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La rabia del campo: por qué la movilización pone nerviosa a la izquierda
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La rabia del campo: por qué la movilización pone nerviosa a la izquierda

Más allá de elementos políticos nacionales, presentes en las protestas de los agricultores, hay dos aspectos que señalan cómo los recientes conflictos sociales son de derechas

Foto: Protesta de agricultores en Zaragoza. (EFE)
Protesta de agricultores en Zaragoza. (EFE)
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Las revueltas de los agricultores se están convirtiendo en habituales en el panorama europeo. Desde los chalecos amarillos, las tensiones entre la ciudad global y los territorios interiores van en aumento, y encuestas y elecciones no dejan de reflejar esas diferencias, en casi todo el mundo occidental. Esa brecha parece definitivamente abierta: las costas estadounidenses votan de manera distinta del interior del país, como París y el resto de Francia, Londres y Reino Unido o Ámsterdam y los entornos rurales de Países Bajos.

España cuenta con algunas especificidades que hacen que esa tendencia general se mitigue, pero muchas de sus constantes se mantienen. Habitualmente, estas diferencias son analizadas desde el beneficio electoral que les generan a unas fuerzas u otras y, sobre todo, desde la posibilidad de que se conviertan en combustible para las extremas derechas. En estos términos también se interpretan las movilizaciones de los agricultores españoles.

Esas lecturas, que son también parte de la vida política, relegan a un segundo plano aspectos que son más relevantes que ese. Políticamente, señalan cómo el descontento social ligado al trabajo está más cerca de la derecha que de la izquierda, lo que implica un cambio significativo de bases sociales. Socialmente, subraya cómo sectores en riesgo están inmersos en una reivindicación que va más allá de lo laboral: es existencial, están peleando por no desvanecerse y buscan soluciones para permanecer.

Los agricultores pertenecen a un sector que se percibe sometido a un proceso similar al de la desindustrialización

Ambos aspectos, el político y el social, van unidos. Los agricultores pertenecen a un sector que se percibe como si estuviera sometido a un proceso similar al de la desindustrialización que afectó a España y a la mayoría de Europa. En la época de la reconversión industrial, y en los sucesivos cierres de fábricas posteriores, el malestar se canalizaba por la izquierda. Un buen número de esos trabajadores, muchos de ellos sindicados, estaban vinculados a partidos de izquierda que contaban con implantación en esos colectivos. Paradójicamente, fue el PSOE el que llevó a cabo esa reconversión.

Sin embargo, los sectores que más están sufriendo las presiones del mercado son aquellos ligados a la pequeña propiedad, que se ven amenazados desde distintos frentes y que encuentran en la izquierda un enemigo político. No se trata únicamente de que sus simpatías políticas hayan estado más a menudo en la derecha, sino de que reaccionan contra un tipo de visión económica progresista que perciben como muy lesiva. Al igual que con la reconversión industrial, los suyos les ayudan tan poco como los otros, pero les resultan más cercanos: por eso las derechas suelen imponerse en estos ámbitos.

Un mal funcionamiento de mercado

Los malestares políticos, no obstante, son una derivada de los económicos. Cuando los agricultores señalan estas movilizaciones como existenciales tienen razón, en especial aquellos que no poseen grandes propiedades. La tendencia a la concentración continúa y, según el último censo agrario, han desaparecido un buen número de explotaciones al tiempo que el tamaño medio de las mismas ha aumentado: un 6-7% de las propiedades pone en el mercado el 50% de la producción agraria. El modelo hacia el que se dirigen es el americano, aseguran desde las asociaciones del sector, ese que denominan uberización del campo. Grandes explotaciones, muy intensificadas, con poca mano de obra, mucha maquinaria y otra forma de entender la agricultura.

La misma concentración en el sector de la distribución provoca que los agricultores pequeños y los medianos queden en un lugar débil en la cadena, ya que se ven expuestos a las subidas de costes y a la sensibilidad del intermediario-comprador, a menudo escasa, acerca de la posibilidad de subir los precios para compensar: las cadenas prefieren comprar fuera de la UE porque el producto es más barato.

Las últimas grandes movilizaciones han sido las del campo, las de los camioneros y las de los taxistas, así como la de las subcontratas de Cádiz

Desde esa base complicada, que subraya un mal funcionamiento de mercado, se entiende la irritación que provocan las regulaciones europeas, a menudo estrictas, sobre los procesos de producción: generan todavía costes. La sensación que tienen es que, en lugar de ser ayudados, son empujados hacia una situación más complicada. Es natural que la hostilidad derive hacia aquellos que defienden y promueven la legislación actual y la profundización en los cambios.

Este malestar es muy similar al de los ganaderos, los pescadores, los camioneros y transportistas o los taxistas, sometidos a lógicas de concentración cada vez más acuciantes y a una vigilancia administrativa frecuente, así como a subidas de costes habituales. Pero no son solo esos sectores, casi todas las pequeñas empresas sufren males similares. Los mismos bares, el negocio más habitual en España, se encuentran en una situación parecida.

De dónde vendrá el descontento social

Son estos sectores los más molestos y, por tanto, los más proclives a las grandes movilizaciones. Las huelgas de 2023, según la CEOE, tuvieron lugar fundamentalmente en el sector público o en empresas ligadas a él. Las grandes movilizaciones que hemos visto en los últimos tiempos han sido las del campo, las de los camioneros y las de los taxistas, así como la de los trabajadores de las subcontratas de los astilleros de Cádiz.

"El porvenir social va a ser con ese pequeño trabajador, pequeño campesino, pequeño emprendedor o asalariado informal"

Las derechas sistémicas no suelen entender el cambio operado en las bases sociales descontentas. La mayoría de ellas sigue anclada en el marco de los conflictos entre empresario y trabajadores. La misma visión, quizá más acentuada, se da entre las izquierdas y por eso opta por aumentar el salario mínimo interprofesional, lo que es necesario, al tiempo que complica la vida, al tener en cuenta las perturbaciones que el mercado actual produce entre los autónomos, las pequeñas empresas y las firmas de tamaño medio. Quizá convenga aquí recordar lo que un progresista, Álvaro García Linera, advertía a los suyos no hace mucho: “El porvenir social va a ser con informalidad, con ese pequeño trabajador, pequeño campesino, pequeño emprendedor, asalariado informal, atravesado por relaciones familiares y de vínculos muy curiosos de lealtad local o regional, subsumido en instancias donde las relaciones capital-trabajo no son tan diáfanas como en una empresa formal”.

A estos sectores hay que añadir otros muy tensionados, como esa mano de obra cualificada que, por su formación, creía asegurada una vida de clase media y ahora comprueba cómo esa perspectiva de futuro se esfuma. Desde médicos hasta enfermeras pasando por periodistas o abogados, muchos de ellos subsisten con salarios que no permiten otra cosa que afrontar el día a día.

Este hecho, que sean los profesionales liberales y los pequeños empresarios los que más sientan el descontento, y más lo manifiesten, señala a las claras cómo las bases sociales que nutrían la participación política están cambiando y están girando hacia nuevos lugares.

El proteccionismo

La otra derivada relevante tiene que ver con la recomposición del orden internacional. La oposición frontal de ganaderos y agricultores a la firma de tratados comerciales, que entienden muy lesivos para sus intereses, es parte de ella. Hay razones pragmáticas: si se les obliga a producir con estándares cualitativos y sanitarios más elevados que al resto del mundo, de alguna protección deberán gozar respecto del resto de competidores, que siempre podrán ofertar más baratos sus productos, al no tener que someterse a esa normativa.

Lo que está de fondo, lo que esos sectores cuestionan, no es otra cosa que el libre comercio

Hasta ahora, la compensación ha venido del lado de las ayudas, pero estas son insuficientes, porque les pueden compensar los costes, pero no permiten rebajar los precios para competir con otros productos. Además, pueden acabar siendo contraproducentes: generan un efecto atracción para quienes cuentan con cantidades de capital, de manera que concentran las producciones y reciben la mayoría de las ayudas, con lo que la PAC puede acabar siendo un modo de extracción de rentas aseguradas por Bruselas.

Lo que está de fondo, lo que esos sectores cuestionan de frente, no es otra cosa que el libre comercio, justo en el instante en que la Unión Europea trata de preservarlo al máximo posible. El libre comercio está dando marcha atrás, e incluso los dos países más importantes del mundo, EEUU y China, están implantando medidas proteccionistas y subsidiando sin disimulo sectores que consideran estratégicos. En ese contexto, el plan europeo es conservar lo que queda del orden que se marcha y convertirse en una zona que apueste por el orden liberal, la apertura de fronteras comerciales a través de nuevos acuerdos. El mundo del campo se niega y y lo hace en voz alta e indisimuladamente. El fracaso de Mercosur (por más que se intente revivirlo) es consecuencia de esta presión.

Las demandas de los agricultores se sostienen desde un deseo central: la protección. Y esa sí es una constante de la época

Puede que tengan razón. La máxima de la eficiencia, de que había que organizar la producción de modo que se consiguieran los bienes de aquellos lugares en los que el coste fuera más reducido, se ha revelado contraproducente en varios sentidos. El ascenso de China, sin ir más lejos, es el producto último de que Occidente haya adoptado esta perspectiva durante dos décadas. Por eso el establishment está girando desde la eficiencia hacia la resiliencia.

Pero más allá de estos asuntos, que obligarían a entrar en la geoeconomía, lo cierto es que las demandas de los agricultores se sostienen desde un deseo central: la protección. Y esa sí es una constante de la época. La protección no tiene que ver solo con aspectos de seguridad física, en los que insisten las derechas, sino con la producción económica: la necesidad de no perder nivel de vida, de darle continuidad a la vida laboral y que no quede expuesta a rupturas bruscas y continuas y de encontrar un asidero frente a las turbulencias de la época es una de las aspiraciones más presentes. El proteccionismo genera esa sensación y además ofrece la idea de un futuro que será más justo, porque no se verán sobrepasados por competidores que parten en situación de ventaja. La incógnita a despejar en este sentido no es si la demanda de proteccionismo avanzará (es inevitable), sino si lo hará como una posición europea o como competición entre países europeos, tal y como lo han planteado los agricultores franceses.

Ambas cosas, tanto las clases en las que el malestar económico ha prendido como la aspiración proteccionista, hacen más fácil que la articulación política sea más favorable a la derecha, del mismo modo que los trabajadores fabriles estaban más cerca de la izquierda. El descontento prende, e irá a más, instigado por estos dos elementos. Lo importante aquí es comprender que no estamos ante hombres blancos rabiosos, como a algunas izquierdas progresistas les gusta describirlos, sino ante el fruto de un tiempo convulso. Por más que estas manifestaciones están inclinadas de un lado del espectro político, que las está promoviendo, serán las respuestas que se den a las cuestiones de fondo y el grado de comprensión de las demandas últimas de estas clases los que consigan que las simpatías y el voto vayan hacia un lado u otro del espectro ideológico. El taxi es un ejemplo.

Las revueltas de los agricultores se están convirtiendo en habituales en el panorama europeo. Desde los chalecos amarillos, las tensiones entre la ciudad global y los territorios interiores van en aumento, y encuestas y elecciones no dejan de reflejar esas diferencias, en casi todo el mundo occidental. Esa brecha parece definitivamente abierta: las costas estadounidenses votan de manera distinta del interior del país, como París y el resto de Francia, Londres y Reino Unido o Ámsterdam y los entornos rurales de Países Bajos.

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