i todavía hay alguien que busca el epicentro sentimental de la debacle electoral demócrata la noche del 8 de noviembre de 2016, no tienen más que mirar a Iowa. A 1.600 kilómetros de la Casa Blanca, este estado rural de inviernos feroces y llanuras interminables se ha convertido en una de las grandes paradojas de la política contemporánea. En términos prácticos, su poder e influencia son marginales. Pero, simbólicamente, es una bomba de relojería ideológica.
Aquel día, Trump arrolló cómodamente a Hillary Clinton con 10 puntos de ventaja. Y -si la pandemia lo permite- hará lo propio con Joe Biden el próximo 3 de noviembre, a quien aventaja por dos dígitos en las encuestas estatales, según el compilado más reciente de FiveThirtyEight (55% vs 45%). ¿Por qué unos granjeros cristianos del medio oeste respaldan convencidos a un magnate inmobiliario de Nueva York? La respuesta revela el desafío existencial al que se enfrenta la izquierda estadounidense: su brutal cortocircuito con el electorado de la América profunda. Uno de los factores que están alimentando la brutal polarización que amenaza con desestabilizar al país.