Norman Tweed Whitaker, la increíble historia del delincuente que triunfó en el ajedrez de élite
El que fuera uno de los nombres propios del ajedrez también hizo carrera en otras lides, claramente delictivas, y que no le impidieron acabar con la vida de otros semejantes
En el año 1932, Charles Lindbergh, ingeniero y piloto, era probablemente el hombre más famoso de los Estados Unidos. Y así fue durante mucho tiempo. Héroe nacional, fue el primer aviador que cruzó el Atlántico en solitario y sin escalas de oeste a este en 1927. Cuando aterrizó en Le Bourget, más de 100.000 personas rompieron en un aplauso cerrado. La aviación moderna arrancaba con un acto heroico. Todos los que lo habían intentado antes, habían muerto.
Lindbergh, hacía algo más de un par de años, se había casado con Anne Morrow, licenciada en Filosofía, filóloga, poeta y escritora de prestigio. Una mujer menuda y brillante e hija del embajador norteamericano en México.
Los hechos que se relatan arrancaron en marzo. El pequeño bebé del matrimonio Lindbergh-Morrow, de cerca veinte meses, había sido secuestrado presumiblemente por un delincuente de poca monta con ánimo de pedir un jugoso rescate por la criatura. Cuando la madre constató la cruel evidencia, se tumbó en el suelo y rompió a llorar con desgarro inconsolable. Afuera de la vivienda, otro mundo paralelo, el de los grillos, seguía su rumbo. Contra pronóstico, un suave viento portante que se desplazaba desde el este indicaba el final de aquel crudo invierno.
Tras una cacería del hombre sin precedentes y tremendas presiones sobre la policía local, apareció un sujeto que de ninguna manera daba la talla. Con pruebas más que cuestionables, de frágil consistencia, y un veredicto muy metido con calzador, fue derecho a la silla eléctrica agotado de reivindicar su inocencia. Pero la historia que nos afecta es otra.
En la urdimbre de las dudas, en la sombra, quedaba el rastro de algo que no casaba en la ecuación de la sentencia, algo que el abogado ya había destacado en varias ocasiones, que no era más que la necesaria presencia de un cómplice. Por aquel entonces, un inteligente jugador de ajedrez bastante amoral, llamado Norman Tweed Whitaker, abogado profesional, y jugador con un ELO homologado de cerca de 2.450, llegaría a vencer a dos campeones mundiales, uno de ellos, José Raúl Capablanca; el otro, Emanuel Lasker.
Más que una doble vida
Fue en sus años provectos, cuando la vejiga lo levantaba varias veces de su silla durante las partidas, que trabó amistad con aquel niño prodigio cuando iba camino de coronarse como campeón de Estados Unidos. Whitaker ya era un hombre apergaminado y en declive, imparable por sus excesos.
Norman Tweed Whitaker, nació en la primavera de 1880 de la unión de dos gigantes de la inteligencia, el Dr. Herbert, profesor de matemáticas, y su esposa Agnes, una jugadora de cartas con una espectacular memoria fotográfica. Pero estos antecedentes por sí mismos no obraban milagros.
Un día conoció en Filadelfia al brillante jugador Harry Pillsbury que, a la sazón, brindaba unas partidas simultáneas a la ciega, esto es, con una venda en los ojos. Impresionado el chiquillo, juró apostar por este arte ciencia. A partir de esta catarsis, comenzó a destripar todos sus secretos. Ese mismo día, inició una relación de largo recorrido con esta mágica disciplina. Integrado como miembro regular en el Franklin Mercantile Chess Club (en vigor desde 1885), fue uno de los primeros espadas del club.
Pues bien, este caballero tenía una amplia gama de identidades ocultas y una de ellas era la de sumarse a las filas del crimen para entretenerse en los ratos perdidos. Esta alternativa laboral se demostraría crucial con el tiempo en el caso Lindbergh. Pero antes de coquetear con la delincuencia, vino a darse un hecho asombroso.
Emanuel Lasker, en esos momentos campeón del mundo de ajedrez, visitaba en el año 1907 los EEUU. Su idea era la de dirimir un enfrentamiento con el campeón nacional Frank Marshall, pero antes de que sucediera esto, se dieron dos torneos informales; en ambos, el futuro caco vencería, primero al matemático alemán y luego, a su compatriota. Whitaker sorprendió a propios y extraños al lograr dos asombrosas victorias en su enfrentamiento con dos pesos pesados de reputación inapelable.
Seis años más tarde, en 1913, Norman Tweed Whitaker, hizo su debut en el mítico Manhattan Chess Club en un abierto en el que participaban 14 jugadores de primera fila. Capablanca ganó el torneo y Whitaker quedó en octava posición. Pero conforme se acercaba al llamado sueño americano, en su interior se iba revelando una extraña personalidad: la llamada del crimen tocaba a su puerta. Pero este espécimen ya había vendido su alma al diablo.
Engaño y detención
Llamado a filas, con la consiguiente posibilidad de ser enviado al frente, Whitaker evitó in extremis su alistamiento amparado en un dudoso certificado médico que desaconsejaba su ingreso a filas. Mas en ese tiempo, cabe la posibilidad de que tuviera claros comportamientos disociados, tal vez de índole esquizoide. Durante un largo tiempo, bajó al infierno y, a base de robos, estafas, la demostrada vinculación con el secuestro del hijo de Lindbergh, consumo de anfetaminas, pedofilia y prostitución, sugería que tenía más octavas que un piano.
En 1921, Withaker inició un declive suave e imperceptible. Empezaron a circular los primeros rumores sobre sus tropelías y las gentes del mundo de ajedrez se negaban a creerlas. Withaker tenía mucha cintura, cintura torera. La policía ya andaba tras él de manera indisimulada. Lo detuvieron y estuvo dos años en la cárcel. Marshall, tras enterarse, le retó a un duelo en el tablero, pero todos sospechaban que sabía que era imposible pues, aunque el preso no se negaba, sus guardianes sí. Recuperar la libertad y volver a delinquir fue todo uno. Sus conocimientos como leguleyo para circular por los laberintos legales dejaban constancia de su audacia a la hora de zafarse de la ley. Apelaciones y recursos le evitaron durante más de tres años entrar de nuevo en barrena.
Lamentablemente, la matemática vital de su progenitor no aguantaría el soponcio de ver a varios de sus hijos trabajando en modo cártel para el crimen organizado. Herbert Whitaker, en el año 1925, murió de un infarto severo. Expulsado del Colegio de Abogados, perdería la única herramienta legal que lo podía sacar de aquella disipada vida. Hemos dicho, que el día 1 de marzo de 1932, los EEUU colapsaron conmovidos por la dura noticia del secuestro del hijo de su más famoso piloto, Charles Lindbergh, héroe nacional y primer aviador que cruzó el Atlántico. Pues bien…
Una mañana de marzo del mismo año, el caco y un exagente de la policía, fueron a visitar a la editora del The Washington Post, Evelyn Walsh McLean, y le aseguraron tener contacto con los secuestradores. Le indicaron que, a cambio de 100.000 dólares, los delincuentes liberarían al niño. Puestos de acuerdo, activaron la solución. Pero surgió un imprevisto…
El socio de Norman no parecía ser fiable y se dio a la fuga con toda la pasta. Pero el avezado ladrón no desistió en su empeño y volvió a ver a la periodista indicándole que los secuestradores habían rechazado el dinero porque estaba marcado. Para compensar ese desliz, le prometió que le devolvería el monto de la cantidad marcada a cambio de 35.000 dólares adicionales. El tema comenzó a enredarse de forma inverosímil.
Durante este lapso, la criatura fue encontrada muerta. A continuación, el FBI echó el guante al fugitivo Gaston Means. Como hemos dicho, Bruno Hauptmann sería acusado del crimen y por ello, condenado a la silla eléctrica. En 1933, Withaker, asimismo, sería castigado a año y medio de prisión por extorsión en el durísimo penal de Alcatraz, donde se haría amigo de toda la vida de un tal Al Capone. Whitaker, lo que el viento se llevó.
En el año 1932, Charles Lindbergh, ingeniero y piloto, era probablemente el hombre más famoso de los Estados Unidos. Y así fue durante mucho tiempo. Héroe nacional, fue el primer aviador que cruzó el Atlántico en solitario y sin escalas de oeste a este en 1927. Cuando aterrizó en Le Bourget, más de 100.000 personas rompieron en un aplauso cerrado. La aviación moderna arrancaba con un acto heroico. Todos los que lo habían intentado antes, habían muerto.
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