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Messi, cantado por el mundo entero: rey del Mundial hecho contra Europa y el Madrid
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GANADORES EN QATAR

Messi, cantado por el mundo entero: rey del Mundial hecho contra Europa y el Madrid

Los argentinos que han pasado por el club siempre han priorizado antes a la selección, solo hay que ver a Di María. El caso opuesto es Fernando Redondo, que renunció a ella en 1997

Foto: Messi llega a Buenos Aires con la Copa del Mundo. (EFE/Raúl Martínez)
Messi llega a Buenos Aires con la Copa del Mundo. (EFE/Raúl Martínez)

Primera semana de celebración en Argentina. Esta ha sido por la Copa del Mundo. La siguiente será por Leo Messi y abarcará una fase lunar. Luego vendrá la importante, los festejos que los argentinos se hacen a sí mismos: "Los acá nos". Nosotros, nosotros y la nuestra flotando sobre un mundo que no nos comprende. Esos festejos durarán hasta el próximo equinoccio, con posibilidad de alargarse indefinidamente. Las masas que hemos visto sitiando Buenos Aires, cuatro millones de almas peregrinando por su memoria, seguirán ahí. Las camisetas habrán perdido color, algunas infraestructuras se habrán desplomado, en los viaductos, en las gigantescas autopistas, en las plazas, en el obelisco, convivirán los vivos y los muertos trotando al mismo paso mugriento con el que Messi destrozó el Mundial. Los caminos a la rutina quedarán sellados. Argentina será, por fin, Sudamérica. Una Sudamérica perfecta, imaginada en los documentales anglosajones. Un país sin futuro, ni estructura: solo presente. Cantos afilados, deseo, gambeta y la eterna conversación como alimento. No trates de entenderlo.

El madridista ve esto y siente celos. Piensa que el único culto permitido debería ser el de la Copa de Europa, y la única religión, la blanca. Argentina usurpa de vez en cuando esas palabras enormes que absorben la luz como un monstruo abisal. Con una diferencia: los argentinos saben exteriorizar su alegría hasta más allá del delirio. Recordemos: es Sudamérica y la razón quedó a este lado del Atlántico. El madridista tiene un día de vértigo —el de la final—, otro de descanso —el siguiente a la victoria— y el lunes, otra vez en el trabajo, se dedicará a imaginar los diferentes futuros del Madrid entre la insolencia y el hastío. Por eso, el madridista desconfía del jugador argentino en los momentos en los que amanece un caudillo de los de allá: de los capaces de regatear al mundo por el placer de burlarse de él. Porque la selección Argentina se convierte de nuevo en una religión.

placeholder Di María saluda a los aficionados tras ganar el Mundial. (Reuters/Vincent West)
Di María saluda a los aficionados tras ganar el Mundial. (Reuters/Vincent West)

El Madrid es un culto monoteísta lleno de santos y de vírgenes, y permite pequeñas disidencias en momentos señalados. Modric en Croacia —un país fascinante e inocuo, parido por la madre Yugoslava— es un icono, y entona siniestras canciones de patria con sus camaradas. Lo da todo por su país, como lo da todo por el Madrid, su otra nación. Pero una vez que vuelve al Madrid, se apaga la música ustacha. Croacia solo le pide fragor y genio en lo que duren las batallas, ni un minuto más. Argentina, no. El culto a la albiceleste es una corriente de fondo que arrastra a sus jugadores. Di María, por ejemplo, tuvo una bifurcación en su carrera tras ganar la Copa de Europa del 2014. Algo muy normal. El Madrid pone a prueba a sus mejores hombres para comprobar su resistencia, su madridismo, su genuflexión a la camiseta blanca. Mientras estaba con la selección argentina, recibió una carta con el escudo Real. Ni siquiera la quiso abrir. Sabía que los directivos del club de Chamartín, le querían presionar para que no jugara más en el Mundial, estaba semilesionado y el Madrid no desea que sus activos se devalúen, sobre todo si se quieren vender, cosa que Di María sospechaba.

Poner a Argentina por encima

Di María puso a su selección por encima del Madrid y enfiló la puerta de salida. Siguió su camino huidizo por media Europa y su carrera desapareció en la niebla. Hasta la final del otro día. Esto, por supuesto, es el relato que hace Di María de su marcha del club blanco. La realidad es que en Inglaterra le ofrecieron el doble de plata y él se piró. Pero para explicarlo alude a un choque entre equipos de niveles diferentes. Para él, la selección es su corazón y es a quien responde, y el Madrid, un equipo grande que paga bien, lleno de hinchas que parecen oficinistas de alguna consultoría. Un argentino cuando está embreado de selección, a la mínima dificultad, se irá del Madrid. No será ungido en el altar del Bernabéu ni sabrá resistir los malos vientos. En el lado contrario están Alfredo Di Stéfano, al que un día Bernabéu miró fijamente durante cinco segundos y le persuadió para que jugara con España (un fracaso, por otra parte) y Fernando Redondo, que renunció a la albiceleste por pura chulería. Dos argentinos cuya masa atómica representa la mitad del Santiago Bernabéu.

Enzo Fernández. El único fichaje factible (para el Madrid) de la selección argentina. El otro es Julián Álvarez, pero está en el regazo de Guardiola, uno de los pocos sitios del mundo donde el Real no tiene invitación para entrar. Enzo juega en el Benfica, tiene 21 años y cuesta 120 millones. Tiene pase, furia y llegada, pero en una selección enterrada dentro de Messi no es posible dirimir su genio o su carisma.

En Inglaterra hay un cisne: Jude Bellingham. 19 años, zancada de personaje histórico, mirada levantada hacia el horizonte. Es sutil y devastador en la misma jugada. Tiene un aire a Zidane, con menos recovecos y en el área pisa como Henry. No remite a ningún jugador Inglés y sí a los mestizos geniales nacidos en Francia. Su precio ya sobrepasa al de la deuda española, así que en el Madrid acabarán diciendo que se lesiona demasiado. Desde luego, en las jugadas que se cuelan en la imaginación, no tiene competencia.

placeholder Enzo Fernández fue el mejor jugador joven del Mundial. (EFE/Rodrigo Jiménez)
Enzo Fernández fue el mejor jugador joven del Mundial. (EFE/Rodrigo Jiménez)

¿Un hipotético regreso de Achraf?

Alemania abortó su paso por el Mundial con cierta desidia. Quedaron dos nombres sobre las aguas estancadas: Musiala y Havertz. El primero suena mucho, suena para todos los días, pero está en el Bayern de Múnich. Otro lugar prohibido. Kai Havertz es un genio que no tiene puesta esa etiqueta. Le ganó una Champions al Chelsea, pero su pisada en la final resultó indeleble. Jugador extraño, alto y delgado como una presencia espectral, lleva un aristócrata cosido a su rostro y a su juego. Extremo, falso 9 o mediapunta, son los muchos nombres del genio desclasado. Dueño de una pegada exquisita, no se sabe si es viejo o joven ni cuanto tiempo latirá su corazón. Cuando sale al campo, se hace necesario mirarle, y juega donde Benzema se está agotando.

De la guarida de Croacia salió Gvardiol, el hombre enmascarado. El defensa del futuro, gritaban en las calles, pero disfrutó de un affaire con Messi en las semifinales, donde estuvo cerca de pedirle un autógrafo. Con eso fue suficiente.

En Marruecos está Hakimi, dueño de la banda derecha de este Mundial y canterano del Madrid. Este español de origen marroquí fue vendido en subasta para pagar la remodelación del templo. Es una pena. Su velocidad y su técnica son necesarias. Marruecos le ha enseñado a defender los pasillos interiores, elevándolo de carrilero a lateral, de corredor de fondo a verdadero jugador. Pero está en el PSG, la gran centrifugadora de dinero de Europa occidental. Caso cerrado.

placeholder Achraf completó un Mundial tan bueno como el de Marruecos. (Reuters/Vincent West)
Achraf completó un Mundial tan bueno como el de Marruecos. (Reuters/Vincent West)

Football unites the world. Esa fue la canción oficial del Mundial. Desde luego, Messi es cantado en los cinco continentes. Incluso los hielos antárticos se deshacen en lágrimas por él. Es el rey. No tiene la culpa de la trastienda oscura del fútbol, aunque se beneficie de ella. En esta Copa del Mundo, la estructura ha quedado al descubierto: la compra del Mundial por parte de la dictadura catarí. Compra hecha a mayor gloria del departamento de guerra francés, la nación que supuestamente lucha en sus márgenes contra el fundamentalismo islámico. Un fundamentalismo que se hace carne y propaganda en Qatar, lugar perfecto para los futbolistas, como reconoció Xavi Hernández en sus míticas declaraciones. Occidente utilizó para lavar su conciencia el brazalete arcoíris, pero Qatar dijo que no, y nada más se supo. Hasta ahí llegan los símbolos. Hasta que se pierde algo real al sacudirlos en alto. Un futbolista en Irán puede ser condenado a muerte por participar en protestas contra el gobierno. Tuvo mala suerte ese hombre, porque el cupo de hipocresía ya estaba saciado, le cayó la condena en cuartos de final y la gente ya solo quería ver el duelo que se avecinaba entre las estrellas del PSG.

De entre las curiosidades del Mundial está el comprobar cómo el discurso de Le Pen y los partidos xenófobos de extrema derecha europea coincide en esencia con el de la selección que levantó la bandera (palestina) de la lucha contra el colonialismo: Marruecos. Sus jugadores eran marroquíes nacidos a lo largo y ancho de Europa. Eran sus madres, su religión y la memoria de sus antepasados lo que les llenaba, transformaba su espíritu y los convertía en algo diferente a esos autómatas europeos que fían su identidad al triste DNI.

Al final es el frío. Europa está hecha de frío y de distancia. Los edificios oficiales se derrumban cuando no son despiadados. Europa no está herida (no todavía) y solo las naciones heridas provocan ese temblor que se confunde con la verdadera patria. Eso alimenta al fútbol por debajo, y también Argentina se llora a sí mismo llena de polvo y exaltación patriotera. Pero por encima está la estructura, lo que la vieja Europa construyó durante años. Lo que ahora se desprecia en las columnas dominicales. La estructura como trasunto de la ley. Y la ley, en Qatar, también está en entredicho. Otros tiempos, otros valores, el mismo fútbol. El PSG, campeón del mundo. Lo que nunca consiguió el Madrid.

Primera semana de celebración en Argentina. Esta ha sido por la Copa del Mundo. La siguiente será por Leo Messi y abarcará una fase lunar. Luego vendrá la importante, los festejos que los argentinos se hacen a sí mismos: "Los acá nos". Nosotros, nosotros y la nuestra flotando sobre un mundo que no nos comprende. Esos festejos durarán hasta el próximo equinoccio, con posibilidad de alargarse indefinidamente. Las masas que hemos visto sitiando Buenos Aires, cuatro millones de almas peregrinando por su memoria, seguirán ahí. Las camisetas habrán perdido color, algunas infraestructuras se habrán desplomado, en los viaductos, en las gigantescas autopistas, en las plazas, en el obelisco, convivirán los vivos y los muertos trotando al mismo paso mugriento con el que Messi destrozó el Mundial. Los caminos a la rutina quedarán sellados. Argentina será, por fin, Sudamérica. Una Sudamérica perfecta, imaginada en los documentales anglosajones. Un país sin futuro, ni estructura: solo presente. Cantos afilados, deseo, gambeta y la eterna conversación como alimento. No trates de entenderlo.

Leo Messi Mundial de Qatar 2022
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