de las costas progresistas.

Esa borrachera de modelos probabilísticos, compilados de encuestas y algoritmos electorales ha vuelto a mostrar su limitada fiabilidad para predecir el momento electoral del país. La desviación de algunas encuestas es peor que la de 2016. La mayoría de analistas se curaron en salud dejando siempre una prudente puerta de victoria abierta para Trump (por la que casi se cuela) y puede que muchos salven la cara con detalladas explicaciones de los márgenes de error y los elementos imprevistos por los diseños muestrales. Pero la sensación que proyectaban todos esos innovadores formatos para condensar la avalancha de encuestas apuntaban al lector en una sola dirección desde hacía meses: Biden arrasa. Y no fue así.

Por poner algunos ejemplos. En Florida, los sondeos pronosticaban en su mayoría una pelea cuerpo a cuerpo, inclinada en las últimas semanas ligeramente hacia el exvicepresidente de Barack Obama —quien ganó este estado en 2008 y 2012—. En el campo demócrata, los 2,5 puntos de ventaja sonaban a triunfo. La realidad es que Trump se adjudicó Florida sin despeinarse, con 3,5 puntos. En los estados agrícolas de Ohio y Iowa, que también fueron en su día estados bisagra, los sondeos también hablaban de un resultado ajustado. Una ventaja para Trump de 0,6 puntos y 1,5 puntos respectivamente, que se transformó en un margen de ocho puntos y 8.2 puntos.

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En los estados que sí han sido ajustados, los pronósticos siempre daban una leve ventaja a Biden: en Carolina del Norte, 1,7 puntos (actualmente lidera Trump con 75.000 votos), o en Arizona, dos puntos (lidera Biden con 17 votos). Incluso en Georgia el demócrata tenía unas décimas de ventaja (encabeza Biden por 10.000 voros). Especialmente sangrante es el caso de Pensilvania, donde los demócratas se veían fuertes con casi cinco puntos de ventaja y boquearon durante cuatro días para ganar por menos de un punto (unos 43.000 votos). "Las encuestas, especialmente a nivel de distrito, nunca habían estado tan desencaminadas. Va a tomar mucho tiempo entender lo que ha pasado", resumió Dave Wasserman, editor del reconocido medio especializado 'The Cook Political Report'.

Trump no ganó la elección, pero estas cifras confirman una realidad a la que muchos todavía se niegan a despertar: su victoria en 2016 no fue un mero accidente de la historia. Es más que un voto castigo, que un fortuito malabar electoral o que un síntoma de un malestar. Para 71 millones de estadounidenses, el 'trumpismo' es ahora la respuesta.

Los libros de historia contarán que Donald Trump fue uno de los 10 presidentes que no lograron la reelección —el primero en 30 años—, uno de los seis que perdieron el voto popular y uno de los cuatro que vivieron la sombra del 'impeachment'. Y el único que reúne estas tres características. Con semejante prontuario, quizá sus numerosos detractores quieran creer que su derrota es el karma político de un líder caótico, narcisista y embustero. Pero las urnas también cuentan otro relato. El 'trumpismo' tenía todo para ganar y perdió, sí. Pero ¿realmente fracasó?

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