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¿Qué buscamos exactamente cuando practicamos sexo?
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¿Qué buscamos exactamente cuando practicamos sexo?

El psicoanalista Darian Leader sostiene que el sexo siempre es mucho más: fantasía, ansiedad, culpa, venganza, violencia, amor... Este es un extracto de su último libro 'Nunca es solo sexo' (Sexto Piso)

Foto: Fotograma de 'Shame', con Michael Fassbender, película estrenada en 2012
Fotograma de 'Shame', con Michael Fassbender, película estrenada en 2012

Un corredor de bolsa de la City se fijaba el mismo objetivo todos los meses, muy por encima del que su jefe esperaba de él, y casi siempre lograba cumplirlo, a pesar de la volatilidad de los mercados y de la recesión económica. Cuando no lo conseguía, se conectaba a alguna app de citas y quedaba con alguna desconocida para ir de copas y practicar sexo. Siempre decía las mismas cosas intrascendentes mientras bebían y seguía la misma rutina cuando llegaba el momento: penetración mecánica, hidráulica, casi sin preliminares, eyaculación y, acto seguido, un rápido e insensible mutis por el foro. Durante el sexo, evitaba el contacto visual y no dejaba de pensar en la rentabilidad que no había podido alcanzar con sus operaciones de compra y venta. De vuelta en casa, se tomaba un Trankimazin y se dormía sin pensar para nada en la persona con la que acababa de estar.

Ante un caso así, podríamos preguntarnos: ¿para qué necesitaba el sexo? ¿Acaso simplemente era, como el Trankimazin, una forma de automedicarse, de calmar una ansiedad y la aguda sensación de desasosiego que le producía el hecho de no haber podido controlar los mercados? ¿Era un intento oculto de comunicarse con otro ser humano que, inevitablemente, fracasaba una y otra vez..., o quizá un acto hostil del que él no era consciente? Cuando le pregunté por el número en sí, por la cifra que él se consideraba obligado a generar mes tras mes, me explicó que aquella había sido la rentabilidad más alta lograda por un corredor estrella de la firma en la que trabajaba anteriormente. Era la meta numérica que él se había autoimpuesto desde entonces, y nada por debajo le resultaba ya aceptable.

Los actos de sexo que tenían lugar cuando él fracasaba difícilmente podían entenderse, pues, como expresiones de un instinto sexual básico, sino como algo muy distinto: como tratamientos para el hecho de no haber podido igualarse (en cierto sentido) con otro hombre. Esto, desde luego, podía tener una interpretación sexual —¿había algún tipo de deseo o de celos entre ellos?—, pero su acto heterosexual era una representación en la que el sexo estaba cumpliendo otra función menos obvia. La naturaleza repetitiva e invariante de la secuencia indicaba que la identidad de la mujer no era importante para él, y que lo que se representaba ahí en cada una de aquellas ocasiones era otra cosa: algo que parecía sexo, pero que nunca era solo sexo.

Habrá quien vea en esto algún tipo de extraña inversión del psicoanálisis. Los psicoanalistas teníamos fama de ver sexo en todo: toda clase de síntomas físicos y psíquicos se explicaban en términos de deseos sexuales inconscientes, lo que significaba que, si te encontrabas con un analista en un cóctel, tenías que ir con cuidado con lo que dijeras. El sexo era el secreto sobreentendido de casi cualquier cosa, y condicionaba tanto las relaciones personales como los grandes dramas sociales de la guerra, la política y la cultura. Pero, como el crítico estadounidense Kenneth Burke se preguntaba ya en los años treinta del siglo XX, ¿y si el sexo en sí fuese una pantalla que encubriera otras motivaciones, más importantes incluso? Cuando se dice, por ejemplo, que los hombres piensan cada siete segundos en sexo, ¿no estarán pensando realmente en otra cosa, o mejor dicho, no podría ser que ese pensar en el sexo fuese una manera de desviar su atención de otros pensamientos menos aceptables?

El consumo mundial de pornografía se dispara en el tramo final del domingo y se mantiene en niveles elevados durante todo el lunes

En investigaciones posteriores, se comprobó que aquellos siete segundos eran, más bien, una hora y media, y que, en un sentido más general, los pensamientos relacionados con la comida eran igual de significativos, si no más. Esto dependía, como es obvio, de la fase de la vida en la que estuviera una persona —primera infancia, adolescencia, tercera edad—y de otros muchos factores, pero llevaba aparejada consigo la pregunta: ¿en qué pensamos en realidad cuando pensamos en sexo? Todo el mundo sabe que, cuando pensamos en comida, rara vez nos estamos limitando a pensar en comer: comemos o pensamos en hacerlo cuando nos sentimos descontentos, incómodos, preocupados, nerviosos o solos. ¿Ocurre lo mismo con el sexo?

El consumo mundial de pornografía por internet se dispara en el tramo final de las noches de domingo y se mantiene en niveles elevados durante todo el lunes, que es el día en que la mayoría de las personas vuelve al trabajo y, cabe suponer, se tiene que enfrentar a problemas y presiones de los que había estado a cubierto durante el fin de semana. En las oficinas, los empleados masculinos concentran 63% del consumo de porno, y las empleadas, 36%. Es muy posible que la apelación pornográfica a las imágenes sexuales tenga un fin analgésico, y los estudios sobre sexualidad llevados a cabo en el siglo XX han venido a aumentar la complejidad de esta cuestión, pues dan a entender que los seres humanos carecemos en realidad de un instinto sexual innato orientado a la copulación. Los cuerpos no son como pedernales que chispean y se encienden cuando se frotan entre sí, pues son muchas las condiciones, preferencias e indicios o señales que necesitamos siquiera para excitarnos.

placeholder 'Pobres criaturas' otra película que abunda y reflexiona sobre el sexo
'Pobres criaturas' otra película que abunda y reflexiona sobre el sexo

Las frecuentes comparaciones de nuestras vidas sexuales con las de los animales —"lo hacen como conejos"—no son de ninguna ayuda en este punto, pues la conducta animal no siempre es tan automática e instintiva como se podría suponer. Si las ovejas comienzan a estar capacitadas para tener sexo a los pocos días de haber nacido, los chimpancés machos pueden necesitar meses o incluso años de práctica para ser capaces de funcionar sexualmente, pues, de hecho, todos los simios machos se enfrentan a curvas de aprendizaje pronunciadas en este terreno. Los largos períodos en una jaula compartida pueden reducir las probabilidades de los contactos sexuales, y las preferencias e incluso los estilos sexuales pueden impedir en algunas especies la práctica indiscriminada del coito. La vieja idea de que la sexualidad es una fuerza animal que bulle en nuestro interior y que pugna por liberarse de otras fuerzas (sociales) que la reprimen tiene poca base empírica en la que sustentarse, pues incluso un aparente comportamiento copulatorio excesivo podría estar indicándonos más frustración que impulso sexual.

Los biólogos y los etólogos sostenían ya en los años cuarenta y cincuenta del siglo XX que, si bien la mayoría de los mamíferos inferiores tienen instintos sexuales muy regidos por las hormonas, ese no es nuestro caso, y que los factores psicológicos pueden inhibir o detener la expresión hormonal y, con ello, retrasar la pubertad o interferir en la maduración sexual. Lo que nos empuja a buscar sexo es algo mucho más complejo que un simple motor endógeno, y tiende a responder más a procesos sociales que a otros de carácter biológico innato. Cuáles pueden ser esos procesos es uno de los temas que exploraré en este libro, además de la cuestión —más general— de cuál es el lugar que posiblemente ocupa el sexo en nuestras vidas y, sobre todo, de qué estamos haciendo realmente cuando lo practicamos.

Los estudios científicos sobre el sexo que le buscan una explicación conectando a las personas a algún aparato de medición mientras ven películas pornográficas o copulan tienden a arrojar resultados decepcionantes, porque descuidan la dimensión del significado o sentido, que tan central posición ocupa en las interacciones humanas. El hecho de que experimentemos una penetración, por ejemplo, como un acto de posesión, de amor o de explotación, da a ese acto un significado que difícilmente podemos ignorar o negar. Cuando alguien dice algo como "fue solo sexo, no significó nada", ya nos está demostrando la importancia que el sentido tiene en todo este proceso, aun cuando tal significado sea difícil —imposible incluso— de medir.

Más fácil resulta, desde luego, contar orgasmos; los estudios científicos y la pornografía vienen a compartir así un mismo enfoque: tanto los primeros como la segunda divorcian el sexo de su sentido y de la cuestión de las lealtades que posiblemente definen los apegos humanos. A fin de cuentas, en el porno, los personajes jamás muestran lealtad alguna hacia nadie: no renuncian al sexo por ningún compromiso previo; tampoco los sujetos de los experimentos científicos son incluidos en ellos si se niegan a ver lo que se les pide que vean o a actuar como se les pide que actúen. Los impulsores de diversos proyectos recientes dirigidos a crear una pornografía emancipada —o lo que podríamos llamar un "porno paritario"— parecen no haberse dado cuenta de esto; lo único que les haría falta para conseguir su objetivo declarado sería que sus personajes dijesen en algún momento "ahora no" o "contigo no".

Miles de mujeres reconocieron sentir dolor durante el sexo, solo tres habían sido capaces de pedirle a su pareja que tuviera más cuidado

La cultura de ligue y sexo a la fuga que internet ha propiciado tan abundantemente en los últimos años anima a sus practicantes a convertir su actividad sexual en algo muy parecido al porno o a un estudio científico: simples operaciones físicas sobre las superficies cóncavas y convexas de un cuerpo humano. Pero el dolor, la pena, el remordimiento y la sensación de vacío que acompañan a esos picos de excitación nos muestran que es mucho más lo que se pone en juego. Los deseos sexuales de una persona y lo que termina haciendo realmente cuando se encuentra con otra suelen ser cosas descomunalmente diferentes, y el margen de separación entre lo uno y lo otro lo llena la fantasía. Pues bien, ¿cómo se forman nuestras fantasías y que efectos producen en la vida sexual?

Y si las vidas sexuales de la mayoría de las personas comienzan por la fantasía, ¿qué puede prepararnos para el choque de cuerpos que se producirá finalmente? ¿Por qué la satisfacción está tan pocas veces a la altura de la excitación? ¿Qué significa que alguien nos penetre y por qué no solo penetramos, sino que también apretamos, acariciamos y besuqueamos otros cuerpos? ¿Por qué presionamos la piel y la musculatura? ¿Por qué mordemos, arañamos y estrujamos? En los estudios sobre la conducta sexual, no se ha encontrado ninguna sociedad humana en la que la violencia esté ausente de las relaciones sexuales y en la que la una y las otras no compartan vocabulario. La palabra "forzar" es el verbo más comúnmente utilizado en el mundo para describir actos sexuales, y también está muy extendido el lenguaje de la dominación, la posesión y la conquista.

Incluso en los grandes manuales sexuales de Oriente, como el Kamasutra, se describe el sexo como una forma de combate y se detallan pautas varias de ataque y defensa, el ángulo y la posición de los puños que golpean y la diversidad de marcas que las uñas y los dientes dejan en el cuerpo. Las señales ungueales se clasifican en categorías como "medias lunas", "círculos", "hojas de loto" y "garras de tigre", mientras que las marcas dentarias se describen como de "colmillo de elefante", "nube quebrada", "mordedura de jabalí" o "línea de joyas". A cada uno de los amantes se le anima a responder a la violencia con violencia, pero también a tener cuidado de no hacer daño, pues su excitación puede hacerles perder la conciencia de la dureza de sus golpes.

placeholder Esculturas inspiradas en el kamasutra en uno de los templos del centro de la India. (EFE/Luis Ángel Reglero)
Esculturas inspiradas en el kamasutra en uno de los templos del centro de la India. (EFE/Luis Ángel Reglero)

A los primeros investigadores del sexo les costó mucho racionalizar el lugar que en él ocupaba el dolor. En Estados Unidos, cuando Alfred Kinsey y sus colaboradores publicaron sus trabajos pioneros sobre la sexualidad masculina y femenina a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta del siglo XX, muchos de sus entrevistados consideraban el sexo algo "asqueroso", "desagradable", "repugnante", "salvaje", "doloroso", "agotador" o "insatisfactorio". Y cuando William Masters y Virginia Johnson estudiaron la actividad sexual en la década de los sesenta, las miles de mujeres con las que hablaron dijeron sentir dolor durante el sexo en casi todos los casos, y sin embargo, solo tres se habían visto capaces de pedirle a sus parejas que tuvieran más cuidado (ni una sola de ellas les había dicho que pararan).

Actualmente, aunque pueda parecer que todo ha cambiado, el hecho de expresar algún tipo de incomodidad o de dolor durante el sexo sigue siendo algo muy estigmatizado, sobre todo en las mujeres. No se trata solamente de que no quieran herir los sentimientos de un amante, sino que, en no pocos casos, pueden estar corriendo un riesgo real de provocar una respuesta de mayor violencia, algo que no deja de ser una realidad cotidiana para probablemente la mayoría de las mujeres del mundo. Entre una cuarta parte y la mitad de las mujeres que viven en países que disponen de datos al respecto dicen haber sufrido abusos físicos de su pareja o expareja. Y el hecho de que muchos casos de violencia no se denuncien (o no se puedan denunciar) nos da a entender que incluso esas impactantes estadísticas deben de quedarse bastante cortas en realidad.

En mi práctica como psicoanalista, continuamente me encuentro con personas adultas que jamás han practicado sexo si no estaban borrachas, como si las actividades físicas, los procesos y la sensación de amenaza relacionados con la práctica sexual fueran demasiado perturbadores para afrontarlos sin anestesia, incluso aunque la pareja sea una persona cariñosa y considerada. Por mucho que se diga a veces que la esencia del sexo es la comunicación, seguramente se trata de una de las facetas de nuestras vidas en las que, de hecho, menos tendencia tenemos a comunicar lo que realmente estamos sintiendo y pensando. Pero, entonces, si podemos decidir no practicarlo, ¿por qué lo practicamos?

Un corredor de bolsa de la City se fijaba el mismo objetivo todos los meses, muy por encima del que su jefe esperaba de él, y casi siempre lograba cumplirlo, a pesar de la volatilidad de los mercados y de la recesión económica. Cuando no lo conseguía, se conectaba a alguna app de citas y quedaba con alguna desconocida para ir de copas y practicar sexo. Siempre decía las mismas cosas intrascendentes mientras bebían y seguía la misma rutina cuando llegaba el momento: penetración mecánica, hidráulica, casi sin preliminares, eyaculación y, acto seguido, un rápido e insensible mutis por el foro. Durante el sexo, evitaba el contacto visual y no dejaba de pensar en la rentabilidad que no había podido alcanzar con sus operaciones de compra y venta. De vuelta en casa, se tomaba un Trankimazin y se dormía sin pensar para nada en la persona con la que acababa de estar.

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