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Y el rugby se desmelenó: árbitros amenazados, gayumbos patrióticos y despedidas de ilustres
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TRIUNFÓ SUDÁFRICA

Y el rugby se desmelenó: árbitros amenazados, gayumbos patrióticos y despedidas de ilustres

La Television Match Officials (TMO) ha colaborado de forma activa en desvirtuar algunos de esos valores. Se ha convertido en un elemento muy perturbador para el rugby

Foto: Lance del Irlanda-Nueva Zelanda del Mundial de rugby. (EP/Laurent Lairys)
Lance del Irlanda-Nueva Zelanda del Mundial de rugby. (EP/Laurent Lairys)

El rugby ya no puede presumir ahora de valores tanto como antaño. Eso queda ahora para nostálgicos y puristas. En esta última edición de la Copa del Mundo se han visto y oído cosas que chirrían con el espíritu de un deporte que se practica en los cinco continentes. Pitidos al inglés Owen Farrell cuando iba a lanzar a palos en su partido frente a Argentina, críticas exacerbadas a la labor arbitral, e incluso alguna trifulca en las gradas son señales inequívocas de que la palabra respeto ha perdido su verdadera esencia. La mala educación ha gangrenado órganos vitales del rugby. No se puede culpar de todo a la llegada del profesionalismo. Es lícito y poco cuestionable que un jugador aspire a ganarse la vida como rugbier. No es lo mismo a nivel publicitario ser campeón del mundo que haber caído en cuartos de final. Eso, traducido en euros o dólares, significa mucho dinero para las arcas de cualquier federación. Y la atracción de intereses espurios alejados de la verdadera filosofía del rugby.

La Television Match Officials (TMO) ha colaborado de forma activa en desvirtuar algunos de esos valores. Viene a ser al rugby lo que el VAR es al fútbol. Su objetivo, según World Rugby, es "asegurarse de que las decisiones en el terreno de juego sean consistentes, precisas y que se tomen de una manera oportuna y eficiente". Eso es la teoría, porque en la práctica se ha convertido en un elemento perturbador. Wayne Barnes, el árbitro inglés que dirigió la final entre Sudáfrica y Nueva Zelanda ha recibido amenazas de muerte. Se le echa en cara que no utilizara la misma vara de medir para sacar una tarjeta roja en la primera parte al capitán de los All Blacks, Sam Cane, y que se limitara a enseñar la amarilla al capitán sudafricano, Siya Kolisi, por una acción similar. Llueve sobre mojado, porque en Nueva Zelanda todavía se le considera responsable de que su selección cayera ante Francia en los cuartos de final de 2007 después de conceder un ensayo al XV del Gallo que estuvo precedido de un claro pase adelantado. Al hombre no le ha quedado más remedio que colgar el silbato.

Hasta hace no hace mucho había líneas rojas que no se podían traspasar basadas en el respeto, el compañerismo o la humildad. Rajar del árbitro se ha puesto ahora de moda y el fenómeno parece imparable. "Creo que disfrutas más el juego si no conoces las reglas. De todas maneras, así estarás en la misma onda que los árbitros", llegó a decir en tono irónico el mítico jugador galés Jonathan Davies. La expulsión durante la primera jornada del inglés Tom Curry ante Argentina a los tres minutos de juego por un choque cabeza con cabeza con Juan Cruz Mallía fue el detonante. Se abrió la veda. El caso es que en muy corto espacio de tiempo se produjeron acciones casi idénticas en otros partidos donde las sanciones fueron mucho menos drásticas. Seguro que en Fiji van a declarar persona non grata al francés Mathieu Rayna por su falta de parcialidad en el partido en el que fueron apeados por los ingleses.

Menos más que la final entre los colosos del rugby mundial dejó momentos para el recuerdo. Comprobar al finalizar el partido el respeto mutuo de los integrantes de dos selecciones que se partieron la cara durante 80 minutos permite albergar esperanzas de que el asunto es reconducible. A pie de campo estaba un Cane abatido, con los ojos vidriosos, pero sin buscar excusas. Ni un reproche al árbitro a pesar de haberse convertido en el primer jugador expulsado en la final de una Copa del Mundo. A su lado Beauden Barrett, mejor jugador del mundo los años 2016 y 2017, también soltaba alguna lagrimilla, y muy cerca de ellos estaba Ardie Savea, elegido mejor jugador de este año, que acababa arrodillado y meneando la cabeza de izquierda a derecha en señal de incredulidad. Subieron al podio y nadie se quitó del pecho la medalla de subcampeón hasta que abandonaron el campo. Nada que ver con la actitud de soberbia exhibida por los ingleses cuatro años antes en Japón.

Foto: Sudáfrica ganó el Mundial. (EFE/Christophe Petit)

El recibimiento a Federer

Saben ser campeones y dar ejemplo en los peores momentos. Lo llevan en su ADN. Eso les hace ser tan especiales. Se les respeta porque se les admira. A Sam Whitelock, que tiene el récord de caps con los All Blacks y es el jugador que más partidos ha disputado en las distintas Copas del Mundo, le sobraban motivos para estar triste. Era su adiós a la selección y allí estaba a pie de campo con sus tres hijos de charla con el sudafricano Damian de Allende. O Aaron Smith, otro que se despedía, se paseaba por el césped de Stade de France con su hijo en brazos. Como diría el futbolista del City Jack Grealish, la foto del jugador neozelandés pasando por delante de la Webb Ellis Cup y enseñando a su vástago con orgullo la medalla de plata que acaba de lograr debería de estar colgada en el museo de Louvre.

Otro tema muy comentado, y no por inusual, fueron los patrióticos gayumbos de Faf De Klerk. A nadie extrañó que recibiera en el vestuario en paños menores y cerveza en mano al tenista Roger Federer, de ascendencia sudafricana por parte de su madre Lynette y confeso seguidor del Springboks. Por cierto, que, según Planet Rugby, en aquel partido se estableció el récord de pintas vendidas con un total de 130.000. Si el Stade de France tiene una capacidad de 81.338 espectadores, sale una media de 1,56 pintas por cabeza.

Ya en Japón De Klerk se había saltado todo el protocolo cuando ataviado con sus slips donde aparecía dibujada la bandera sudafricana estrechó en el vestuario su mano al quinto miembro de la familia real británica en la línea de sucesión, o sea, al príncipe Harry. Que se sepa, hasta la fecha ninguna marca de calzoncillos se ha puesto en contacto con el rubio medio melé para promocionar sus productos. Este año va a jugar en Japón. A ver qué sucede. Como diría el chiste, allí los gayumbos con la bandera nipona serían un puntazo.

placeholder La final entre Sudáfrica y Nueva Zelanda fue muy ajustada. (EFE/Yoan Valat)
La final entre Sudáfrica y Nueva Zelanda fue muy ajustada. (EFE/Yoan Valat)

El homenaje a un fan

También resulta algo habitual que, cuando el árbitro pita el final del partido, el regidor apueste por pinchar las cámaras de televisión que enfocan al rosto de los ganadores mezcladas con la cara circunspecta de los perdedores. Al espectador neutral siempre le produce cierta congoja ver desfilar al vestuario a jugadores con los ojos enrojecidos. A veces, también cierta empatía. La imagen del irlandés Jonathan Sexton, a sus 38 años y con 120 caps a sus espaldas cogido de la mano de su hijo Luca tras caer derrotado ante Nueva Zelanda, ya era motivo suficiente para centrarse en él. Se cortaba la coleta y allí estaba su vástago para animarle. "Todavía eres el mejor, papá", le dijo el niño al ver a su padre algo cabizbajo. Se iba del XV del Trébol una leyenda. El hombre que más puntos ha logrado para su selección en toda su historia y nombrado mejor jugador del mundo en 2018.

A escasos metros de allí, en las gradas del Stade de France, también se dejó ver aquel mismo día el ex All Black, Sonny Bill Williams, el mismo que no dudó en regalar su medalla de campeón del mundo a un niño que se le acercó en el terreno de juego a felicitarle cuando ganó en 2015 la Webb Ellis Cup. Ese mismo detalle lo acaba de tener el sudafricano Cheslin Kolbe con un joven fan durante un homenaje que ofrecieron a la selección a su regreso de Sudáfrica. Pues bien, el mítico centro neozelandés sigue presto a alegrarle el día a cualquiera que le pida un favor. Son detalles que agigantan la leyenda de los más grandes. Entre el público había un niño con síndrome de Down ataviado de verde hasta en las pestañas que reclamaba su presencia. Fue algo instintivo. Se acercó a él, le abrazó y ambos se hicieron un selfi. La cara de felicidad del niño no tenía precio.

Mientras, los gerifaltes de World Rugby se frotaban las manos después de haber convertido el rugby en un lucrativo negocio. Solo en la primera fase el promedio de asistencia al campo fue de 45.000 aficionados por partido. Al mismo tiempo, las audiencias televisivas se disparaban hasta los 857 millones de espectadores. Pero no todo eran alabanzas para los organizadores. Al contrario. Desde el minuto uno, recibieron quejas de los aficionados al escuchar a pie de campo los himnos cantados por un coro de niños en el encuentro inaugural entre Francia y Nueva Zelanda. Era el estreno de meleé des choirs (melé de coros), que había grabado previamente las canciones. La verdad es que el Flower of Scotland no se merecía ese trato vejatorio sin el sonido de fondo de una gaita. Es como interpretar el himno argentino con los acordes de un reguetón. "Por amor de dios, están matando el entusiasmo de los cinco minutos antes del partido", protestó el exinternacional irlandés Rob Kearney. El experimento se abortó en la segunda jornada y desde entonces no se supo nada de los pobres niños.

Foto: El Mundial generará en Francia 17.000 puestos de trabajo. (EFE/Neil Hall)

El repertorio musical

La eliminación de Irlanda supuso la vuelta a casa de la afición más cantarina y con mayor repertorio del torneo. Su The fields of Athenry cantado a capella pone los pelos de punta. La polémica surgió a raíz de reconvertir la canción Zombie, de The Cranberries, en una especie de segundo himno de una selección que representa a las dos Irlandas. La melodía alude de forma crítica a un atentado del IRA en el que murieron dos niñas de tres y 12 años. Los tres condados de sur de la isla nunca interpretaron aquellas acciones indiscriminadas contra la población civil de la misma manera que los ciudadanos católicos del norte. No ocurre lo mismo que cuando la marea verde entona Dirty Old Town, de los míticos The Pogues.

En Inglaterra tampoco se ponen de acuerdo para ir todos a una con su repertorio musical. En la segunda jornada un jugador inglés de color, Maro Itoje, anunció que se negaba a volver a cantar el auténtico himno de los aficionados ingleses, el Swing low, sweet chariot por el origen de la canción que, según la versión más extendida, tiene sus raíces en la esclavitud estadounidense y que fue escrita en 1840 en Oklahoma por un esclavo llamado Wallace Willis. El mismo día que Itoje alzó su voz se pudo ver la escalofriante lesión del namibio Le Roux Malan tendido en el suelo y con la rodilla destrozada mientras Beaudent Barret y Ardie Savea se llevaban las manos a la cabeza. Los All Blacks, como siempre, dieron un ejemplo de deportividad al llevarle al hospital la camiseta firmada por todos los jugadores.

Como en la primera fase de grupos todo discurría con cierta normalidad nada mejor que crear una polémica estéril para hacer ruido. Así que tocó el turno en cebarse con la debilidad de algunas selecciones que perdían por setenta o más puntos de diferencia. Se dudada de su capacidad para competir en una Copa del Mundo. Y World Rugby aplicó aquello de ni no quieres taza, toma taza y media. Es decir, en vez de cuatro grupos con cinco selecciones cada uno, en 2027 se va a apostar por ampliar el número de equipos a 24 encuadrados en seis grupos con representación de cuatro países.

placeholder El Mundial ha dejado auténticos partidazos. (EFE/Yoan Valat)
El Mundial ha dejado auténticos partidazos. (EFE/Yoan Valat)

De la falta de competitividad se pasó a las conversaciones extradeportivas. Por ejemplo, se habló mucho sobre que la selección irlandesa iba engullir 4.000 huevos durante la Copa del Mundo, es decir, que cada jugador iba a consumir 21 huevos a la semana. A la vista de estos menús, resulta obvio decir que los delanteros no viajaron a Francia a pasar hambre. Lo dejó bien claro el pilier sudafricano Ox Nche a mitad de torneo. "No cuento calorías, cuento porciones de tarta o de pastel", comentaba este jugador de 173 centímetros de estatura y 114 kilos de peso que resultó clave para derrotar a Inglaterra cuando ya nadie apostaba por ellos. ¿De dónde viene su potencia a la hora de empujar? De muchas horas de entrenamiento y de seguir una regla de oro que dejó escrita en su perfil de Instagram: "Salads don't win scrum" (Las ensaladas no ganan melés).

Los ingleses también hicieron gala a través de sus redes sociales de sus dietas antiadelgazantes. Joe Marler con sus 120 kilos de peso alardeaba en TikTok de su desayuno a base de burritos rellenos de chorizo, queso feta, huevos, espinacas, cebolla y chili rojo. O sea, 650 calorías para el cuerpo en un minuto. Si los expertos recomiendan para los hombres adultos alrededor de 2.000 calorías diarias, Marler ya había consumido más de 25% nada más levantarse de la cama.

El rugby ya no puede presumir ahora de valores tanto como antaño. Eso queda ahora para nostálgicos y puristas. En esta última edición de la Copa del Mundo se han visto y oído cosas que chirrían con el espíritu de un deporte que se practica en los cinco continentes. Pitidos al inglés Owen Farrell cuando iba a lanzar a palos en su partido frente a Argentina, críticas exacerbadas a la labor arbitral, e incluso alguna trifulca en las gradas son señales inequívocas de que la palabra respeto ha perdido su verdadera esencia. La mala educación ha gangrenado órganos vitales del rugby. No se puede culpar de todo a la llegada del profesionalismo. Es lícito y poco cuestionable que un jugador aspire a ganarse la vida como rugbier. No es lo mismo a nivel publicitario ser campeón del mundo que haber caído en cuartos de final. Eso, traducido en euros o dólares, significa mucho dinero para las arcas de cualquier federación. Y la atracción de intereses espurios alejados de la verdadera filosofía del rugby.

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