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La industria de la sonrisa: por qué para el capitalismo duro solo es un producto más
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La industria de la sonrisa: por qué para el capitalismo duro solo es un producto más

Daniel Gamper, profesor de Filosofía Política, reflexiona sobre los límites del humor y la libertad de expresión en su ensayo 'De qué te ríes' (Herder). Publicamos un capítulo

Foto: Fuente: iStock.
Fuente: iStock.

Con el auge del consumismo las risas se convierten en productos masivos. Risas de la posguerra en casa del vencedor, risas compartidas, sólidas, que no dañan a nadie —o eso parece—. Incontables risas, como las que pautaban las veladas de los hogares norteamericanos entre 1960 y 1966, en donde los televisores narraban las vicisitudes de sus sosias prehistóricos, los Picapiedra, habitantes de los suburbios sin otra preocupación que los problemas de pareja y las desavenencias vecinales. Risas de satisfacción resonaban en las periferias cuando emitían la comedia animada más longeva en el prime time, que solo después pasó a horario infantil.

Los Picapiedra iban destinados a toda la familia, adoctrinando medio en broma medio en serio en la fe del American way of life, cuando el capitalismo era sinónimo de fiabilidad, tan sólido como los sofás, los coches, las neveras y todo tipo de electrodomésticos minerales que rodean a los Picapiedra y a los Mármol. Al situar la trama en tiempos prehistóricos se daba carta de naturaleza al individualismo y al consumismo representados por Wilma, la mujer de Pedro Picapiedra, que ratifica su confianza infinita en el sistema de crédito al grito de «Charge it!». Su mal humor solo sirve para ejercer el papel de esposa responsable al infantilismo del marido. El resto del tiempo sonríe junto a su vecina Betty Mármol, ambas perfectamente pertrechadas con bienes de consumo para perseguir cómodamente la felicidad en sus casas de granito. Sonríen porque nada irá mal, la unidad familiar puede mirar al futuro con confianza.

En este capitalismo duro como una roca las sonrisas son un producto más. De ahí el auge de la ortodoncia, alrededor de los años 50, que prometía hacer realidad el ideal de sonrisa, blanquísima, claro está, con el que identificar a las personas sanas, atléticas, socialmente exitosas y con facultades de liderazgo; en definitiva, a las personas bellas, aquellas a las que las personas menos bellas quieren parecerse. Los norteamericanos se obsesionaron con la sonrisa perfecta, simétrica, sobre níveos dientes ordenados estableciendo así un modelo de rostro accesible previa inversión económica. La sonrisa modélica se distribuyó según patrones de clase y geográficos. Los estadounidenses optaron por la perfección paroxística de Julia Roberts, mientras que en otras partes del mundo se tendió a mohínes imperfectos.

En Estados Unidos la sonrisa es tan imprescindible como la ropa interior. No se puede salir de casa sin ella

Han pasado los años, Lehman Brothers y sus cómplices han demostrado que las casas eran de cartón piedra y bajo el granito borbotea, o eso dicen, el venenoso radón. Tras la licuefacción del capitalismo, queda solo la sonrisa sin la felicidad. Sonreír es ahora una manera de propiciar un estado de ánimo que eventualmente atraiga la felicidad sobre el agente de la sonrisa, una técnica de coaching del yo. Como el resto de bienes de consumo, el acceso a la sonrisa exitosa depende de los recursos de cada cual. No hay sistema de protección social ni mutua sanitaria que cubra plenamente el precio de dientes perfectamente alineados: sonríe peor quien menos tiene.

En Estados Unidos la sonrisa es tan imprescindible como la ropa interior. No se puede salir de casa sin ella. Alegrar el propio día y el de los conciudadanos es una obligación cívica, una contribución relevante en la persecución de la felicidad prometida por la Declaración de independencia. La manera más rápida para ser feliz es aparentarlo. Se sonríe siempre que hay una cámara. Las personas se entrenan desde pequeñas para poner una determinada cara cuando les hacen una foto. No basta con la que llevan, tienen que actuar otra. Sonriendo siempre uno parece feliz, lo cual le reporta feedbacks positivos que a su vez lo harán efectivamente feliz. La sonrisa es la antesala de cualquier forma de expresión, con ella se predispone favorablemente al potencial interlocutor. Al sonreír, la persona ya se está manifestando, da una interpretación de sí misma, se sitúa bajo una luz favorable.

placeholder  Portada de 'De qué te ríes'. (Cedida por la editorial)
Portada de 'De qué te ríes'. (Cedida por la editorial)

La sonrisa está en venta. Los vendedores de perfumes, de vestidos, de cremas y de cualquier otra forma que adopta lo que un día polvo será toman por asalto la calle y ocupan el espacio visual del peatón con cutis y cuerpos que no existen más que en los procesadores de imágenes. La industria publicitaria usa el cuerpo femenino para aprovechar la energía libidinal de los contempladores en beneficio del consumismo. Los cuerpos expuestos hablan la lengua de la carne, prometen turgencias. Sus miradas están fijas en el peatón, halagándolo.

Participa así el transeúnte de una conexión efímera y ficticia con mujeres que lo miran, pero no lo ven, porque están mirándose a sí mismas, como la madrastra de Blancanieves. Esta por lo menos tiene la lucidez de decirse a sí misma que ya no es la más bella, dándole la apariencia de acto objetivo, realizado por un improbable ser que habita el espejo. El teléfono en el que en verdad se mira la modelo que hace como que mira al paseante habla para convencerla de que siga buscándose en el azogue de la pantalla. La mirada no puede alcanzar a quien se halla del otro lado, es un retrato para uno mismo, un auto-autorretrato, una self-selfie. Las modelos miran hacia dentro y distancian así a quien se sienta atraído por la carnal magia de la fotografía.

Con frecuencia ponen "cara de pato", cuya repetición resulta repulsiva, como si tras el pato asomara un feo conejo o viceversa. Tan pronto se manifiesta el artificio de la cara de ánade se desmorona el encanto y la belleza se trasmuta en su contrario. A veces las modelos ríen, pero nunca con quien las mira. Ríen porque están a gusto consigo mismas, no necesitan al paseante para ser felices. Escenifican una utopía en donde reír tranquilamente mientras la vida gris circula por los pasillos del metro. Si pudiéramos preguntarle a la chica que nos mira riendo cada mañana desde una fotografía a la entrada de la estación de qué se ríe, no nos respondería. Le damos igual.

placeholder Fotografía de Daniel Gamper (cedida por la editorial).
Fotografía de Daniel Gamper (cedida por la editorial).

No quiere ser nuestra amiga, porque ella ya tiene sus amigos, aquellos con los que está muriéndose de la risa alrededor de una fogata, subida a un descapotable o tomando champán francés en la cubierta de un yate. La chica inalcanzable y sus amigos de bíceps hipertrofiados escenifican una felicidad exclusiva. El usuario del espacio público urbano es como el camarero: está en la fiesta, pero no comparte la felicidad con los que festejan. Si esa chica finalmente lo viera, se cubriría con una máscara fría, usada, de ojos hastiados. La sonrisa perfectamente despreocupada es para bolsillos pudientes y personas egoístas. Al resto les queda el honor de reír con seriedad.

*Daniel Gamper (Barcelona, 1969) es profesor de Filosofía Política en la Universidad Autónoma de Barcelona. Ha traducido obras de pensadores como Nietzsche, Scheler o Habermas y es autor de varios libros, incluido 'Las mejores palabras. De la libre expresión', que le valió el Premio Anagrama de Ensayo 2019.

Con el auge del consumismo las risas se convierten en productos masivos. Risas de la posguerra en casa del vencedor, risas compartidas, sólidas, que no dañan a nadie —o eso parece—. Incontables risas, como las que pautaban las veladas de los hogares norteamericanos entre 1960 y 1966, en donde los televisores narraban las vicisitudes de sus sosias prehistóricos, los Picapiedra, habitantes de los suburbios sin otra preocupación que los problemas de pareja y las desavenencias vecinales. Risas de satisfacción resonaban en las periferias cuando emitían la comedia animada más longeva en el prime time, que solo después pasó a horario infantil.

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