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Charles Dickens ya se mofó de la cultura woke (escribió una 'Cenicienta' políticamente correcta)
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Charles Dickens ya se mofó de la cultura woke (escribió una 'Cenicienta' políticamente correcta)

El escritor se quejó de los intentos por modificar los cuentos infantiles en un artículo de 1853, recogido en una recopilación de sus escritos periodísticos que ahora publica Gatopardo bajo el título 'Pasiones públicas, emociones privadas'

Foto: El escritor Charles Dickens sobre 1860. (Getty/Hulton Archive/John & Charles Watkins)
El escritor Charles Dickens sobre 1860. (Getty/Hulton Archive/John & Charles Watkins)

Conservo un cariño inmenso por los cuentos de hadas de nuestra infancia, y estoy seguro de no ser el único en albergar estos sentimientos. Nos enamoraron cuando éramos niños y hoy siguen cautivando a millones de fantasías infantiles. También deleitaron a nuestros ancestros, esa legión de hombres y mujeres que, tras haber cumplido con las tareas que les encomendó la vida, ahora descansan en el sueño eterno. Sería difícil estimar el volumen y el alcance de la gentileza y compasión que han conseguido abrirse paso hasta nuestros corazones viajando por cauces tan ligeros. Entereza, cortesía, respeto por los pobres y los ancianos, ternura hacia los animales, amor por la naturaleza, aversión por la tiranía, rechazo de la fuerza bruta. Las ideas bondadosas que han germinado por primera vez en el corazón de los niños gracias a la inestimable ayuda de los cuentos de hadas son incontables. Y estos cuentos también nos ayudan a nosotros, los adultos. Suponen pequeños senderos libres de malas hierbas que de alguna manera nos permiten conservar nuestra juventud; en ellos podemos pasear con los niños, compartir sus deleites y olvidar la aspereza de nuestra vida cotidiana.

Vivimos una época marcada por el utilitarismo, y en tiempos así respetar la integridad de los cuentos de hadas se convierte en un tema de suma importancia. El sistema legal inglés, aunque plagado de reglas engorrosas e inútiles, se considera demasiado grandioso y magnífico como para dedicarse a defender estas trivialidades. Y, sin embargo, cualquiera que se haya detenido a pensar un poco sobre el tema sabe bien que una nación sin fantasía, sin un poco de gusto por la magia, no puede, ni pudo, ni podrá jamás ostentar un lugar privilegiado bajo el sol.

El teatro moderno ya ha causado estragos haciendo lo imposible para destruir estas admirables ficciones infantiles. En una clara perversión de sus nobles objetivos, se ha degradado a sí mismo, a sus actores y a su audiencia con una ejemplaridad extraordinaria. Así las cosas, es doblemente importante que los textos de estos pequeños libros, cuna de nuestras ilusiones, queden a resguardo de cualquier otra manipulación. Para que nos sigan siendo útiles deben conservarse en toda su simplicidad original, dejando intactas su pureza, su inocencia extravagante. En suma, hay que respetar los cuentos de hadas como si sus historias narraran hechos reales y no inventados. Quien se dedique a modificarlas a capricho, solo para ajustarlas a sus creencias, sean las que sean, es culpable de una apropiación indebida. A nuestro modo de ver, este tipo de manipulación siempre será arrogante y presuntuosa.

placeholder Portada de 'Pasiones públicas, emociones privadas', el libro de la editorial Gatopardo que recopila  los artículos periodísticos de Charles Dickens.
Portada de 'Pasiones públicas, emociones privadas', el libro de la editorial Gatopardo que recopila los artículos periodísticos de Charles Dickens.

En tiempos recientes se ha infiltrado un Gran Depredador en el mundo florido de las hadas. El descubrimiento nos ha dolido y perturbado, sobre todo porque se trata de una bestia de proporciones y celo colosales. El mero asentamiento de semejante animal entre las rosas ya sería suficiente motivo de indignación, pero el asunto viene agravado porque el agresivo bicho está a las órdenes de nuestro querido amigo George Cruikshank (ilustrador que colaboró largamente con Dickens, pero al escritor no le gustó su modernización de cuentos clásicos como la Cenicienta. Además, se volvió fantáticamente abstemio y empezó a hacer numerosas ilustraciones contra el alcohol y el tabaco). De entre todos los hombres, este incomparable artista del grabado debería ser el último que osara meter sus refinadas manos en un texto feérico. Él, maestro de un arte que ilustra con belleza, buen humor y sabiduría, jamás debió abandonar los instrumentos propios de su oficio para ponerse a corregir historias de brujas y ogros, personajes a los que honraría mucho mejor con la punta y el buril que no con la pluma y la tinta. En un momento de grave ofuscación, nuestro estimado defensor de la moral ha decidido que Pulgarcito, Barba Azul, Blancanieves y otros miembros de la misma familia debían convertirse en vehículos propagadores de la Abstinencia Radical, el Libre Mercado, la Educación Popular y la Ley Seca. Y a tal efecto se ha dedicado a adulterar los cuentos de hadas, introduciendo en ellos estos y otros adoctrinamientos. Al señor Cruikshank no le asiste ningún derecho a retocar un texto ajeno, y desde este periódico alzamos la voz para protes tar ante lo que consideramos un atropello inaceptable, se mire por donde se mire. Ahondando en lo mismo, denunciamos que haya "editado" uno de estos cuentos con el fin de promocionar su serie La Botella, esos excelentes grabados en los que advierte de los peligros del alcohol. Visto lo visto, ya solo nos resta decir que aguardamos con impaciencia una reedición mejorada de La Cenicienta, publicada por E. Moses e Hijos, fabricantes de calzado especialistas en estrategias de mercado. Otra de Abdulá, el mendigo ciego de Las Mil y una noches, auspiciada por el famoso vendedor de linimento, el profesor Holloway. Y, por último, una de Jack y las habichuelas, editada por Mary Wedlake, la popular autora de Cómo mejorar su cosecha de guisantes en tres pasos.

Imaginad una edición abstemia de Robinson Crusoe; en ella quedaría suprimida toda mención del ron. O una edición vegetariana en la que habría desaparecido el asado de cabrito

Aclaremos. Que estemos o no de acuerdo con los discursos que nuestro valioso amigo intercala en los cuentos de hadas no suaviza un ápice nuestras objeciones. Poco importa que sus ideas sean buenas o malas. En lo que se refiere a este asunto, aplicamos aquella famosa definición de la mala hierba: algo que crece en el lugar equivocado. Los grandes argumentos morales enarbolados por el señor Cruikshank para justificar los cambios que introduce en estos textos breves e inofensivos, no son más convincentes que los que nosotros utilizaríamos si nos diera por alterar sus mejores grabados. Y si su intervención sienta precedente, pronto acabaremos todos hartos de unas historias, antaño tradicionales, y ahora contaminadas por unos personajes modernos que se entrometen e imponen sin pedir permiso. Eso por no hablar de la propia historia, que no tardará mucho en extraviarse también. Con siete versiones de Barba Azul en danza, y cada Barba Azul galopando a lomos de un efervescente aficionado a los retoques y las correcciones, en una o dos generaciones nadie sabrá cuál es cuál, y el estupendo personaje original de Barba Azul se habrá solapado con sus muchos remedos. Imaginad una edición abstemia de Robinson Crusoe; en ella quedaría suprimida toda mención del ron. Imaginad ahora otra versión, esta vez pacifista, de la que quedarían excluidos los barriles de pólvora, pero sobrevivirían los de ron. O una edición vegetariana en la que habría desaparecido el asado de cabrito. Si se publicara una edición adaptada al estado de Kentucky, nuestro viejo y querido negro Viernes recibiría una tanda de azotes dos veces por semana. Y en una versión propiciada por la Sociedad Protectora de los Aborígenes desaparecería todo rastro de canibalismo y Robinson recibiría a los amables salvajes que desembarcan en la isla con los brazos abiertos. Y, en suma, de seguir así bastaría un siglo para que el propio Robinson fuera "editado" y excluido de la isla; claro que para entonces también la isla habría sido engullida por los vastos océanos editoriales.

placeholder Ilustración para el cuento 'Cenicienta' realizada por George Cruikshank.
Ilustración para el cuento 'Cenicienta' realizada por George Cruikshank.

Como si no tuviéramos ya suficiente con los muchos profesionales especializados en aleccionamientos y sermones, hoy contamos también con los agentes comerciales del Movimiento Cartista (grupo obrero que en los comienzos del siglo XIX defendía las aspiraciones de los trabajadores ingleses a reformas democráticas y al sufragio universal). Esta es una nueva profesión básicamente constituida por reformadores de mucho mérito que se dedican a andar de aquí para allá organizando reuniones cuyo objetivo es conferir sentido a varios asuntos. En algunos casos consiguen resultados de superior calidad; en otros, no tanto. Vamos ahora a transcribir la historia de la Cenicienta "editada" por uno de estos benefactores para que se comprenda mejor la relevancia del nuevo negocio y el gran alcance de su misión reformadora.

«Érase una vez un hombre rico que tenía una esposa y una hija encantadora. La niña era muy bonita y a los cuatro años, sin que mediara consejo o influencia de por medio, expresó su voluntad de inscribirse en la Asociación de la Esperanza, rama infantil. Cuando cumplió nueve años su madre murió. En el cortejo fúnebre participaron todas las Asociaciones Infantiles de la Esperanza de su distrito postal, el 527; fueron mil quinientos niños que desfilaron de dos en dos y la acompañaron hasta su tumba entonando el cántico cuarenta y dos Oh, ven a mí. El cementerio se hallaba a las afueras de la ciudad, por lo que toda la ceremonia fue supervisada por el Departamento Sanitario Local, que a su vez fue enviando los informes correspondientes al Departamento Sanitario Estatal de Whitehall.

La pequeña huérfana sufrió mucho con la pérdida de su madre, y durante un tiempo también el padre padeció otro tanto. Pero se recuperó, y pasado un año contrajo nuevas nupcias con una viuda gruñona que tenía dos hijas despóticas, orgullosas, y tan gruñonas como ella. El hombre hubiera podido optar por una ceremonia simple en el Registro Civil, pero le tenía tirria al trámite por una cuestión de principios religiosos. Dado que era miembro activo de la Congregación Aerostática, se casó de
acuerdo con los rituales de esta respetable Iglesia. Ejerció como celebrante el reverendo Jared Jocks, lo que dio mucho lustre a la ocasión.

El padre de nuestra protagonista tenía la lamentable costumbre de afeitarse con agua caliente en vez de con agua fría, tal y como mandan los cánones sanitarios (véanse apéndice médico B y C), y ello había minado su salud de modo irreparable. Debilitado por su hábito, no fue capaz de soportar el mal carácter de su desagradable esposa, y pronto abandonó este mundo dejando a su huérfana a merced de la madrastra y las dos hijas. El trato que le daban era cruel a más no poder. La forzaban a realizar las tareas más bajas y sucias de la cocina, cosas tales como restregar los fondos de las cacerolas, lavar los platos y encender las chimeneas de la casa. Esto último revestía gravedad porque en ninguna funcionaba bien el tiro y el humo se esparcía emitiendo unos vapores contaminantes perjudiciales para los bronquios. Cuando la muchacha terminaba su labor, solía resguardarse en el único lugar de la casa que se mantenía siempre caliente y le permitía estar semioculta. Era el rincón de la cocina donde se guardaban las cenizas del hogar. Allí dormía y prácticamente vivía, de ahí que aquellas hermanas tan elegantes y altaneras le pusieran por nombre Cenicienta.

placeholder 'El sueño de Dickens', obra de Robert William Buss. (Museo de Charles Dickens de Londres)
'El sueño de Dickens', obra de Robert William Buss. (Museo de Charles Dickens de Londres)

Esta era la situación cuando el rey del país decidió ofrecer un banquete a todo su pueblo. Sería una ocasión grandiosa, una fiesta que duraría dos días enteros. El dignatario era un monarca pacífico que siempre se había negado a declarar la guerra a nadie; antes prefería que otros se la declararan a él; de ahí que sus súbditos hubieran creado las manufactureras más importantes del mundo, además de haber vivido siempre en paz y prosperidad. Estaba previsto que el menú del espléndido banquete consistiera, exclusivamente, en alcachofas y gachas de avena. Asistiría muchísima gente y durante la sobremesa la concurrencia podría disfrutar de una gran cantidad de discursos y soflamas. El hijo del rey aprovecharía la ocasión para elegir a su futura esposa entre las mujeres asistentes. Todas las muchachas casaderas del reino, y eso incluía a las arrogantes hermanas de Cenicienta, habían sido invitadas, pero como nadie conocía la existencia de nuestra heroína, ella no recibió invitación ni se esperaba que asistiera. Tendría que quedarse en casa.

Pese al desgaire, Cenicienta, que tenía un carácter muy dulce, el día de la fiesta se pasó la tarde ayudando a sus encopetadas hermanastras para que lucieran lo mejor posible. Tenía un gusto admirable y las aconsejó sin reservas, comportándose como si solo hubiera recibido amabilidades de ellas. Era tan buena que incluso se aguantó la risa cuando vio que rompían diecisiete cordones del corsé porque, queriendo parecer más gráciles de lo que eran, se lo ceñían demasiado. Cenicienta jamás usaba esta prenda, sabía lo bastante sobre anatomía humana como para no saber el daño que causaba si se la apretaba en exceso. Claro que se abstuvo de hacer comentarios. En lo que respecta a este asunto era muy discreta, tan solo expresaba sus opiniones escribiendo cartas al director de Informes para una Ortopedia Regenerativa (precio: tres medios peniques enviados en un sobre franqueado), magacín del que era suscriptora y con el que se informaban todas las personas de bien.

Por fin llegó el momento deseado, y las hermanas encopetadas partieron hacia la sala de banquetes dejando a Cenicienta en su rincón de la chimenea. Tampoco es que a ella le importara mucho quedarse en casa. Siempre podía ocupar la mente dándole vueltas al gran debate público del momento, la Ley del Franqueo de Ultramar. ¿Se debía, o no se debía, reducir el precio de los sellos para las cartas destinadas a ultramar? En el bolsillo derecho guardaba el discurso del famoso orador Nehemias Nicks sobre el tema; era el momento de sacarlo. Se hallaba totalmente abducida por la fervorosa elocuencia de este apóstol talentoso cuando de súbito se dio cuenta de que no estaba sola en la cocina. Levantó los ojos del papel y su mirada topó con uno de esos parientes de sexo femenino con los que un hombre no puede contraer matrimonio legal (conviene puntualizarlo, el tema no suele ser de conocimiento general). Me refiero, claro está, a su hada madrina.

—¿Por qué tan sola, hija mía? —preguntó la vieja dama a Cenicienta.

—Ay de mí, querida madrina —respondió la pobre muchacha—, mis hermanastras se han ido a la fiesta del rey. Pero yo soy solo Cenicienta, y debo permanecer aquí, sentada en medio de las cenizas.

—¡Ah, no! Eso sí que no. ¡Esto no quedará así! —exclamó la vieja dama con vehemencia—. Un miembro de la Asociación de la Esperanza, rama infantil, no desespera ni se rinde jamás. Ve al jardín, querida mía, y tráeme una calabaza de Estados Unidos. Tiene que ser norteamericana porque en esa gran nación, hoy independiente, existen estados que prohíben la venta de bebidas alcohólicas. Y porque, además de sus magníficas calabazas, América ha dado al mundo una mujer que es la gloria de su sexo, la señora Amelia Bloomer, promotora del voto femenino y de la abstinencia a ultranza. Así que, ya ves, lo único que nos servirá es una calabaza de Estados Unidos.

Ve al jardín, querida mía, y tráeme una calabaza de Estados Unidos. Tiene que ser norteamericana porque en esa gran nación, hoy independiente, existen estados que prohíben la venta de bebidas alcohólicas

Cenicienta corrió al jardín y regresó con la calabaza norteamericana más grande que pudo encontrar. Un gesto del hada madrina, y la virtuosa y democrática cucurbitácea se convirtió en un carruaje espléndido. Luego la vieja dama pidió a la muchacha que revisara las ratoneras y liberara a seis roedores, que de inmediato transformó en corcoveantes caballos, aunque es importante puntualizar que eran animales criados en libertad y ja-más se habían visto obligados a cumplir con la labor opresiva y dañina que suelen imponer las casas de postas a estos nobles equinos. Después la mandó al establo en busca de una rata, a la que metamorfoseó en un elegante lacayo que esa noche estaría exclusivamente a su servicio, y, lo más importante, sin que ella se viera obligada a pagar unos impuestos que todos saben injustos. Por último, la envió al estanque para atrapar a seis lagartos, a los que convirtió en otros tantos sirvientes. Cada uno de ellos llevaría en la mano una petición en favor del movimiento “Acostarse Temprano para Levantarse aún más Temprano”, y cada petición llevaría estampada la firma de cincuenta mil personas favorables a esta causa. Su intención era entregársela en mano al mismísimo monarca.

Sobra decir que Cenicienta estaba encantada ante estas maravillas, hasta que el recuerdo de su pobre vestimenta echó un jarro de agua fría sobre sus ilusiones.

—Pero, madrina —alegó la muchacha—, ¿cómo voy a presentarme en palacio vestida con estos harapos miserables?

—No te preocupes por eso, querida —le respondió el hada madrina.

Dicho esto, la tocó con su varita mágica; los harapos desaparecieron por arte de magia y de pronto Cenicienta se encontró ataviada con gran elegancia. Mas no con esa ropa tan poco modesta como absurda e inconveniente que visten las mujeres de hoy en día, sino con unos pantalones bombachos de satén color azul cielo y rayas doradas atados en el tobillo, más luego una pelliza, también de satén, de color pulga salpicado con flores primaverales. Como tocado llevaba un amplísimo sombrero de paja adornado con una cinta de colores irisados cuyos dos extremos colgaban sobre su espalda. El efecto que producía todo el conjunto era femenino, recatado y de una sensatez difícil de expresar con palabras. Por último, la vieja dama le calzó los pies con un par de zapatitos de cristal, y aprovechó la ocasión para explicarle que jamás hubieran podido fabricarse con esta materia prima de no ser por la reciente abolición del impuesto sobre el cristal. Y ya que estaban en el tema de los impuestos, se explayó a gusto, asegurando que el tal invento paralizaba el comercio, fastidiaba al industrial y era manifiestamente pernicioso para el consumidor. Tras estas sabias palabras, despidió a su ahijada animándola a que disfrutara del banquete y sus posteriores discursos tanto como le fuera posible. No obstante, advirtió: pasara lo que pasara, debía regresar a casa antes de la medianoche.

La llegada de Cenicienta a la gigantesca reunión causó un gran revuelo. El delegado de Estados Unidos acababa de presentar una moción proponiendo que el rey tomara asiento y, dado que fue secundada y aprobada por unanimidad, el monarca no pudo levantarse para recibir a la recién llegada. No obstante, su Alteza Real el Príncipe, que se hallaba en un tris de presentar otra moción, sí se dirigió a la entrada para ayudarla a descender del carruaje y conducirla hasta la sala de banquetes. Este príncipe era un joven virtuoso y brillaba como un caballero en su reluciente armadura porque iba cubierto de medallas que proclamaban su adhesión a la causa de la Abstinencia Radical. Cenicienta y él hicieron su entrada en la sala arropados por los inspiradores compases del Quinteto de viento de la Paz, una pieza compuesta por la famosa familia Lambkin (dieciocho miembros, todos ellos bebedores redimidos: cualquier alabanza que se les dedique será poca), cosa que aumentó aún más el entusiasmo de la concurrencia.

El hijo del rey condujo a Cenicienta hasta uno de los asientos reservados para quienes habían comprado billetes rosas (VIPS) y acto seguido se enamoró perdidamente de ella. Fue un flechazo instantáneo que lo dejó traspuesto. Perdió por completo el apetito, apenas si probó sus alcachofas y se limitó a juguetear con las gachas que tenía en el plato. Llegó el momento de los discursos. El primero se prolongó durante toda la velada y estuvo a cargo de dos delegados que hablaron de la Primera Revolución. Su alarde de elocuencia fue magnífico y Cenicienta, transportada por la emoción, les jaleaba cada tanto. “¡Sí! ¡Bravo! ¡Totalmente de acuerdo!”, gritaba con una voz cuya dulzura acabó de conquistar el corazón del príncipe. Y no solo el del príncipe. Para entonces todos los varones de la sala habían caído rendidos a sus pies. Cierto que Cenicienta era muy bella, pero aun siéndolo menos hubiera causado el mismo revuelo. Su atavío la hacía irresistible, muy en especial debido al contraste que presentaba al lado de la ridícula vestimenta del resto de las damas de la asamblea.

placeholder Ilustraciones de George Cruikshank para 'Cenicienta'.
Ilustraciones de George Cruikshank para 'Cenicienta'.

Dieron las doce menos cuarto. El segundo de aquellos dos inspirados oradores ya se había bebido toda el agua de su jarra, y optó por desmayarse. Visto lo visto, el rey sometió a votación pública la siguiente moción: “Que se aplace esta asamblea hasta mañana”. Los que estaban a favor levantaron la mano y después hicieron lo mismo quienes estaban en contra; los votos a favor fueron mayoritarios y se disolvió la reunión. Aún no había dado la medianoche y Cenicienta pudo volver a casa sin contratiempos. Durante lo que quedaba de noche y a lo largo del día siguiente el país entero se deshizo en loas sobre la desconocida que llevaba bombachos de satén azul.

Llegada la hora, la madrastra gruñona y sus altaneras hijas quisieron asegurarse un buen lugar en la sala de banquetes, por lo que salieron de casa bastante rato antes de que se iniciara la fiesta. En cuanto se fueron, reapareció el hada madrina para metamorfosear a su ahijada en bella dama, igual que había hecho la tarde anterior. Y Cenicienta volvió a entrar en la sala al compás de la música de la familia Lambkin, y el príncipe salió a darle la bienvenida y de nuevo la condujo hasta los asientos de honor, los de los billetes rosas, dejándola instalada al lado de Su Alteza Real.

Este príncipe no solo era talentoso sino también un orador de primera línea. Hoy, además, tenía toda la velada por delante. A las ocho menos diez se levantó de la silla entre tumultuosos aplausos, vivas y un mar de pañuelos agitados. Cuando la excitación se calmó un poco procedió a arengar al público manteniéndolo en vilo durante cuatro horas y cuarto. Hay que decir que se trataba de una audiencia agradecida, infatigable en lo referido a escuchar soflamas y panfletos. Y esta es una virtud que los definía como gente de bien, pues a quienes no son gente de bien suele sucederles todo lo contrario. Cenicienta, arrebatada como los demás, perdió la noción del tiempo y se vio obligada a salir a todo correr al oír las primeras campanadas del reloj anunciando la medianoche. Justo a tiempo, porque su bello atavío se esfumó y se convirtió en harapos en el preciso momento en que cruzaba la puerta de la sala de banquetes. Sin embargo, en su precipitada huida perdió uno de los zapatitos de cristal en el interior del recinto. El príncipe lo recogió del suelo, hizo llamar de inmediato al notario —tenía por principio no hacer declaraciones juradas a la ligera— y frente al funcionario juró solemnemente que tan solo se casaría con la encantadora criatura que demostrara ser dueña de aquel zapatito.

A tal efecto redactó un anuncio para la prensa. Y dado que en aquel país no existían la obligación de franqueo ni el impuesto sobre la publicidad —carga fiscal injusta como principio y no digamos aplicada a la realidad—, le fue posible publicar su anuncio en todos los periódicos. Eran muchos, pues el país contaba con tantos como en Estados Unidos y su población sacaba tan buen provecho de ellos como era de esperar.

Las damas que contestaron al anuncio jurando que el zapatito de cristal era suyo fueron muchas, pero a la hora de la verdad ninguna fue capaz de meter el pie en él. También las altaneras hermanastras se pusieron a la cola para probarse el calzado, y llegado el momento también fracasaron en sus intentos. Por fin llegó el turno de Cenicienta. Dio un paso al frente entre burlas y desprecios de sus hermanastras; no obstante, su pie entró sin ningún esfuerzo, encajando en el zapatito como anillo al dedo. Y aquí debemos abrir un paréntesis para alabar el buen sentido del hada madrina a la hora de elegir el vestuario de su ahijada, pues de no ser por aquellos pantalones bombachos, el príncipe jamás hubiera podido descubrir que Cenicienta tenía pies.

Cenicienta, ahora convertida en reina, se dedicó a gobernar el país bajo los principios de la Ilustración y la Libertad. Quienes se negaron a seguir la dieta que ella seguía, quedaron sentenciados a cárcel de por vida

El enlace de la pareja se celebró con gran pompa y entre el regocijo general. Al acabar la luna de miel, el rey se retiró de la vida pública abdicando del trono en favor de su sucesor, el príncipe. Cenicienta, ahora convertida en reina, se dedicó a gobernar el país bajo los principios de la Ilustración y la Libertad. Quienes se negaron a seguir la dieta que ella seguía, y a ingerir cualquier bebida distinta a la que ella bebía, quedaron sentenciados a cárcel de por vida. Las oficinas de los periódicos que publicaron opiniones contrarias a las suyas fueron pasto de las llamas. Todos los funcionarios y portavoces del Gobierno pusieron el mayor empeño en demostrar que cualquier miembro de la oposición era un rufián y un canalla, y en consecuencia debía ser considerado un paria social y abandonado en la primera cuneta a la vista. Los castigos eran de efecto inmediato y debían aplicarse a cualquier habitante de la faz de la tierra. Además de lo dicho, la nueva reina también abrió el camino de la libertad a sus hermanas de sexo. Tendrían derecho al voto, a ser elegidas para cargos públicos y a redactar nuevas leyes. De tal modo que a partir de entonces todas las mujeres del reino estuvieron gloriosamente ocupadas ejerciendo tareas públicas y nadie tuvo ya la osadía de enamorarse de ellas. Y así, vivieron felices y comieron perdices.

Colorín colorado, este cuento se ha acabado.»

Si se tolera un primer fraude en el mundo de las hadas, nada impide que acabemos leyendo caricaturas como la que acabamos de esbozar. De hecho, es más que posible que vayamos en esta dirección. El vicario de Wakefield nunca fue tan sabio como cuando se hartó de ser el más listo entre los listos. La realidad de este mundo ya nos resulta lo bastante dura y pesada, y en todas las etapas de nuestra vida. No permitamos que nos roben estas antiguas válvulas de escape que nos son preciosas. Señores, dejen a nuestros cuentos de hadas en paz.

*Traducción de Dolores Payás

Conservo un cariño inmenso por los cuentos de hadas de nuestra infancia, y estoy seguro de no ser el único en albergar estos sentimientos. Nos enamoraron cuando éramos niños y hoy siguen cautivando a millones de fantasías infantiles. También deleitaron a nuestros ancestros, esa legión de hombres y mujeres que, tras haber cumplido con las tareas que les encomendó la vida, ahora descansan en el sueño eterno. Sería difícil estimar el volumen y el alcance de la gentileza y compasión que han conseguido abrirse paso hasta nuestros corazones viajando por cauces tan ligeros. Entereza, cortesía, respeto por los pobres y los ancianos, ternura hacia los animales, amor por la naturaleza, aversión por la tiranía, rechazo de la fuerza bruta. Las ideas bondadosas que han germinado por primera vez en el corazón de los niños gracias a la inestimable ayuda de los cuentos de hadas son incontables. Y estos cuentos también nos ayudan a nosotros, los adultos. Suponen pequeños senderos libres de malas hierbas que de alguna manera nos permiten conservar nuestra juventud; en ellos podemos pasear con los niños, compartir sus deleites y olvidar la aspereza de nuestra vida cotidiana.

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