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El campo muere de éxito: ha disparado su productividad pero no recibe los beneficios
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Las mejoras del mundo rural son su ruina

El campo muere de éxito: ha disparado su productividad pero no recibe los beneficios

El sector primario ha hecho un gran esfuerzo para mecanizarse y mejorar sus procesos, pero eso no ha generado grandes beneficios, al contrario, ha provocado el vaciamiento del mundo rural

Foto: Imagen de una tractorada en Palencia. (EFE/Almudena Álvarez)
Imagen de una tractorada en Palencia. (EFE/Almudena Álvarez)
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A principios de la década de los 40 el campo daba trabajo a algo más del 50% de los ocupados que había en España; sin embargo, su participación en la producción del país no llegaba al 27%. Esta brecha enorme indica el bajísimo nivel de productividad que tenía el campo, que apenas generaba lo suficiente para dar de comer al país pese a emplear a la mitad de la población. El campo español pasaba hambre.

La solución de los economistas para que el campo pudiera salir de este pozo era mejorar su productividad, así se aumentarían los ingresos con menos gasto y las rentas mejorarían. Tanto las de los propietarios de las explotaciones como las de los empleados. Además, la mejora de la productividad permitiría elevar las exportaciones para vender en el extranjero a precios más altos.

La receta del éxito pasaba por la mejora de la cualificación de los trabajadores, la profesionalización de las tareas y la mecanización. Sobre todo, esta última. El campo se puso manos a la obra, más por obligación que por convicción, y en la segunda mitad del siglo XX experimentó una profunda transformación. A finales de los 90 el peso de la agricultura en el PIB y en el empleo nacional se habían hundido (por el crecimiento de otros sectores), pero casi se habían igualado. La agricultura generaba el 6,3% del PIB y el 4,2% del empleo. Los servicios, por el contrario, han seguido el camino opuesto: su participación en el empleo era en los años 40 del 30% y en la actualidad supera el 78%, mientras que su participación en la producción era del 50% y en la actualidad no llega al 75%. Esto es, ha crecido mucho más intensamente su participación en el empleo que en el PIB.

El campo ha completado con éxito la transformación que se le reclamaba hace algo más de medio siglo, pero los agricultores no han participado de ese gran crecimiento de los beneficios generados. Al contrario, su agotamiento procede precisamente del éxito que han tenido.

La mecanización del campo ha llegado tan lejos que algunos sectores son casi ramas industriales en las que los agricultores y ganaderos ya ni siquiera tocan con sus manos el producto, todo el proceso está robotizado. Uno de los ejemplos más evidentes es el de la recogida de leche, que está completamente mecanizada. Esta transformación ha requerido de una gran inversión, en muchos casos apoyada con dinero público, y también una mejora en la cualificación de los ganaderos, que hoy nada tienen que ver con los de los años sesenta.

Desde 1995 hasta 2023, el PIB del sector primario aumentó un 86% en términos nominales y un 37% en términos reales (por el retroceso de 2022 y 2023 como consecuencia de la sequía). Sin embargo, el empleo se ha hundido un 30%, lo que refleja cómo se siguen produciendo ganancias de productividad en el campo.

Pero esta historia de éxito es la que ha generado el agotamiento del campo. El primer resultado del crecimiento de la productividad fue la sustitución de mano de obra por máquinas. El campo se quedó paulatinamente sin trabajo y también sin gente. El vaciamiento de los pueblos, que es uno de los grandes problemas a los que se enfrenta el campo, es consecuencia de esta transformación.

El éxodo de la población rural no es solo un problema económico, por ejemplo, por el deterioro de los servicios o las dificultades para encontrar trabajadores, sino que es un grave problema social. Para los agricultores y ganaderos de España, el vaciamiento de sus pueblos es uno de los principales motivos de malestar.

Las exportaciones

Cuando la productividad del campo español comenzó a crecer, en la segunda mitad del siglo XX, su nuevo reto fue conseguir un producto de calidad a un precio competitivo para entrar en el mercado europeo. Después de décadas de inversión y de cuidado del producto, España se ha convertido en uno de los mayores exportadores europeos del sector primario, en especial de frutas, hortalizas y productos cárnicos.

El éxito conseguido ha sido tan rotundo que el sector de la alimentación es el que tiene el mayor superávit exterior de todo el país. En 2023 dejó un saldo positivo de más de 13.000 millones de euros, nada menos que un 56% más que la industria del automóvil. España se ha convertido en una potencia europea exportadora de alimentos, tanto es así que los problemas de algunas cosechas en los últimos años, como tomates, pimientos o pepinos, ha llegado a provocar desabastecimientos en los supermercados británicos.

Tal ha sido el éxito del campo español que los competidores europeos llevan años reclamando que aumenten los controles a los productos españoles. La última polémica ha venido generada por la exministra francesa Ségolène Royal. La gran expansión del producto español por el continente ha obligado a endurecer la regulación (y la burocracia) para adaptarse a la normativa comunitaria, lo que hoy está en el foco de las protestas.

Pero, además, el campo español ha generado grandes recelos entre los competidores franceses, cuyos costes de producción son más altos. Esto ha provocado una animadversión hacia el alimento made in Spain que está dificultando las exportaciones a los agricultores y ganaderos españoles.

La paradoja del campo llega tan lejos que los esfuerzos de los agricultores y ganaderos por dar una buena formación a sus hijos ha acelerado aún más el vaciamiento de sus pueblos. Estos jóvenes no tienen apenas opciones laborales más allá de servicios de bajo valor añadido o empleo público, por lo que se ven obligados a emigrar, aumentando así el descontento de las familias. Es un esfuerzo sin recompensa para los trabajadores del campo que aumenta el malestar exponencialmente.

No llegan los beneficios

El campo español se ha vuelto altamente productivo y es capaz de generar un superávit de 13.000 millones de euros al año. Pero, aun así, el cabreo en el sector no deja de crecer. Después de hacer los deberes que se les reclamaba, sobre todo a las pequeñas explotaciones, los beneficios no aparecen. Y todo con un agravante: el esfuerzo se ha realizado a costa de expulsar de los pueblos a su gente.

Es cierto que la pobreza ha desaparecido del campo (con terribles excepciones en el caso de los temporeros extranjeros). El nivel de vida ha mejorado, pero no tanto como la productividad. ¿Dónde está ese dinero?

Una parte de los beneficios se ha quedado por el camino en manos de los intermediarios. El precio de los alimentos en los supermercados llega a multiplicar incluso por ocho el precio en origen, una subida que difícilmente se puede explicar por los costes intermedios de la industria alimenticia y de los distribuidores. El problema es que no existen estadísticas sólidas sobre los costes de producción y los márgenes de beneficio a lo largo de toda la cadena alimenticia (¿no habrá interesado hacerlas?).

Foto: Los agricultores riojanos mantienen sus protestas. (EFE/Fernando Díaz)

Los agricultores y ganaderos no tienen capacidad para fijar sus precios, sino que venden a la tarifa que determina el intermediario, en la mayor parte de los casos, empleando referencias de los mercados internacionales. Esto significa que los productores no tienen capacidad para trasladar sus costes de producción, de modo que están vendidos a los precios internacionales. Además, la reticencia a montar grandes cooperativas hunde su capacidad de negociación.

Pero otra parte de los beneficios se los han llevado los consumidores gracias a la contención de los precios de la alimentación. Desde 2002 hasta 2020, la subida del precio de los alimentos fue en paralelo al conjunto del IPC. El aumento del consumo (sobre todo por el crecimiento de la población) no provocó grandes tensiones de precios, lo que permitió que los productos en los supermercados fuesen más baratos que en otros países europeos. Eso sí, este diferencial positivo está desapareciendo rápidamente en la actual crisis inflacionista.

En conjunto, la gran ganancia de productividad que ha vivido el campo no ha servido para mejorar en la misma medida la calidad de vida de la población. Es cierto que la pobreza rural se ha reducido drásticamente, pero sus rentas no son suficientes como para competir con las del mundo urbano. En paralelo, la mecanización de la producción ha provocado una expulsión de trabajadores que ha vaciado los pueblos. El mundo rural agoniza y no tanto por la rentabilidad de los negocios como por la impotencia ante el derrumbamiento de su mundo, gobernado desde las capitales. Ya han perdido toda esperanza de que su trabajo duro para mejorar las explotaciones sirva para mantener con vida a sus pueblos. Su esfuerzo no tiene recompensa, lo que está en la base del descontento de los agricultores y ganaderos por asistir a la desaparición de su mundo. Sin esperanza no hay motivos para el optimismo y solo queda la frustración que hoy se expresa en forma de tractoradas y pancartas contra la vida urbana.

A principios de la década de los 40 el campo daba trabajo a algo más del 50% de los ocupados que había en España; sin embargo, su participación en la producción del país no llegaba al 27%. Esta brecha enorme indica el bajísimo nivel de productividad que tenía el campo, que apenas generaba lo suficiente para dar de comer al país pese a emplear a la mitad de la población. El campo español pasaba hambre.

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