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Sonja Graf, una mujer heroica en un momento muy sombrío para el ajedrez
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FUE UNA BUENA EN ESTO

Sonja Graf, una mujer heroica en un momento muy sombrío para el ajedrez

Graf fue una ajedrecista en busca de patria, una señora que cruzó el Atlántico huyendo de los nazis y dispuesta a emprender una nueva vida, algo que finalmente consiguió

Foto: Sonja Graf fue heroica en un mal momento para el ajedrez. (EFE/Andy Rain)
Sonja Graf fue heroica en un mal momento para el ajedrez. (EFE/Andy Rain)

La historia comienza con una imagen que parece sacada de una novela: una ajedrecista en busca de patria, una mujer que cruza el Atlántico huyendo de los nazis y dispuesta a emprender una nueva vida. Desde la popa del Highland Patriot, las volutas de humo de sus cigarrillos se confunden con la estela de la embarcación y los pensamientos perdidos. Sonja Graf iba rumbo a Buenos Aires a disputar el Torneo de las Naciones -donde estuvo a punto de destronar a la campeona mundial, su eterna rival, Vera Menchik- y jugó bajo la bandera de un país imaginario que le confeccionó un amigo argentino: "Libre".

Sonja Graf, en su juventud, había derrotado en varias ocasiones a uno de los clásicos del ajedrez romántico, el gran Rudolf Spielmann, un jugador profesional de este arte -ciencia que es el ajedrez. Los jugadores románticos tales como Paul Morphy, Adolf Anderssen, Blackburne, buscaban la belleza encriptada en la combinatoria, creando con verdadera pasión auténticas obras de arte: las famosas partidas inmortales. Ingenio a raudales, sacrificios de material, táctica a "saco", osadía y espectáculo por encima de todo; eran el santo y seña del desarrollo de esta forma de jugar el ajedrez.

Con el miedo, los humanos se rinden más fácilmente al manejo y la manipulación, Sonja Graf vio muy claro el futuro y tomó su decisión; el terror no podría vencerla. Esta actitud revela la importancia de perseguir los ideales y sueños aun a costa de que parezcan imposibles o irracionales. Sonja escapó de casa a los 15 años huyendo del maltrato familiar. Josef, su padre, era un emigrante alemán del Volga, antiguo sacerdote que se ganaba la vida mediante sanaciones estrafalarias y copias de Murillo y Rembrandt. Su madre, Susann, una judía que la tomó entre ojo y ojo desde el día de su nacimiento. “¡No entiendo al mundo!” gritó la pequeña Sonja después de una de las terribles palizas de su padre, una exclamación que el escritor David Torres apenas ha variado para titular su novela: La mujer que no entendía el mundo.

Foto: La ugandesa posa para la película donde es la protagonista. (Reuters/Danny Moloshok)

El poder del nazismo

Sonja dejó atrás una Alemania secuestrada por la alianza entre el partido Zentrum de Von Papen y el nacionalsocialista de Hitler. Por supuesto, el aristócrata Von Papen había sido enviado sin demora a las 48 horas siguientes en un flamante Junker 52 de aluminio- el último grito de la aeronáutica mundial-, a Turquía de embajador. Los nazis eran ya un poder imparable. Una atemorizada nación humillada en Versallles -Compiegne, estaba vengando la afrenta secuestrada por unos mesiánicos iluminados.

La Historia, con mayúsculas, y la historia cotidiana luchaban en su delgado cuerpo; a los insultos de su madre y las palizas de su padre pronto se sumarían altercados callejeros, quemas de libros, mensajes radiofónicos que ponían los pelos de punta, persecuciones de judíos, comunistas, homosexuales, gitanos, "razas inferiores"; escaparates pintados a brochazos con la estrella de David, rabinos obligados a reptar a cuatro patas, y un largo etc. de barbaridades forman el telón de fondo de varias páginas de La mujer que no entendía el mundo.

El monstruo salido de las cervecerías de Múnich ocupaba el país entero. Oswald Mosley y sus acólitos replicaban en el Reino Unido las consignas antisemitas, el frívolo Churchill coqueteaba con aquellos patibularios. España e Italia habían sucumbido al empuje de las baladronadas y la estética de aquel extraño poder, magnético y atroz.

Foto: Magnus Carlsen, a la izquierda, durante la Global Chess League. (EFE/Ali Haider)

Los libros autobiográficos

En la Europa de entreguerras, aquella joven de pelo corto que arrasaba en los clubs de ajedrez, fumaba y bebía como un cosaco, vestía como un hombre, se acostaba por igual con un sexo u otro, era una referencia iconoclasta incontestable. Los nazis predicaban todo lo contrario: mujeres que fuesen obedientes amas de cría dedicadas a expandir la raza aria. Antes de que se desatara la gran tormenta de fuego, sin proponérselo, Sonja Graf se convirtió en un icono de libertad viviente. Sabía de sobra que no hay posición en ajedrez en la que no se pueda desencadenar una tempestad de repente.

Durante su estancia en Argentina, escribió dos libros autobiográficos, pero su editor para potenciar el efecto de la venta y estimular el interés de los lectores, la definió como campeona del mundo, cuando en puridad era la subcampeona. Max Euwe (campeón mundial entre 1935/1937), sostenía ante los periodistas destacados, que el título le correspondía por derecho, ya que era la jugadora más potente tras la muerte prematura de Vera Menchik en 1944, en Londres, a causa de la explosión de una V-1 alemana. Tras un impasse de casi seis años, la jugadora soviética Liudmilla Rudenko, se adjudicaría la corona en el Torneo de Moscú de 1950. Quizá la reivindicación de Euwe era acertada.

El ajedrez era su religión y su único acceso al laberintico embrollo de lo divino, el arte-ciencia en el que lo esencial nunca aparece ante los ojos. Su complejidad casi inalcanzable, lo hace inaccesible a una inspiración de altos vuelos salvo para unos pocos escogidos, la astucia, blindaje inviolable, solo se podían asaltar en una aproximación fría y amable a la par; así sí se podía asaltar aquel Sancta Santorum esotérico.

Foto: Norman T. Whitaker, en plena partida con J. H. Smythe Jr. (Wikimedia Commons)

El problema de la bebida

No en vano, algunos campeones habrían sucumbido a volcánicos ataques de locura: el genial Paul Morphy, hablaba solo con demasiada frecuencia como para integrarlo en el mundo de los cuerdos. El creador del tema táctico del Molino, el mexicano Carlos Torre, se había desnudado como quien no quiere la cosa en un autobús de la Quinta Avenida en Nueva York; Harry Nelson Pillsbury, padecía alucinaciones que comprometían su integridad física; el elegante Akiba Rubinstein, no tenía paz mental e iba desde la sede de los torneos al manicomio en el que estaba ingresado en una ambulancia medicalizada por su amigo el Dr. Rainer. El alemán Steinitz, primer campeón oficial de la historia, retó a Dios dándole un peón de ventaja. La locura parece asomar en cada escaque, aunque Sonja en este libro piensa que el ajedrez, más que el desencadenante de la demencia, es el último refugio contra ella.

Sonja Graf y Vera Menchik daban la impresión de repetir fuera de los tableros la eterna oposición entre las blancas y las negras. Menchik parecía una matrona apacible y Sonja un saltarín manojo de nervios. También estaba, por desgracia, el problema de la bebida, la densa niebla que hace de la memoria un desagüe sin fin. En La mujer que no entendía el mundo hay bastantes referencias al alcoholismo, aunque ninguna más certera que la que asegura que lo de “problemas con el alcohol” es una frase hecha: "Un borracho puede tropezarse al subir unas escaleras, a la hora de pagar el alquiler o al freír una tortilla, pero jamás al llevarse el vaso a la boca".

En Hollywood, donde Humphrey Bogart, Marlen Dietrich, José Ferrer y otras grandes estrellas se lo pasaban en grande en el Club de Ajedrez Herman Steiner; se reproducía pocos años después de la guerra, una brutal represión contra los pensadores e intelectuales en una especie de Kristallnacht. Siempre es lo mismo, solo cambian los actores. Para Sonja Graf, sus amigos de Hollywood, perseguidos por este tándem implacable de inquisidores (Hoover – Mc Carthy), le recordaban las escenas de la durísima represión contra los judíos alemanes. EE. UU. no era Europa sino una versión del místico Hooper en su plenitud y la soledad extrema, alcoholizada ante la absoluta inmoralidad de la realidad.

Foto: Magnus Carlsen, pensando un movimiento durante una partida de la Copa del Mundo. (EFE/Roman Ismaylov)

Decía el extraordinario jugador y médico, Siegbert Tarrasch que quienes no saben jugar al ajedrez le daban tanta lástima como quienes no han conocido el amor. Recomendaba a Sonja, no apostar ni cobrar por jugar torneos. Pero la joven alemana no tenía opciones. Para ganarse el pan debía de prostituir su talento, en la acepción más amable de la palabra.

Sus libros, Así juega una mujer, en el que describe sus experiencias con contrincantes y anécdotas relacionadas, y Yo Soy Susan (su nombre de pila) relatan el durísimo mundo psicológico de su infancia. Esos libros, por desgracia hoy son inencontrables, pero la mujer que no entendía el mundo ha venido a iluminar la figura de esta jugadora irrepetible. La muerte le sobrevino por una terrible enfermedad hepática. Bebió como vivió: a tragos.

P.D. Editada por Reino de Cordelia, La mujer que no entendía el mundo, es una novela que ahonda en la figura de Sonja Graf, una ajedrecista que se convirtió sin pretenderlo en un símbolo de libertad viviente, la misma libertad que ha empleado David Torres para narrar esta vida apasionante.

La historia comienza con una imagen que parece sacada de una novela: una ajedrecista en busca de patria, una mujer que cruza el Atlántico huyendo de los nazis y dispuesta a emprender una nueva vida. Desde la popa del Highland Patriot, las volutas de humo de sus cigarrillos se confunden con la estela de la embarcación y los pensamientos perdidos. Sonja Graf iba rumbo a Buenos Aires a disputar el Torneo de las Naciones -donde estuvo a punto de destronar a la campeona mundial, su eterna rival, Vera Menchik- y jugó bajo la bandera de un país imaginario que le confeccionó un amigo argentino: "Libre".

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