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Viaje a la meca del trumpismo: el fantasma del fraude ya planea sobre las elecciones
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Viaje a la meca del trumpismo: el fantasma del fraude ya planea sobre las elecciones

En un pueblo de Pensilvania llamado Latrobe, una mujer decidió pintar una casa y colocar una estatua de cuatro metros de Trump. Ahora se ha convertido en un lugar de peregrinación

Foto: Una mujer en el porche de la Casa de Trump, en Latrobe, Pensilvania. (Carlos Barragán)
Una mujer en el porche de la Casa de Trump, en Latrobe, Pensilvania. (Carlos Barragán)

“¡Somos la basura blanca de América y estamos con Trump!”, vocifera James mientras reparte banderas a una larga cola de simpatizantes republicanos. “¿Quieres la de ‘Make America Great Again’ o la de ‘No More Bullshit’?”, le pregunta a un hombre mayor. “Tienes cara de que prefieres la segunda”, añade. Todo el mundo se echa a reír. Cuando me presento y le digo que he quedado con Leslie Rossi, la gerifalte del lugar, me mira de arriba abajo.

“Español, ¿eh? Hoy han venido unos periodistas portugueses y Leslie les ha sacado a patadas porque se han puesto a hacer preguntas sesgadas sobre Donald Trump. Tú no serás un liberal de esos, ¿no?”, me dice, con una sonrisa irónica. Acto seguido, James vuelve a pegar otro grito para calentar a la gente de la cola: “¡Pensilvania! El Gobierno español es socialista. ¿Nosotros queremos socialismo?”. “¡No!”, contestan todos al unísono. “Pero tienen una monarquía…”, matiza una mujer, aunque nadie le hace caso.

Estoy en Latrobe, un pequeño pueblo en el sudoeste de Pensilvania de menos de 8.000 habitantes. A este lugar acuden cientos de personas cada día para reunirse con los suyos, hacerse fotos y llevarse una camiseta y una bandera de regalo. Antes de las elecciones de 2016, Leslie Rossi, una madre de ocho hijos, pintó esta casa con la bandera de EEUU, levantó una estatua de cuatro metros del presidente y, por menos de 1.000 dólares, convirtió el lugar en el destino de peregrinación favorito de los republicanos.

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Ahora, cuatro años más tarde, esta pequeña meca trumpista, como la definió un político local, se ha convertido en un termómetro ideal para medir las esperanzas y los miedos de los seguidores del presidente.

Antes de viajar, escribo a Rossi por Facebook para contarle que quiero hacer un reportaje. “Si vas a hacer un artículo sensacionalista y liberal sobre el presidente, ni te molestes en venir aquí”, me dice. “¡Solo por avisar! Estoy harta de ese tipo de periodistas y siempre les digo que se vayan”. Le contesto que solo quiero hablar con votantes de Trump porque en Washington DC es imposible encontrar uno. “Vale, porque lo que vas a ver aquí es gente que aguanta la lluvia porque ama a su presidente y quiere que sea reelegido”.

Las tres horas y media en coche que separan la capital de Latrobe son la entrada a un universo completamente distinto. Conforme avanzas por la carretera, van apareciendo tiendas de caza y pesca, carteles contra el aborto y a favor del ‘fracking’ y de Trump. Estamos en el estado más decisivo de la carrera electoral de este martes: bienvenidos a Pensilvania.

placeholder Leslie Rossi. (C. Barragán)
Leslie Rossi. (C. Barragán)

“Pensilvania es un estado importantísimo para ambos candidatos”, dijo Brendan Boyle, congresista demócrata de Philadelphia, al 'Financial Times'. “Puedes lograr un mapa para Biden que tenga 270 [votos electorales] sin Florida, pero no sin Pensilvania. Puedes conseguir un mapa para Trump sin Wisconsin y sin sus 10 votos, pero no puedes conseguir un mapa ganador sin Pensilvania”.

La batalla más importante de todas

Desde 1992, esta región de casi 13 millones de habitantes ha votado siempre demócrata. Hasta que llegó Trump. El magnate ganó por menos de 44.000 votos en 2016, allanando el camino hacia su sorprendente victoria contra Hillary Clinton gracias, en parte, a esos trabajadores de cuello azul a los que se refería con orgullo James al principio.

Pero esta vez los demócratas también han hecho su trabajo y han movilizado a los que no participaron hace cuatro años: los latinos, negros y mujeres de los suburbios de grandes ciudades como Pittsburgh o Filadelfia. Actualmente, los sondeos muestran una diferencia de casi cuatro puntos de ventaja para Joe Biden. Pero ningún votante de Trump que ha acudido a Latrobe este sábado se cree esos números.

“Trump va a ganar seguro. No me cabe ninguna duda, los medios están mintiendo con las encuestas”, cuenta Jim, un estadounidense que dio clases un par de años como profesor de inglés en Soria y que ha conducido más de tres horas con su mujer desde Ohio para hacerse una foto aquí.

placeholder Gente haciendo cola para entrar a la Casa de Trump en Latrobe. (C. Barragán)
Gente haciendo cola para entrar a la Casa de Trump en Latrobe. (C. Barragán)

Como todos los que están en esta casa-museo, Jim, que votó a Barack Obama en 2008 y 2012, confía ciegamente en las posibilidades de su presidente. De hecho, todos los entrevistados en Latrobe no solo tienen claro que Trump va a ganar, sino que ninguno concibe que pueda perder. Cuando les pregunto a Jim y a su mujer si creen que el Tribunal Supremo intervendrá para resolver una disputa legal sobre los votos por correo, él duda y esquiva la pregunta. “Muchos votos por correo son un fraude, por eso hay que saber el resultado en la noche electoral”, afirma este hombre, parafraseando a Trump. Y es aquí donde podemos estar ante un problema inédito en la historia de la democracia más antigua del mundo.

El fantasma del falso fraude

La pandemia ha provocado una ola histórica de votos por correo. Para promover la participación y evitar contagios, muchos estados, especialmente los demócratas, flexibilizaron los requisitos para votar a través de este servicio postal o por anticipado, con el objetivo de evitar largas colas este 3 de noviembre. Y ha funcionado. Ya han votado casi 100 millones de personas, según el Proyecto Electoral de Estados Unidos, una base de datos compilada por Michael McDonald, profesor en la Universidad de Florida. En 2016, ejercieron su derecho 136,5 millones de personas y este año se espera una participación masiva de entre 150 y 160 millones. Pero esta novedad también puede desencadenar una pesadilla poselectoral.

Durante meses, Trump ha sembrado las dudas sobre la fiabilidad del voto por correo. El presidente de Estados Unidos ha repetido que es un proceso que facilita el fraude, pese a que no haya ninguna evidencia. ¿El motivo? Los demócratas votan mucho más por esta vía al vivir en ciudades más pobladas y, por tanto, con más miedo al virus. “La elección debería terminar el 3 de noviembre, no semanas más tarde”, tuiteó este fin de semana el neoyorquino.

Trump y Biden apuran las últimas horas de campaña

En algunos estados como Pensilvania es prácticamente imposible que los resultados se conozcan al cierre de las urnas. A diferencia de Florida o Carolina del Norte, los votos por correo en este estado no se pueden empezar a contar hasta el día de las elecciones. En otro mitin este domingo, Trump también aseguró que sus abogados están preparados para congelar cualquier papeleta que no llegue a tiempo, pese a que el Supremo ya lo ha avalado en varios estados.

Al contrario que los demócratas, que no se atreven a vaticinar una victoria de Joe Biden por el recuerdo de 2016, los republicanos no se imaginan la posibilidad de que su líder pueda perder. Por eso, el fantasma que planea por todo el país es el mismo: ¿qué pasará si esta noche Trump se declara vencedor si aún no se han contado todos los votos por correo, como tendría planeado si se ve por delante según esta exclusiva de Axios? Y casi más importante: ¿cómo responderán sus votantes?

“Trump va a ganar, estoy 100% segura”, me dice Leslie Rossi, que ha conseguido escaparse unos minutos para atenderme. “¿Cómo va a salir victorioso Biden? Yo consigo reunir más gente aquí que él en un mitin. Es incapaz de conectar dos frases seguidas”, dice, imitándole como si fuera un viejo senil.

A diferencia de 2016, Rossi ha convertido la casa en un centro de registro de votantes, por lo que, recalca, ha podido comprobar que mucha gente nueva votará por Trump. La acompaño dentro de la casa —pocos llevan mascarilla—, donde hay gorras rojas apiladas en estanterías y camisetas con el famoso lema de MAGA. "La gente no se cree a los medios que dicen que el presidente va a perder. Cuando vienen a verme, me piden que les enseñe este registro”, me explica, mostrándome una carpeta con cientos de hojas en las que los visitantes firman y ponen de dónde vienen. 'Menos mal, sabía que estaban mintiendo, sabía que Trump va a ganar Pensilvania', me dicen”.

placeholder El interior de la Casa de Trump. En la puerta hay un cartel que advierte: 'Atención, estás entrando en una zona de 'red necks', puede que te encuentres banderas estadounidenses o armas'. (C. Barragán)
El interior de la Casa de Trump. En la puerta hay un cartel que advierte: 'Atención, estás entrando en una zona de 'red necks', puede que te encuentres banderas estadounidenses o armas'. (C. Barragán)

Cuando volvemos a salir, varios republicanos se acercan a pedirle una foto a Leslie, a darle las gracias y a mostrarle sus simpatías por su trabajo.

Como líder informal del trumpismo en la zona, las barreras entre su vida personal y profesional se han difuminado. “Gente que conozco de toda la vida me ha insultado. Una mujer se me acercó y me dijo que yo estaba arruinando el nombre de mi familia”, me explica, en referencia a la empresa de su marido de testeo de metales que emplea a más de 300 personas. “Los profesores también han acosado a mis hijos en la escuela y personas desconocidas me han llamado puta y basura del Ku Klux Klan. ¿No crees que es normal que nos hartemos de los medios cuando no paran de llamarnos racistas?", me pregunta.

Nacionalistas pero no racistas

Es cierto que entre estos trumpistas del Rust Belt nadie habla de inmigrantes, ni de mexicanos violadores ni de terroristas islámicos agolpándose en la frontera. Porque la gran mayoría de estos votantes no son racistas. Sus prioridades son los trabajos, el estado de la economía en la región, las muertes por drogas y temas típicamente conservadores como el control del Supremo, la legislación sobre el aborto o la regulación medioambiental. Pero también hay un componente casi religioso de apoyo a su líder, de fe ciega. Pase lo que pase, vienen a decir, ellos apretarán filas con su presidente porque es el único que se preocupa por su país. "Sean cual sean los fallos de Trump, los votantes le prefieren a él no solo porque le quieren, sino porque a ellos no les quiere nadie más", decía el presentador Tucker Carlson este lunes en Fox News.

Le pregunto a Leslie qué es lo que más le gusta de Trump. “Su campaña de colocar América primero”, me dice. “Trump es muy listo. Las cosas que hace, las dice. La economía está mucho mejor en la región que hace cuatro años y hay mucha menos gente afectada por las drogas. Todos tenemos amigos o conocidos que han muerto de sobredosis”, asegura. En un mitin, Leslie Rossi vio a Trump y le dijo varias veces que ella era la creadora de la casa en Pensilvania. “¿En serio fuiste tú?”, replicó Trump. “Esa casa está por todo el mundo”, le dijo tras abrazarla.

Tras varios minutos hablando, le digo que mencione un defecto. Ella responde sin pensarlo: su retórica. “El día después del debate me vinieron muchas mujeres diciendo que no le iban a votar, que era demasiado agresivo, pero luego las convencí. Les dije: 'Vale, a mí tampoco me gusta que tuitee tanto ni que diga las cosas que dice, pero es nuestro candidato. No te preguntes por las cosas que dice, sino si estás mejor ahora que antes'. Y añado: 'Si odias a Trump, piensa en el Tribunal Supremo”. Cuando le pregunto por la pandemia, Leslie se encoge de hombros y dice que es imposible mantener cerrados los colegios de sus hijos tanto tiempo.

Cuando vuelvo al 'parking', le doy las gracias a Richard, el aparcacoches. Es la primera persona que conozco que no va a votar a nadie: “Para mí, son todos iguales, Biden y Trump”, me contesta. Cuando le pregunto qué piensa que va a ocurrir este martes me mira, se ajusta la gorra y escupe: “Tío, creo que la cosa se va a poner bien fea gane quien gane”.

“¡Somos la basura blanca de América y estamos con Trump!”, vocifera James mientras reparte banderas a una larga cola de simpatizantes republicanos. “¿Quieres la de ‘Make America Great Again’ o la de ‘No More Bullshit’?”, le pregunta a un hombre mayor. “Tienes cara de que prefieres la segunda”, añade. Todo el mundo se echa a reír. Cuando me presento y le digo que he quedado con Leslie Rossi, la gerifalte del lugar, me mira de arriba abajo.

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