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Así sobreviví a las drogas y demás infiernos de la Factory de Warhol
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Así sobreviví a las drogas y demás infiernos de la Factory de Warhol

Ofrecemos un adelanto de 'Swimming underground' (Reservoir Books), libro en el que Mary Woronov relata sus experiencias juveniles con Andy Warhol, la Velvet y su círculo más íntimo

Foto: Andy Warhol en los sesenta. (Getty/Weegee/International Center of Photography/Arthur Fellig)
Andy Warhol en los sesenta. (Getty/Weegee/International Center of Photography/Arthur Fellig)

Gerard levantó la gran jeringa de plástico rosa por encima de su cabeza y empezó a dar vueltas lentamente hasta que se dejó caer sobre una rodilla. Tendí un brazo hacia él, enroscando la mano por la cara interna del codo mientras mi cuerpo se contorsionaba al ritmo de Heroin. En el techo giraba una vieja bola de espejos, sus puntos de luz saltando de un bailarín a otro como almas en pena en busca de un huésped. Los rostros enormes de las reinas dementes y las superestrellas devastadas llenaban la pared detrás de nosotros como gigantes asomados a una caja de danzarines liliputienses, pero sus voces distorsionadas y sus expresiones atónitas eran solo las proyecciones de las películas experimentales de Warhol.

Miniaturizada por los dientes de Mario Montez manchados de pintalabios, como un puñado de insectos que acabaran de salir de su boca, los de la Velvet Underground tocaban con gafas de sol envolventes. Fue en el Dom, un salón de baile polaco en el East Village donde Andy presentó su espectáculo Exploding Plastic Inevitable para que los de la Velvet tuvieran un sitio donde tocar; Dios sabe que nadie más los contrataba. De pronto Gerard se alejó de mí bailando, sacudiendo su pelo rubio, solo para retroceder enseguida otra vez, como en contra de su voluntad, y nos tocamos, aunque fugazmente. Desear era mejor que poseer, mirar era mejor que ser: era la tierra de los reflejos. Como un Pigmalión, Gerard me vestía con pantalones de cuero negro a juego con los suyos y me daba un látigo negro como el suyo para bailar.

Me había comprado brazaletes estrafalarios que parecían collares de gato con tachuelas y me escribía poemas; poemas que, según Andy, sonaban igual que los poemas que escribía a las otras chicas por las que se colaba. Aun así, iba con él a todas partes. Me quedé dormida durante los cánticos de Allen Ginsberg, no tuve nada que decirle a Salvador Dalí y mantuve un silencio pétreo mientras Warhol filmaba a Gerard lamiéndome la bota durante veinte minutos y yo permanecía inmóvil en una silla. Gerard siempre preparaba ese tipo de situaciones, no sé si frustrado porque no folláramos o porque era un vestigio de los católicos flagelantes, y yo siempre le seguía el juego, porque esos rituales estrambóticos encajaban con el sufrimiento de mi alma mucho mejor que todos mis experimentos.

Como un Pigmalión, Gerard me vestía con pantalones de cuero negro a juego con los suyos y me daba un látigo negro como el suyo para bailar

Asombrada por lo dócil que era con Gerard, empecé a asustarme cuando me llevó a visitar a sus padres putativos, Willard Maas y Marie Menken. Casualmente, vivían al otro lado de Montague Street, justo enfrente de mis padres, y cuando empezamos a presentarnos allí a cenar gratis me sentía inquietantemente como la virgen que llevas a casa para conocer a mamá. Marie lo captó al vuelo. Tambaleándose delante de nosotros como una sibila profética, aullaba borracha: "Es una buena chica y deberías casarte con ella", mientras Willard y Gerard ponían cara de circunstancias y bromeaban. Marie parecía mi futuro al cabo de cuarenta años; teníamos los mismos pómulos angulosos eslavos, y al lado de Willard ella descollaba igual que yo con Gerard.

Todo en conjunto era divertido y demasiado íntimo para que me sintiera cómoda. A pesar de que Willard era gay, Gerard dijo que Marie lo conoció cuando era virgen y que nunca se había acostado con nadie más, y allí estaban con sesenta años, bebiendo y gritando durante toda la cena hasta que ella caía redonda. Una vez se desplomaba, sus dos galgos rusos eran guardianes celosos, así que, si se caía entre nosotros y la puerta, no teníamos manera humana de marcharnos hasta que Marie se despertara a la mañana siguiente. Aunque la verdad es que a mí no me daba miedo pasar allí la noche, o verme a mí misma con la piel vieja y despotricando borracha. Me asustaba porque los dos se querían tanto que no podían separarse; porque cuando una mañana Marie no se despertó por muy pacientemente que esperaran sus perros, Willard se sentó en la oscuridad y se puso a beber en silencio sin parar durante tres días hasta que se reunió con ella.

placeholder Lou Reed, en los sesenta, cuando formaba parte de The Velvet Underground.
Lou Reed, en los sesenta, cuando formaba parte de The Velvet Underground.

Gerard empuñaba la jeringa como un sacerdote empuña el crucifijo ante un pecador, y yo respondí enlazando los dedos a la hebilla de su cinturón y restregando mis caderas lentamente por su cuerpo, cada vez más abajo, con el pulso denso de la Velvet. Se tensó, volviendo la aguja hacia su propio corazón como si por fin pretendiera clavarla, pero todo se fue al garete cuando Ingrid empezó a bailar con movimientos de jirafa. Gerard y yo nos separamos como amantes sorprendidos en mitad del acto. Por suerte la canción terminó, y cuando Gerard se apartó me fui a por Ingrid.

Gerard empuñaba la jeringa como un sacerdote empuña el crucifijo ante un pecador

Todo el mundo adoraba a Ingrid. Pero yo no. Yo la odiaba. Estaba tan ansiosa por actuar de forma estúpida que parecía su trabajo; en realidad era un invento de Andy para vengarse de Edie. Las dos tenían el mismo cuerpo delgado, el pelo corto rubio platino y pendientes enormes, pero Ingrid era lo contrario de Edie: fea, ordinaria y estúpida. Era como si Edie fuera Dorian Gray e Ingrid fuese el retrato. Después del destierro de Edie, por razones que nunca entendí, Ingrid se quedó como triste recordatorio de quién gana en este juego. Su apodo era Superstar porque sin esa etiqueta nadie habría adivinado que lo era; y también, me parecía, como advertencia. Ella era lo que Andy pensaba que eran las superestrellas: feas, vulgares y pesadas. Mierda, el tiro que me había metido antes del rodaje me estaba pegando de verdad, veía todo muy claro, había diseccionado completamente a Ingrid Superstar en tres segundos.

–Ingrid, no puedes bailar aquí arriba, lo estás jodiendo todo.

–Sí que puedo, Andy me ha dicho que adelante. Y estoy segura de que a Gerard no le importa.

–No, de adelante nada. Yo estoy bailando con Gerard, puta maquinadora, no tú. Yo.

–Suéltame el brazo, me haces daño. Andy me ha dicho que podía relevarte. Le he dicho que querías irte porque tu papá está aquí, y probablemente tendrás que irte con él.

–¿Mi padre?

–Sí, está ahí hablando con Andy. Oye, te estoy haciendo un favor y me agarras del brazo como si estuvieras enfadada conmigo. No tienes derecho a tratarme así, y se lo voy a contar a Andy.

–Cierra la boca, Ingrid. –Me encogí contra la pared. No quería que Ingrid ocupara mi lugar con Gerard, pero tenía razón, tampoco quería bailar delante de mi padre. No como estaba bailando. La última vez que mi padre me había visto bailar había sido en la pista del baile del colegio empujada penosamente por un chico bajito que más que ejecutar el foxtrot parecía que hiciera recular a un caballo. Él jamás podría entender lo que hacía con Gerard. ¿Y qué diablos pintaba él allí? Les había dicho a mis padres que me iba a California con Warhol como la bailarina principal de Exploding Plastic Inevitable y habían accedido; bueno, más o menos. En realidad, los dos habían armado la gorda, y mamá ganó; dijo que para mí estar con un artista famoso como Andy era una oportunidad que no podía desperdiciar. Papá dijo que eso eran bobadas.

Contemplé atónita la escena disparatada de mi padre hablando con Andy Warhol mientras Ingrid seguía cacareándome tonterías al oído. A Andy parecía que le estaba dando un ataque al corazón en fase tres, pero esto pasaba a menudo. Además de ser tímido hasta la parálisis, evitaba a muerte la confrontación. Al parecer ahora Gerard intervenía, y sí, sí, acompañaba a papá hasta la puerta. En cuanto Gerard volvió al escenario, me abalancé hacia él para ver de qué iba el rollo.

Yo no tenía ninguna intención de ser simplemente la novia de Gerard en California, quería trato de igualdad

–Gerard, ¿de qué iba eso?

–No ha venido a verte a ti. Ha venido a vernos a Andy y a mí.

–¿Para qué? ¿Un trasplante de hígado?

–Para asegurarse de que cuidaremos de ti en California. Obviamente, Andy ha entrado en pánico. Pero no te preocupes, ya está arreglado. Le he prometido a tu padre que me hago responsable de ti. Al instante me sentí como un paquete.

–Puedo cuidarme sola –murmuré.

–No lo entiendes. Esto es cosa de hombres, ¿vale?, así que olvídalo —me dijo con sorna—.

Yo no tenía ninguna intención de ser simplemente la novia de Gerard en California, quería trato de igualdad, pero el sonido de The Black Angel’s Death Song empezó a destrozarnos los oídos y la conversación quedó borrada. Nuestras miradas se trabaron mientras iba meciéndome hacia él, y luego se apartaron de golpe mientras le abría mis brazos, mi cerebro ponía el piloto automático y mi cuerpo tomaba el mando.

No causamos furor en Los Ángeles, a pesar de que Andy mostró sus películas en Hollywood, de que los de la Velvet escribieron nuevas canciones y de que Gerard y yo elaboramos escenas tan solemnes como una misa católica. En I’m Waiting for the Man yo levantaba pesas; en The Black Angel’s Death Song balanceábamos linternas y mirábamos fijamente los estroboscopios; pero mi favorito seguía siendo el número sadomaso que hicimos para Venus in Furs. Gerard se ponía de rodillas para besar mi látigo, luego mi muñeca, luego lamía el sudor que me chorreaba por el cuello como la sangre, luego bajaba hasta deslizar los labios por mi bota, y así en suce sivas secuencias hipnóticas.

De todos modos nadie vino a vernos al Trip, la minúscula saladel Sunset donde actuábamos. Sin el caparazón protector de Nueva York parecía que habíamos perdido la magia. Las reseñas fueron devastadoras: "La Velvet debería volver al sótano y ensayar". "No llenarán ningún vacío, salvo quizá el del suicidio". La tercera noche, las autoridades municipales cerraron el local por alteración del orden público. Mientras, en esa misma calle, la sala Whisky A Go Go estaba llena de bote en bote con los seguidores enloquecidos del falso dios del rock & roll de Los Ángeles, Frank Zappa, que se bur ló de nosotros, y al que odiábamos. Cuando fuimos al Whisky me sentí especialmente humillada porque encima de la puerta, atrapada en una preciosa caja de plexiglás, una chica rubia en trance bailaba totalmente extasiada por la felicidad de su propio cuerpo. Su vestuario, en esencia, era el bronceado del sol, un halo especial que ella inyectaba con la música, y todo el mundo la adoraba. Era mi imagen del paraíso, pero otra estaba allí en mi lugar.

placeholder Portada de 'Swimming Underground: Mis años en la Fábrica Warhol' (Reservoir Books), de Mary Woronov.
Portada de 'Swimming Underground: Mis años en la Fábrica Warhol' (Reservoir Books), de Mary Woronov.

Mientras que el ángel del Whisky ondeaba en su caja, nosotros nos hundíamos en Los Ángeles, la única ciudad con dos fosas de alquitrán a modo de corazón. Las normas del sindicato decían que para cobrar teníamos que quedarnos allí tanto si actuábamos como si no. Así que convencieron a Andy para que alquilara el mismo castillo deshabitado donde encallaban todas las bandas de paso y nos quedamos esperando a que pasara el temporal. Supuse que al menos sería mejor que estar tirada junto a la piscina de un motel con unos pantalones sudorosos de cuero negro.

–Gerard –insistió Andy–, no hay sitio para todos en el Castillo,alguna gente se tiene que quedar aquí.

Estábamos todos alojados en el motel Tropicana, un nido de pulgas en comparación con los sitios a los que solían llevarme mis padres.

–Perfecto, yo no quiero quedarme sitiado en la montaña. Mary se queda aquí conmigo.

–Oh, pero no se lo has preguntado. Mary, ¿quieres venir con nosotros a un castillo?

La cuestión no se había planteado nunca antes. En Nueva York, Gerard no tenía un sitio donde vivir; nadie lo tenía. Íbamos demasiado pasados de revoluciones para poder dormir, y caer en casas ajenas, robar en las tiendas y vagabundear tenía mucho más rollo que buscar un trabajo o vivir en un domicilio permanente. Si alguien no nos dejaba dormir en el suelo, Gerard me devolvía a casa de mis padres, pero aquí eso era imposible.

–Quiero ir al Castillo –contesté. Podría jurar que vi un destello de triunfo en los ojos de Andy, mientras que la mirada de Gerard irradiaba tanta traición que empecé a arder. Una cosa era ser independiente, pero mostrarle semejante rechazo en público fue una grosería.

En Nueva York, Gerard no tenía un sitio donde vivir; nadie lo tenía. Íbamos demasiado pasados de revoluciones para poder dormir

Gerard nunca lo mencionó. Las palabras nunca habían sido un punto fuerte de nuestra relación. Nos comunicábamos como dos animales; yo normalmente percibía sus sentimientos, pero ahora él había retirado la pata escaldada y ya no podía saber lo que sentía, salvo cuando bailábamos juntos. Así que nos separamos. Gerard se quedó en Hollywood, donde tomaban ácido, llevaban trajes tecnicolor, practicaban el amor libre y otras cosas en comunidad que aterraban a una pobre chica del este como yo, que se metía tralla rigurosamente, vestía solo de negro y nunca hacía otra cosa más que taladrar la cabeza a los demás y ejecutar sus contoneos sadomasoquistas.

Me quedé con el resto de los Inevitables exiliados errando y rezongando por el Castillo. Lou Reed era con quien mejor me entendía; quizá porque nunca me entró. Ninguno de los de la Velvet quería tener mucho que ver con las chicas, y de gira era a Nico a quien me convenía evitar. Era tan bella que esperaba que todo el mundo quisiera follársela, y hasta los muebles gemían cuando entraba en una habitación. Vi sillas arrastrándose por la alfombra con la esperanza de que les hiciera el honor de sentarse. Naturalmente procuré evitarla como a la peste y me atrincheré con Maureen, la batería, que me tenía tanto miedo que se acostaba cada noche con todo el armario puesto.

Lou Reed era con quien mejor me entendía; quizá porque nunca me entró. Ninguno de la Velvet quería tener mucho que ver con las chicas

Pasamos semanas flotando en una pesadilla etérea, chocando unos con otros como los globos de helio plateados que Andy presentó en la galería Ferus, en La Ciénaga. Fueron el adiós de Andy al arte, y se pasó la inauguración en un rincón gimoteando: "Oh, ¿a que son preciosos? Gerard, ¿por qué no podemos hacer que queden suspendidos en el centro?". A mí, sin embargo, me parecieron tristes, atrapados en aquella pequeña sala sofocante, y empecé a odiar Los Ángeles por ser el pantano que era. Allí todo nuestro poder se consumía. No se podía confiar en una ciudad que permitía el delirio de los coyotes tan cerca de sus límites. Nuestra piel pálida y nuestra ropa negra ya no representaban ninguna amenaza bajo el sol alegre e implacable de California. Éramos solo unos pasmarotes; ni siquiera Andy tenía adónde ir.

Decidida a pasármelo bien, dejé que un hippy anónimo me llevara a ver un espectáculo improvisado en un pequeño colegio para chavales ricos. Debería haberme dado cuenta cuando lo miré a los ojos y no vi nada más que el fondo de su cabeza hueca, un indicio claro de la erosión del LSD. Después de cinco minutos en el coche me perdí sin remedio ni esperanza posible de volver; las autopistas se enroscaban por todas partes como serpientes negras, engullendo grandes distancias cuando menos lo esperabas. Cuando por fin llegamos, el colegio resultó ser una preciosa mansión en medio de un tupido bosque, preciosa salvo por la mierda de perro en todas las habitaciones y pasillos. Qué gente tan sucia.

La mayoría de los estudiantes dormían en el bosque en hamacas y tiendas de campaña y tipis. Cuando vi la piscina pasé cinco minutos enteros embelesada anticipando un baño hasta que me informaron de que los últimos tres bañistas habían pillado gonorrea en los ojos, y que mejor me iba con ellos de excursión a buscar setas. Y un cuerno. A mí la muerte no me pillaría recogiendo setas, y más tarde me alegré de no haber ido cuando vi a todos los estudiantes tirados en el suelo echando las tripas por la boca mientras los perros entraban trotando en la casa a hacer sus deposiciones nocturnas. Nadie recordó la brillante invención del lavado de estómago, que puede verse e incluso aplicarse en cualquier hospital corriente. Entonces, a medida que las cosas se enrarecían, me di cuenta de que los vómitos no eran el único efecto de las setas, esa gente iba colocada en serio; colocada hasta niveles que no quería ni pensar. Elegí el tejado para esperar a que pasara el chaparrón, en parte porque sabía que estaban demasiado puestos para subir allí arriba y en parte porque quería observar.

Cuando vi la piscina anticipé un baño hasta que me informaron de que los últimos tres bañistas habían pillado gonorrea

No estaba sola. La noche de California era tan clara que parecía falsa, como si pudieras alargar la mano y rascar la pintura negra del cielo. Cuando vi a Zora pensé que estábamos juntas en un escenario, en la azotea de algún castillo esperando a que se nos apareciera el fantasma de Hamlet. Ella estaba asomada por el borde, dando una calada ansiosa a un porro, y lo primero que dijo fue:

–¿Quieres colocarte?

–No –contesté–. Solo lo hago cuando me siento segura. Si estuviéramos sentadas en el metro camino de Brooklyn, por ejemplo, entonces podría fumar. Pero ¿aquí, en el bosque? No, paso.

–Vamos, se supone que es en la naturaleza donde tienes que colocarte. ¿De qué otras cosas pasas?

Zora se estaba especializando en otras cosas de las que yo pasaba, y al cabo de una hora empecé a pensar que sería más fácil hablar de las dos o tres personas con las que no se había acostado, si existían, porque sonaba como si se hubiera ido a la cama con todo el santo colegio. Curiosamente, que ella se follara a todo el mundo y yo no me follara a nadie parecía desembocar en lo mismo. Las dos estábamos solas. Zora me contó que se pasaba días y días bailando en el bosque, y solo paraba cuando alguien se la follaba. Abandonaba su cuerpo y luego regresaba y seguía bailando. Me quedé muy impresionada.

placeholder Foto: Getty/Mario Tama.
Foto: Getty/Mario Tama.

Debajo de nosotras los estudiantes habían encendido una fogata y yo no sabía bien si estaban cantando o matándose unos a otros, pero la música era fácil de entender y, como subía flotando, noso tras bailábamos. Zora era una gran bailarina. La invité a un poco de speed y bailamos en el borde de la azotea como ángeles, no en una caja de plástico, sino bajo la inmensidad del firmamento, mientras la música crecía y los estudiantes desenfrenados dejaban de arrastrar los muebles desde el edificio principal hasta la hoguera y nos miraban boquiabiertos, con el embeleso de las bestias brutas.

El amanecer llegó frío hasta los huesos. Humeaban las ruinas calcinadas de lo que podría haber sido una pequeña ciudad, mientras los coyotes campaban a sus anchas por la hierba como si fueran dueños del lugar y los estudiantes yacían en la luz gris, petrificados en posturas espantosas. Agazapándome para que no me viesen los temidos coyotes, me apreté los ojos con el dorso de la mano; iba a bajar. Tenía que salir de allí. El amanecer también había transformado a Zora, de exótica bailarina del templo a una maleta de emociones. Parecía asustada, como una niña en el andén de una estación esperando a que la recogieran, su voz sensual reducida a un gimoteo agudo.

–Aquí no puedes decir de verdad no al sexo porque es natural… Y a veces no quiero hacerlo porque los tíos no se bañan y se tiran pedos en la cama porque eso también es natural… Pero si dices que no quieres hacerlo, te chillan o igual te echan. Dejé otros dos colegios, y mis padres me dijeron que si no podía quedarme en este, no volviera a casa…, que no volvería a verlos más. Ojalá pudiera viajar contigo.

Detrás de su cabeza, más allá de las copas de los árboles, alcancé a ver el océano

Me asqueaba, lloriqueaba y era débil, y sus proezas sexuales, solo una fachada: en realidad era una víctima. Detrás de su cabeza, más allá de las copas de los árboles, alcancé a ver el océano, donde había estado esperando, oculto por la noche. Sentí su magnetismo ávido atrayéndome con Zora hacia abajo, amenazante, latente, convirtiendo mi cabeza en piedra.

Sigilosamente, me alejé mientras Zora perdía la mirada en la distancia buscando el tren que se suponía que iba a venir. Una vez abajo me abrí camino entre las estatuas vivientes. Solo sus ojos funcionaban. Era inquietante, cientos de ojos atrapados como pájaros en las jaulas de sus cráneos, rodeándome mientras intentaba reconocer al pobre zombi que me había llevado hasta allí. Cuando lo encontré, se recuperó milagrosamente, murmurando: "Uf, qué pasada, ¿eh? Me muero de ganas por pegarme un viaje en el desierto". Presa del pánico por quedarme allí varada como Zora, le dije que yo me moría de ganas de ir a casa, y me refería a todo el camino de vuelta hasta Nueva York.

Así era como se sentían la mayoría de los Inevitables Explosivos Plásticos en el Castillo. Sin Nueva York estábamos tan amargados que cuando Faison, nuestro técnico, intentó animarnos llevándonos a ver Venice Beach, nadie salió del coche; nos quedamos dentro mirando el océano. Paul Morrissey seguía criticando sin parar.

–Está tan sucio, toda esta gente no tiene nada que hacer. ¿Porqué no pescan o algo? Ese es el problema con los californianos, son tan felices que no hacen nada.

Paul se había convertido en nuestro héroe en Los Ángeles porque no era capaz de abrir la boca sin cagarse en todo. La idea de ir allí había sido suya; muchas de las ideas de Andy eran ideas suyas, y esa fue la peor. Andy se quedó sentado obstinadamente en el asiento de atrás.

–No pienso salir del coche. Id vosotros. Yo no pienso salir.

–Volvamos al Ben Frank’s y nos sentamos allí –dijo Lou con su voz monocorde.

–Sí –asentí–. Vamos al Ben Frank’s. –El océano me recordaba a los ojos azul pacífico de Zora y con diferencia prefería mirar formica y vidrio.

–Esto es asqueroso –continuó Paul–. Aquí son todos yonquis. Es por el LSD. Les ha arruinado el sentido del humor.

Esa era otra cosa de Paul, era antidrogas igual que era anti todo lo demás, pero tenía razón. Venice daba lástima, llena de viejos en las últimas y yonquis acabados, juntos en los bancos y con la mirada per dida en aquel océano que les impedía seguir avanzando hacia el oeste. Timothy Leary dijo que allí empezaría la nueva era de la civilización; se suponía que desde allí mismo ascenderíamos al espacio, hacia nuestro verdadero hogar en las estrellas, pero no me dio esa impresión. No parecía una pista por la que pudiera correr nada aparte del viento.

El gran séquito de Warhol aguardaba en el aeropuerto como un hatajo de refugiados esperando a que los despacharan de regreso a Nueva York. Nadie estaba contento. Nadie se había hecho famoso. Hollywood nos había ignorado. Nos batíamos en retirada de California como Napoleón de Rusia, completamente derrotados. Gerard arrastraba cajas de material por la moqueta del aeropuerto, con lágrimas de frustración en los ojos. Quizá era el único que se lo había pasado bien en Los Ángeles, y por eso Andy lo estaba torturando ahora, diciéndole que no había billete de vuelta para él. Paul contó que lo habían arrestado por llevar un arma, su látigo, y no podía abandonar el estado. Gerard nos siguió de todos modos, negándose a que lo dejáramos atrás, arrastrando sus bártulos. Me acerqué y me quedé junto a las cajas. Era una putada, se estaban portan do fatal con él… Y, a fin de cuentas, éramos un equipo.

–Gerard, si no puedes volver, me quedo aquí contigo.

Gerard me miró como diciendo que, de todas las veces posibles, esa era la más absurda para querer estar con él. Pero entonces sonrió. No digo que la distancia entre nosotros desapareciera, pero se acortó. –Mary, venga. Nos vamos.

–Me quedo con Gerard.

Y en cuanto a Andy, me preguntaba si realmente quería a la gente o solo sentirse fascinado por ella. Yo no me sentía fascinante

Fue justo lo que había que decir. Andy, detrás de mí, oyó la voz de mi padre: "Más vale que la traiga a casa sana y salva, señor Warhol". Para mi intensa satisfacción, le dieron a Gerard su billete y embarcamos en el avión. Ver cómo Andy y los demás habían torturado a Gerard no me dio ninguna tranquilidad. Sabía que a Lou le caía bien, que no que ría entrar con Andy en los locales de ambiente gay duro a menos que fuese yo también; pero no podía depender de Lou, que ya tenía dos amas de hierro, la música y la heroína.

Y en cuanto a Andy, me preguntaba si realmente quería a la gente o solo sentirse fascinado por ella. Yo no me sentía fascinante. No, definitivamente estaba sola. Mirando por la ventanilla del avión deseé en silencio que Los Ángeles se hundiera en el océano como auguraban las profecías mientras volvíamos a toda prisa al amparo de Nueva York. Tendría que hacerme más fuerte, mucho más fuerte, para poder volar siempre por encima de las fauces del mísero destino de Zora.

Gerard levantó la gran jeringa de plástico rosa por encima de su cabeza y empezó a dar vueltas lentamente hasta que se dejó caer sobre una rodilla. Tendí un brazo hacia él, enroscando la mano por la cara interna del codo mientras mi cuerpo se contorsionaba al ritmo de Heroin. En el techo giraba una vieja bola de espejos, sus puntos de luz saltando de un bailarín a otro como almas en pena en busca de un huésped. Los rostros enormes de las reinas dementes y las superestrellas devastadas llenaban la pared detrás de nosotros como gigantes asomados a una caja de danzarines liliputienses, pero sus voces distorsionadas y sus expresiones atónitas eran solo las proyecciones de las películas experimentales de Warhol.

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