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Todas esas estúpidas medidas anticovid que nadie quiere quitar tienen algo en común
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TEATRO PANDÉMICO, ACTO FINAL

Todas esas estúpidas medidas anticovid que nadie quiere quitar tienen algo en común

Desde los carteles que recomiendan 'quédate en casa' hasta los asientos precintados, pasando por los libros en cuarentena, algo huele mal en el último acto del teatro pandémico

Foto: Ilustración: Irene de Pablo.
Ilustración: Irene de Pablo.

Si el teatro pandémico existe, Atocha es el Bolshói. Entre las paredes de la estación madrileña se da la que probablemente sea la mayor concentración de medidas incoherentes por metro cuadrado. Porque el mundo aparentemente ha vuelto a su estado natural, pero decorado con tantas pegatinas como en la habitación de un adolescente y una acumulación desopilante de cosas que no funcionan 'por el covid'.

Una pareja arrastra sus maletas hasta la consigna de la estación y comprueba que aún sigue cerrada. “Fuera de servicio. Disculpen las molestias”. Así que se agolpan con otras tantas familias en los no-asientos del jardín tropical de la estación haciendo tiempo, porque no pueden dejar la maleta para, por ejemplo, visitar el Reina Sofía. El jardín, por cierto, también está cerrado. No hay ningún cartel de 'fuera de servicio', simplemente unas cintas impiden la entrada. El jardín no funciona. (En los baños te cobran un euro por entrar, pero me temo que los motivos para esto no son pandémicos).

Son cosas que ahorran pequeños costes o por las que nadie va a protestar

Más allá, en la sala de llegadas, hay tres asientos aún precintados, y más allá, una pila de butacas colocadas unas encima de las otras. Así que la proporción entre personas y asientos obliga a ir a la cafetería recién instalada a tomarse algo y reposar. O a hacerse una PCR. Aunque los carteles de información táctiles no funcionan (dan covid), uno puede presentarse en ese nuevo establecimiento estratégicamente situado al lado del acceso al tren que ofrece “realización de pruebas covid”. Como poner una floristería al lado del cementerio o un bar enfrente de la iglesia.

Compro dos revistas en el quiosco de la estación y las pago con una tarjeta que deslizo por debajo de la mampara. Me cruzo enfrente, pago un café con dinero en efectivo y me agolpo en el único espacio que hay en la barra. Mientras tanto, la megafonía y los carteles recomiendan: “Guarden la distancia de seguridad”. Solo después de un buen rato dando vueltas reparo en que unas pegatinas en el suelo te indican por dónde debes ir (y por dónde no). Pero ya nadie, absolutamente nadie, les hace caso.

placeholder No es marzo de 2020, es una foto de octubre de 2021. (Héctor G. Barnés)
No es marzo de 2020, es una foto de octubre de 2021. (Héctor G. Barnés)

“Parece una arqueología de los primeros meses del covid, cuando se pensaba que lo más importante era la distancia de seguridad”, valora Fernando de Córdoba, estratega de marca y narrativa. “Hoy en día, estos carteles se han convertido en parte del panorama visual y no les hacemos caso: el típico cartel con frases grandilocuentes tipo ‘quédate en casa’, las normas que ya no tienen sentido… La gente ya no sabe ni qué está vigente. Al final, como se dice, la mejor forma de ocultar algo es ponerlo a la vista de todo el mundo”.

Pronto, uno empieza a encontrar ciertos puntos en común entre todas esas cosas que ya no se hacen 'por el covid'. Son las cosas que producen pequeños ahorros, las cosas que han caído en vacíos de responsabilidad, las cosas que molestan un poco pero por las que nadie va a protestar enérgicamente. Incluso las cosas que permiten hacer un poco de negocio. Las cosas que no le importan a nadie. O, mejor dicho, las cosas que no afectan a nadie que importe de verdad, y sí a mujeres, niños o parados.

placeholder El jardín cerrado. (Héctor G. Barnés)
El jardín cerrado. (Héctor G. Barnés)

O, como añade Javier Padilla, médico de familia y diputado de la Asamblea madrileña por Más Madrid que bromeaba recientemente con el tema en redes sociales, “las cosas que no tienen 'lobby”. Padilla me ofrece un ejemplo maravilloso de teatro pandémico que no se les habría ocurrido ni a los tremendistas de la Fura dels Baus: en el colegio de su hija, se puede llevar comida a los cumpleaños, pero siempre y cuando esté envasada. Si hay que cortarla, como ocurre con una tarta, está prohibida. Pero si es una palmera de chocolate envuelta en plástico, sí.

Durante la pandemia, se utilizó el modelo del queso suizo para explicar cómo, al no existir ninguna medida infalible, es la acumulación de estas lo que reduce la posibilidad de contagiarse. El problema es que esa acumulación ha terminado dando lugar a un síndrome de Diógenes de medidas. Y como explica De Córdoba, uno de los principios de la psicología que se han aplicado a la señalética de aeropuertos desde los años setenta señala que la sobreinformación es peor que la información. “Con el covid ha pasado eso: hay sobreinformación, lo que genera mucho ruido visual y nos lleva a tener mucha incertidumbre sobre lo que tenemos que hacer o no. La norma cambiante ha creado una experiencia de uso desquiciante y con mucho ruido, y esto genera un estrés que hace que todos los estímulos visuales nos impacten menos”.

Una lista de tontunas pandémicas

No pretendo ser exhaustivo, pero aquí va una pequeña lista de cosas que se hacen 'por el covid' y a las que ya nadie encuentra mucho sentido: los urinarios (o aseos) cerrados por mantener la distancia social; limpiar las máquinas del gimnasio cada vez que se utilizan; tener que hacer deporte con mascarilla; no bailar en la discoteca; tener que utilizar guantes (que no hay) en servicios con pantallas táctiles como Bicimad; la prohibición de comer o beber en el tren; no poder entrar al aeropuerto como acompañante; vecindarios donde no se ha celebrado ni una reunión de vecinos desde la pandemia, y, por supuesto, el clásico entre clásicos, la desaparición de las servilletas en los bares.

"Los exámenes tienen que pasar tres días en cuarentena antes de corregirlos"

Los espectáculos son un punto y aparte. Los conciertos han tenido que mantener la distancia social y la obligatoriedad de estar sentados mientras otros sectores no, algo que lleva meses denunciando el sector sin que nadie les haga mucho caso. En campos de fútbol como el Metropolitano o San Mamés, se puede beber, pero solo agua. Nada de bocatas en el fútbol. A no ser que seas vip, lo que muestra una vez más que las medidas también entienden de clases: si estás en el palco, puedes prescindir de la mascarilla y comer y beber lo que quieras.

Las bibliotecas son otro lugar donde se agolpan las anécdotas. En algunas, los libros tienen que pasar varios días de cuarentena antes de poder volver a salir a las estanterías. En otras, siguen sin poder consultarse las revistas. La periodista Laura Cruz me cuenta esta anécdota sobre una visita a la biblioteca Joaquín Leguina: “Cuando me fui de la biblioteca, al recoger mis cosas, otra trabajadora que no estaba antes me gritó ‘¡señorita! ¿Ha usado usted esa taquilla?’. Le dije que sí y me dijo que no se podía, porque solo usaban unas por la mañana y otras por la tarde debido a la pandemia, y que las usadas debían desinfectarse”. Las taquillas también dan covid. Y los exámenes, porque en la escuela de idiomas a la que acude, los papeles tienen que pasar tres días en cuarentena antes de que el profesor pueda corregirlos.

placeholder La vida se abre paso: la gente recupera los asientos prohibidos. (Héctor G. Barnés)
La vida se abre paso: la gente recupera los asientos prohibidos. (Héctor G. Barnés)

No es casualidad que las bibliotecas sean uno de los lugares con más normas absurdas, porque recogen bien todas las contradicciones de la etapa sainete de la pandemia. Para empezar, son públicas, lo que las sitúa en el ángulo muerto de las urgencias sociales. “Todas las restricciones relacionadas con el consumo o los bares se han retirado muy rápido, pero en servicios públicos tengo la sensación de que vamos a dos velocidades, pero no sé si es porque la Administración no quiere ser vista como responsable o porque se ha dado más prioridad a lo privado”, valora De Córdoba.

Las bibliotecas tampoco es que sean una máquina de hacer dinero. Mientras que a la hostelería le ha faltado tiempo para recuperar los aforos previos a la pandemia, por razones obvias, que haya una consigna abierta o más asientos en el metro no da más dinero a nadie (más bien, da más trabajo). Algunas de estas restricciones, perpetuadas, pueden terminar siendo muy rentables para otras empresas. Padilla sugiere: “Siempre hay alguien que pesca: no te dejan entrar acompañado en el ginecólogo de la pública, así que los lugares de ecografía privados ya te ofrecen poder ir acompañado”.

Nadie quiere ser al que le reprochen un contagio. Mejor curarse en salud

Por último, está el miedo, el “que el marrón le caiga a otro” disfrazado de precaución. Nadie quiere ser el que tenga que dar la cara ante la acusación de que se ha producido un contagio porque alguien positivo dejó sus cosas en la taquilla de la ‘biblio’. Así que nadie da el primer paso, porque, total, tampoco molesta tanto. ¿O no?

Todo lo que funciona mal

No necesito utilizar el Servicio de Empleo Público (SEPE), pero si fuese así, tampoco me serviría mucho. Intento obtener una cita presencial cerca de casa. No hay manera, ni cerca, ni lejos. En el colmo del absurdo, como me explica De Córdoba, lo que sí puedo hacer es bajarme un justificante que acredita que he intentado conseguir cita y no he podido. Algo parecido ocurre con las citas de la Seguridad Social. La recuperación de la atención presencial ha sido exasperantemente lenta, si es que ha vuelto.

placeholder Pura arqueología. (Héctor G. Barnés)
Pura arqueología. (Héctor G. Barnés)

“Parece que nos hemos quedado con un anecdotario de la restricción, pero hay cosas que no parece que vayan a volver, como ha ocurrido con el servicio de urgencias de la atención primaria”, añade Padilla. Un caso sangrante, por ejemplo, es el de la prohibición para las embarazadas de acudir acompañadas a consulta o a hacerse ecografías. Tampoco al pediatra o incluso a tratamientos de fertilidad.

Es el caso que cuenta Zebensui*: “Empezamos mi mujer y yo un tratamiento de fecundación 'in vitro' un poco antes de la pandemia, que es durísimo a nivel físico y mental para ella”, explica. “En cuanto llegó la pandemia, tuvo que empezar a ir a todas las consultas y partes del tratamiento sola, ni siquiera la he podido acompañar a la mayoría de pruebas ni a consultas, llegando al extremo de que tampoco al proceso de implantación”.

"Las familias estamos hartas de la absurdidad y del unos sí y otros no"

Ni en las consultas sobre el embarazo, ni en la atención infantil ni en los colegios: parece que hay un denominador común. Aquí viene otra retahíla de limitaciones en centros educativos: imposibilidad de dejar los carritos de los niños, lo que los obliga a llevarlos y traerlos; niños con mascarilla en el recreo, pero que pueden juntarse nada más salir del centro, o prohibir a los padres entrar en el centro educativo.

Una arbitrariedad que, como ocurre en otros organismos públicos, se deriva del proceso de toma de decisiones. “Las instrucciones las dicta la Consejería de Educación, que concreta para los centros las generales de Sanidad”, explica Eugenia Monroy, madre y profesora. “Luego hay otras que son competencia de las juntas de Distrito o ayuntamientos, porque atañen al uso del espacio, que lo llevan ellos. Luego, los equipos directivos aplican las medidas en su centro según como las entiendan. En la práctica, esto conlleva que ahora mismo en unos centros las familias pueden pasar al patio e incluso se han hecho reuniones presenciales al aire libre, y en otros no se puede pasar de la puerta de la calle, en unos se pueden echar la siesta los niños de Infantil y en otros no porque dicen que no se pueden desinfectar las colchonetas, y así todo”.

Foto: Mucho plato, poco servilletero. (Reuters) Opinión

El resultado es una incoherencia que ha terminado provocando la percepción de que las medidas son arbitrarias, meros caprichos que nadie se ha preocupado de revisar. Y que, de paso, han servido para ahorrarse unos cuantos euros, como ocurre con las taquillas de las estaciones de tren que cerraron y no han vuelto a abrir. Como recuerda Padilla, ya que resulta difícil aplicar ciertos recortes en una situación de estabilidad, se hace poco a poco 'por el covid', como ha ocurrido con la reestructuración de los servicios de urgencia en Madrid.

La gran pregunta es cuándo terminará todo. Por lo pronto, algunas familias ya se están organizando para hacer un poco de ‘lobby’ ellas también, como explica Monroy: “Ahora está empezando un movimiento de respuesta de las familias, que ya estamos un poco hartas de la absurdidad y de que unos sí y otros no, para presionar a los equipos directivos para que revisen las medidas, porque lo que está significando es que se ha limitado o destruido la participación de las familias en la vida del centro”. La pandemia terminará cuando vuelvan los servilleteros. Es decir, nunca.

Si el teatro pandémico existe, Atocha es el Bolshói. Entre las paredes de la estación madrileña se da la que probablemente sea la mayor concentración de medidas incoherentes por metro cuadrado. Porque el mundo aparentemente ha vuelto a su estado natural, pero decorado con tantas pegatinas como en la habitación de un adolescente y una acumulación desopilante de cosas que no funcionan 'por el covid'.

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