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Sigmund Freud no vio venir el peligro nazi: "Solo son bravatas de poca monta"
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Sigmund Freud no vio venir el peligro nazi: "Solo son bravatas de poca monta"

El famoso psicoanalista permaneció en Viena hasta casi el final, cuando los nazis ya se habían anexionado Austria. En 1939 emigró a Londres, aunque moriría poco después. El libro 'Salvar a Freud' (Crítica) cuenta esta historia

Foto: Sigmund Freud (sentado a la izquierda), Stanley Hall, Carl Gustav Jung, Abraham Arden Brill, Ernest Jones y Sándor Ferenczi en 1909 (Creative Commons)
Sigmund Freud (sentado a la izquierda), Stanley Hall, Carl Gustav Jung, Abraham Arden Brill, Ernest Jones y Sándor Ferenczi en 1909 (Creative Commons)

El 27 de enero de 1933, tres días antes de que Hitler fuera nombrado canciller, Eitingon le hizo otra visita a Freud en Viena para hablar de las consecuencias para su movimiento. Para entonces, Jones había sustituido a Eitingon como presidente de la Asociación Psicoanalítica Internacional, pero Freud todavía confiaba en este último, su hombre en Berlín, para tratar de preservar cuanto pudiera en Alemania. El 3 de abril instó a Eitingon en una carta a aguantar tanto tiempo como pudiera en Alemania mientras reconocía que el efecto dominó de la toma de poder nazi también se dejaba sentir en Viena. "No faltan los intentos de crear pánico, pero, al igual que usted, abandonaré mi puesto solo en el último momento, y es probable que ni siquiera entonces lo haga", escribió.

Entonces era más fácil contener el pánico en Viena que en Berlín, donde el incendio del Reichstag el 27 de febrero sirvió de excusa para suspender las libertades civiles y otorgar a Hitler plenos poderes dictatoriales en virtud de una ley con un nombre inocuo, la Ley Habilitante. Como había escrito Jones a Freud el 3 de marzo, "debe alegrarse de que Austria no forme parte de Alemania".

En el nuevo contexto, el antisemitismo se convirtió en política oficial y la profesión médica en un objetivo prioritario. Los médicos no arios, incluidos los psicoanalistas, ya no podían participar en los programas de seguros de salud públicos o privados, con lo que se les impedía ganarse la vida. Eitingon también se vio obligado a renunciar al cargo de director del Instituto Psicoanalítico de Berlín y fue reemplazado por Karl Boehm, uno de los dos únicos miembros "arios" de la junta.

Los médicos no arios, incluidos los psicoanalistas, ya no podían participar en los programas de seguros de salud públicos o privados

A finales de año, Eitingon emigró a Palestina, donde constituyó rápidamente la Asociación Psicoanalítica Palestina. La mayoría de los psicoanalistas judíos de Alemania también huyeron al extranjero. En Londres, Jones ayudó a organizar algunos de esos viajes e incluso pagó de sus ahorros el reasentamiento de la viuda y la hija de Karl Abraham. También estuvo en contacto asiduamente con Anna Freud, que seguía en Viena y era la secretaria de la Asociación Psicoanalítica Internacional, y escribió a colegas de otros lugares para dar la voz de alarma y buscar su ayuda. En abril, describió la situación general en una carta a Smith Ely Jelliffe, un psicoanalista de Nueva York:

"Estamos teniendo aquí una época agitada con los refugiados políticos. Unos setenta mil escaparon de Alemania mientras se producía el golpe. Entre ellos se encuentran la mayoría de los miembros de la Asociación Psicoanalítica Alemana... La persecución ha sido mucho peor de lo que usted parece pensar y su reputación ha estado a la altura de la Edad Media".

placeholder Interior de la casa en la Berggasse, 19, de Viena, hoy convertida en museo (Creative Commons)
Interior de la casa en la Berggasse, 19, de Viena, hoy convertida en museo (Creative Commons)

La maquinaria de propaganda nazi apuntó directamente no solo a los psicoanalistas alemanes, sino también al movimiento en general y a su fundador. "El psicoanálisis es un magnífico ejemplo de que nada bueno puede venir de un judío para nosotros los alemanes, aunque [Freud] produzca “logros científicos”. Incluso si nos dio un 5 % que era novedoso y aparentemente bueno, el 95 % de su doctrina es destructiva y aniquiladora para nosotros", se podía leer en el número de agosto-septiembre de 1933 de la revista Deutsche Volksgesundheit aus Blut und Boden (Salud Pública Alemana de la Sangre y la Tierra).

En la tarde del 10 de mayo, miles de estudiantes participaron en una marcha con antorchas que terminó en una plaza situada frente a la Universidad de Berlín. Allí prendieron fuego a una enorme pila de libros y siguieron añadiendo más ejemplares de autores a los que los nazis odiaban, desde Thomas Mann, Erich Maria Remarque y Lion Feuchtwanger hasta H. G. Wells, Jack London y Helen Keller. Y, naturalmente, Freud también figuraba en esa lista. Antes de que sus libros fueran arrojados a la hoguera, un orador dio una explicación personalizada: "¡Contra la sobrevaloración de la vida sexual, destructora del alma, y en nombre de la nobleza del espíritu humano, ofrezco a las llamas los escritos de un tal Sigmund Freud!".

"¡Contra la sobrevaloración de la vida sexual, destructora del alma, y en nombre de la nobleza del espíritu humano, ofrezco a las llamas los escritos de un tal Sigmund Freud!"

El ministro de Propaganda Joseph Goebbels declaró dirigiéndose a los estudiantes: "El alma del pueblo alemán puede expresarse de nuevo. Estas llamas no solo iluminan el final definitivo de una vieja era; también iluminan la nueva". En otras ciudades alemanas también hubo quemas similares de libros.

El primer impulso de Freud fue restar importancia a estos espectáculos escalofriantes. "¡Qué progresos estamos haciendo! En la Edad Media me habrían quemado a mí; hoy se contentan con quemar mis libros", le dijo a Jones. En palabras de su biógrafo Peter Gay, "debe de ser la ocurrencia menos clarividente que jamás haya dicho".

No obstante, Freud entendía al menos algunas de las implicaciones, en especial para sus allegados que aún vivían en Alemania. Apoyó las decisiones de Eitingon y otros colegas de irse antes de que el régimen nazi comenzara a limitar la emigración, sobre todo de los judíos. Y también respaldó plenamente la decisión de sus dos hijos de huir de Alemania. En una carta a su sobrino Samuel, que estaba en Mánchester, le informó de que para ellos "la vida en Alemania se había vuelto imposible". Ernst, el arquitecto y diseñador de interiores, se mudó a Londres, mientras que Oliver, el ingeniero civil, fue a Francia.

Alarmados por los acontecimientos que se sucedían en Alemania, varios amigos y colegas de Freud comenzaron a instarle a que emigrara. "En nuestros círculos ya hay mucha inquietud. La gente teme que las extravagancias nacionalistas de Alemania puedan extenderse a nuestro pequeño país. Incluso me han aconsejado que huya de inmediato a Suiza o a Francia", le dijo a Marie Bonaparte en una carta el 16 de marzo de 1933. Pero insistía en que todos esos consejos eran "tonterías". Y añadía: "No creo que exista peligro alguno aquí y, de llegar, estoy firmemente decidido a esperarlo aquí. Si me matan, bueno, es una clase de muerte como otra cualquiera. Pero probablemente solo son bravatas de poca monta".

placeholder 'Salvar a Freud', de Andrew Nagorski
'Salvar a Freud', de Andrew Nagorski

Diez días más tarde respondió a una invitación de Bonaparte para que fuera a vivir a su casa de Saint-Cloud, a las afueras de París. Le daba las gracias, pero añadía, dando otra muestra más de su confusión entre el deseo y la realidad: "He resuelto no hacer uso de ella; difícilmente será necesario. Las brutalidades parecen estar disminuyendo en Alemania". No obstante, en la misma carta era lo suficientemente realista para reconocer que el "sojuzgamiento sistemático de los judíos, a quienes se está privando de todas las posiciones, apenas si ha comenzado". También aducía que "la persecución de los judíos y la restricción de la libertad intelectual" eran los únicos puntos del programa de Hitler que se podían "llevar a la práctica". Todo lo demás era "debilidad y utopía".

Sándor Ferenczi, en un último intercambio de cartas con Freud antes de su muerte en mayo, insistió desde Budapest en que Freud necesitaba huir de Viena lo antes posible, pero este fue igual de inflexible en su respuesta y rechazó lo que llamó el "motivo de la huida", como había hecho con Bonaparte. "Me alegra poder decirle que no pienso abandonar Viena", le escribió el 2 de abril. Y enumeraba varias razones prácticas que motivaban su decisión: "Tengo problemas para moverme y dependo demasiado de mi tratamiento, que me ayuda a sentirme mejor y más cómodo. Además, no quiero dejar aquí mis posesiones. De todos modos, probablemente me quedaría aunque disfrutara de plena salud y juventud".

Freud: "No existe ningún peligro personal para mí. En mi opinión la huida solo estaría justificada si existiera una amenaza de muerte directa"

El quid de la cuestión era que Freud quería creer que podría seguir viviendo en Viena el tiempo que le quedara de vida, sin importar lo que sucediera en Alemania. "No existe ningún peligro personal para mí, y cuando usted dice que la opresión a la que estamos sometidos los judíos nos depara una vida sumamente desagradable, no debe olvidar la incomodidad que supone reasentarse en el extranjero, ya sea en Suiza o en Inglaterra, donde acogen refugiados. En mi opinión la huida solo estaría justificada si existiera una amenaza de muerte directa", le dijo a Ferenczi.

Cuatro días después de que quemaran sus libros en Berlín, Freud le escribió a Lou Andreas-Salomé en un tono más reflexivo, insinuando que no era tan optimista como de costumbre sobre la supuesta ausencia de peligro inmediato: "Con nosotros las cosas son como cabría esperar en estos tiempos de locos. Incluso Anna está deprimida en algunos momentos".

placeholder Sigmund Freud con sus hijos en 1914 (Creative Commons)
Sigmund Freud con sus hijos en 1914 (Creative Commons)

El popular escritor judío austriaco Stefan Zweig, cuyos libros también fueron arrojados a la hoguera en Berlín, habló con Freud en varias ocasiones de los "horrores del mundo de Hitler". "Como persona estaba profundamente conmovido, pero como pensador no le sorprendía en absoluto aquel escalofriante estallido de bestialidad", recordaba Zweig. Como Freud "negaba la supremacía de la cultura sobre los instintos", el ascenso de los nazis confirmaba horriblemente, "y en verdad no estaba nada orgulloso de ello, su opinión de que la barbarie, el elemental instinto de destrucción, era inextirpable del alma humana".

Freud podía analizar los acontecimientos de esa manera tan desapegada, pero era incapaz de extraer las conclusiones lógicas que suponían para su situación. No era el único, sobre todo en Austria, donde persistía la ilusión de que se podrían mantener a raya los peligros de la barbarie y el instinto de destrucción. "Hoy todos recordamos con poco orgullo la ceguera política de aquellos años y vemos con horror hasta dónde nos ha conducido; quien quisiera explicarlo tendría que acusar, ¡y quién de nosotros tendría derecho a hacerlo!", escribiría Zweig más tarde.

Stefan Zweig: "Hoy todos recordamos con poco orgullo la ceguera política de aquellos años y vemos con horror hasta dónde nos ha conducido"

Aunque algunos judíos alemanes como Einstein, que partió hacia Estados Unidos en diciembre de 1932, en vísperas del ascenso de Hitler, comprendieron pronto la magnitud del peligro, fueron la excepción más que la regla. Zweig escribió: "Tengo que confesar que en 1933 y todavía en 1934 nadie creía que fuera posible una centésima, ni una milésima parte de lo que sobrevendría al cabo de pocas semanas".

No obstante, Zweig también podría haber señalado que su ceguera política no duró tanto como la de Freud. A diferencia de este, no tardó en llegar a la conclusión de que Austria no iba a librarse de los horrores de Hitler y emigró a Inglaterra en 1934. En 1940, él y su segunda esposa se trasladaron brevemente a Estados Unidos antes de establecerse en Petrópolis, Brasil. Allí se sentía solo y aislado, deprimido por las primeras victorias alemanas en la guerra, y podía imaginar muy vívidamente lo que estaba ocurriendo en la Europa controlada por los nazis. El 22 de febrero de 1942 tanto él como su esposa tomaron una sobredosis de barbitúricos. En la nota de suicidio, Zweig explicaba que ahora que su "patria espiritual, Europa, se ha destruido a sí misma", lo que incluía su mundo germanoparlante, él ya no tenía fuerzas para seguir adelante.

El 27 de enero de 1933, tres días antes de que Hitler fuera nombrado canciller, Eitingon le hizo otra visita a Freud en Viena para hablar de las consecuencias para su movimiento. Para entonces, Jones había sustituido a Eitingon como presidente de la Asociación Psicoanalítica Internacional, pero Freud todavía confiaba en este último, su hombre en Berlín, para tratar de preservar cuanto pudiera en Alemania. El 3 de abril instó a Eitingon en una carta a aguantar tanto tiempo como pudiera en Alemania mientras reconocía que el efecto dominó de la toma de poder nazi también se dejaba sentir en Viena. "No faltan los intentos de crear pánico, pero, al igual que usted, abandonaré mi puesto solo en el último momento, y es probable que ni siquiera entonces lo haga", escribió.

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