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La guerra del Real Madrid en Valencia: el rencor de España contra Vinícius y la justicia ciega
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Ángel del Riego

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La guerra del Real Madrid en Valencia: el rencor de España contra Vinícius y la justicia ciega

El Real Madrid sufrió el arbitraje de Gil Manzano en Mestalla con un gol final que desapareció gracias a la actuación del colegiado. Vinícius Júnior volvió a ser juzgado en el estadio che

Foto: El delantero brasileño, durante el partido. (EFE/Biel Aliño)
El delantero brasileño, durante el partido. (EFE/Biel Aliño)

La madre le coge al niño la frente y le besa: ya pasó hijo, ya pasó. Todo está bien. No te preocupes. Nunca volveremos a Valencia. El miércoles jugaremos contra el Leipzig. En el Bernabéu, nuestra casa. En Europa, nuestro hogar. Con nuestras normas y el silencio de nuestro público que para nosotros es la radiación primigenia del universo. Lo mejor de Valencia, es la carretera hacia Madrid, decía Alfredo Di Stéfano, general en jefe, cuyos gestos y palabras crearon el relato merengue.

Siempre hay cuentas pendientes en la capital del Turia. El fútbol se alimenta de emociones entre el amor y la guerra: venganzas, despechos, rencores eternos, pequeños desprecios y grandes aspavientos. El último collar de la cuenta fue el asunto Vinícius. Ya saben. La España provincial (o sea, todo lo que no es el barrio de Chamartín) decidió que un chico negro con una sonrisa como un saco de perlas no podía hacerle un túnel a un honrado canterano.

Iba por ahí provocando a los sencillos jugadores de la España plural; ellos, que dignifican el fútbol. Y parecía reírse de esas aficiones que apenas pueden llegar a fin de mes. Regate tras regate, patada tras patada, Vinicius se convirtió en el amuleto antimadridista que la liga del rencor llevaba un tiempo buscando. El brasileño era una perversión de las normas. Vale que el Madrid pueda ganar, pero que encima no disfrute. Y menos con ese tipo de humillaciones. Al fin y al cabo los caños y las gambetas las repitan a todas horas en las televisiones. Y madre y padre no tienen por qué soportar que un desclasado con la camiseta blanca ponga en entredicho el honor de la familia.

placeholder Vinícius, otra vez en el foco. (EFE/Biel Aliño)
Vinícius, otra vez en el foco. (EFE/Biel Aliño)

El rival siempre es el Madrid

Los equipos que no son el Madrid se alimentan de ese honor. El orgullo comarcal. La pulsión del ser. Da igual el Atleti o el Athletic, el Mallorca o el Sevilla. El sentido de pertenencia lo es todo, y más cuando los títulos y la belleza del juego, siempre están en otra parte. Y el sentido de pertenencia necesita de un rival para levantar murallas frente a él, para consolidar el grupo y para perdonarse a sí mismo. Y ese rival siempre es el Madrid. Así está configurado el estado en España y el estado no es más que el correlato legislativo de la arquitectura mental de un pueblo.

Mono le llamaron las masas ché a Vinícius el año pasado. Y en muchos otros campos fue el mismo cántico orquestado; pequeñas variaciones pero fondo idéntico. Es una blasfemia, pero la blasfemia está permitida ante una iglesia blanca que —se supone— todo lo maneja y todo lo pervierte. Así se mira el Madrid y así se perdonan los pecados que se cometen contra él. Alrededor de Vinícius se levantó esa confusión tan ibérica, que iguala víctima y verdugo en un mismo baile envenenado.

placeholder Vinícius volvió a marcar. (AFP7)
Vinícius volvió a marcar. (AFP7)

Es maravilloso, porque el Madrid siempre decanta la situación, lleva al límite la psique de la masa rival y acaba poniéndola ante un espejo. Quien quiera saber lo que es España, que mire la forma de comportarse del antimadridismo. Lo que es España en su parte oscura, reptante, lo que se oculta a las visitas. Cada país tiene una corriente subterránea que solamente algunos artistas logran detectar.

Aquí es el Madrid el que hace emerger el río de lodo. Luego pasan los blancos y vuelve la máscara. Aquellos momentos de Figo y el cochinillo en el Camp Nou, estadio que pasaba por exquisito y únicamente amante de lo sublime. Señores de Barcelona de clase alta haciendo la yidah. Una guerra santa de fin de semana una vez al año. Malo para el cutis pero ideal para ventilar un corazón lleno de roña.

Ese era el ambiente del principio del partido entre el Valencia y el Madrid. No exactamente de alegría por ver un espectáculo, incluso de alegría feroz, que es el mejor combustible del fútbol. No, no era eso, era un rencor a la que salta. Un linchamiento en la medida de lo posible. Una electricidad desde el despecho. Pero dentro de las normas. Algo que pasa constantemente y a lo que este Madrid del tercer año de Ancelotti, no se acaba de acostumbrar.

Muchas cuentas pendientes

Los últimos partidos parecen todos eliminatorias de Copa del Rey. El Madrid comienza tranquilo, con una arrogancia clásica de quien se cree por encima de los avatares del fútbol. Ya vendrán, piensan. Impondremos poco a poco nuestra clase, nuestra belleza. Somos los dueños del fútbol y también del azar. La morosidad de Ancelotti ha contagiado al grupo. Siempre pasa y hay un momento en las temporadas en que esa autoconfianza es de cartón piedra. Ya no es un western de John Ford, ahora es un péplum rodado en cinecittá donde los héroes dan discursos tan huecos como las columnas de la ciudad.

Kroos es siempre el diapasón del equipo y parecía más oxidado que de costumbre. En estos casos subraya en exceso los pases y gestos de mando, como si tuviera una intención pedagógica. Corriendo hacia atrás parece querer salir de una pesadilla y le falta aire para llegar a su destino. Los primeros minutos pasaron así. Con una amenaza latente y ese dominio banal. Poca velocidad de distribución. Un fútbol canónico y aburrido, sin cristales ni filo. Vinícius chocándose contra las olas sin poder surfear ninguna. Los comentaristas hablaban de dominio blanco cuando acto seguido llega el erro burdo del brasileño en el área propia y el gol en contra. Comienza el partido.

placeholder El futuro de Kroos, en el aire. (EFE/Kai Forsterling)
El futuro de Kroos, en el aire. (EFE/Kai Forsterling)

El Madrid se quedó aturdido. Fue uno de esos momentos de fin de raza en el que cada jugador persigue con saña su propia parodia y que se dan con cierta frecuencia en el equipo blanco. Los comentaristas aúllan sin disimulo y el público se suma encantado a la batalla. Llegó otro gol en un erro aún más grosero, un pase horizontal en campo propio, el pase del miedo, que era lo único que por entonces hacían los merengues. Era un 2 a 0 y de repente, un equipo lleno de jóvenes parecía respirar el aire envenenado de la aristocracia más decadente de Europa.

El partido entra y sale de la guerrilla, no hay razón ni fórmula y la única ley es el insulto que surge de la grada. No es este Madrid como aquel de Mourinho, feliz en la guerra de trincheras. No está suficientemente hilvanado —como aquel de Zidane— para dominar desde la tranquilidad. Tiene jugadores que rozan lo genial, pero no de los que caen a plomo sobre el partido. Pero no ceja y es orgulloso.

Guerra de guerrillas

En la última jugada de la primera parte, Carvajal y Vinícius, los dos que la habían liado, cosieron el primer gol blanco un poco a la madridista. Centro agónico por banda al corazón del área y entre los sargazos, surge uno que tiene más fe con la camiseta blanca. Se arrastra, le pega con cualquier parte del cuerpo y es gol. La segunda parte no fue un estropicio, aunque ningún jugador del Madrid estuvo ni siquiera cerca de lo que se dice que son.

El Valencia juega sencillo y a palos, es un equipo de mitad de tabla que tiene mentalidad de equipo de mitad de tabla. En el minuto 50 ya hubiera firmado el empate y estuvo toda la segunda parte intentando que esa certeza cayera lo más tarde posible. Lo consiguió a duras penas.

Vinícius volvió a marcar de cabeza, de una forma rara, lo que es una gran noticia. Dos goles del brasileño que parecen del Cristiano más arrabalero. Justo eso es lo que se le pide a la gran figura. Si brilla, que oculte el sol. Si está opaco, que marque los goles torcidos y apañe el marcador. El gol de Vinícius se auscultó minuciosamente en el VAR no sea que hubiera falta previa un poco antes, en el siglo XVIII. Quizás hasta se miró el gol de Mijatovic, ya saben, fuera de juego y a partir de entonces todo lo que haga el Madrid, es ilegal.

placeholder Bellingham acabó expulsado. (Reuters/Albert Gea)
Bellingham acabó expulsado. (Reuters/Albert Gea)

Entre el barullo y las taifas del final, hubo un largo tiempo de prolongación. Con muertes, con resurrecciones y con el horror de una lesión donde la rodilla se tuerce para el lado que no es. El último minuto fue un poema. Fue algo narrado desde el primer instante. Todo estaba preparado para el gol del Madrid y para su posterior revisión en el juicio final del VAR. Hubo un córner y un rebote y del rebote Brahim metió un centro de esos que únicamente pueden salvar al mundo o condenarlo. El gol estaba en todas las gargantas porque Bellingham había saltado más de cuatro metros. Y justo un fotograma antes de que el inglés cabeceara, sonó el pitido del árbitro.

Lo imposible, que diría Bayona. Lo inaudito, que dijo Ancelotti. El tipo de suceso que inicia una guerra mundial. La ley contra el Madrid ha dado un paso más. Del renacimiento hemos pasado al manierismo. Fue gol de Bellingham al que se expulsó inmediatamente. El inglés es como un hispanista intentando desentrañar desde dentro la leyenda negra. Una cosa más: el caso Rodrygo.

Su inexistencia en el partido fue atronadora. Alguno se preguntaba si seguía cobrando del Madrid. Su voluntad artística lo ha convertido en intrascendente. Cuando los goles dejaron de manar de su pequeño cuerpo, hizo acto de presencia la voluntad. Y la voluntad para el artista es un saco de piedras; una máscara rígida que convierte en obvio lo que era sublime. Rodrygo es y será el genio de las segundas partes. La responsabilidad de la titularidad le atora el mecanismo. Sobre esto habrá que hablar más. Hoy solamente un esbozo. Porque el miércoles es el comienzo de la temporada. O quizás sea el final. De los jugadores de este Madrid inestable, dependerá.

La madre le coge al niño la frente y le besa: ya pasó hijo, ya pasó. Todo está bien. No te preocupes. Nunca volveremos a Valencia. El miércoles jugaremos contra el Leipzig. En el Bernabéu, nuestra casa. En Europa, nuestro hogar. Con nuestras normas y el silencio de nuestro público que para nosotros es la radiación primigenia del universo. Lo mejor de Valencia, es la carretera hacia Madrid, decía Alfredo Di Stéfano, general en jefe, cuyos gestos y palabras crearon el relato merengue.

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