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'La casa de Bernarda Alba': el dolor de la herencia y la educación machista recibidas
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'La casa de Bernarda Alba': el dolor de la herencia y la educación machista recibidas

Alfredo Sanzol ha creado una propuesta novedosa con el texto de Lorca, muy minimalista, con música electrónica y que, aunque a veces funciona, otras no se entiende. En el María Guerrero hasta el 31 de marzo

Foto: 'La casa de Bernarda Alba', con Ana Wagener como Bernarda en el centro. (Bárbara Sánchez Palomero)
'La casa de Bernarda Alba', con Ana Wagener como Bernarda en el centro. (Bárbara Sánchez Palomero)

Adela (Claudia Galán) baila música electrónica mientras juguetea con un vestido verde tras subir un telón convertido en mantilla. Después las luces se apagan y cuando vuelven aparece un espacio reducido, un tanto agobiante —esos tejados de dos aguas— y mujeres de negro, de luto riguroso, algunas llorando y penando. Y después una presencia que lo inunda todo, la de Bernarda (Ana Wagener), esta vez sin bastón, que dice por si a alguien se le olvida: “En ocho años que dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento de la calle. Hacemos cuenta de que hemos tapiado con ladrillos puertas y ventanas. Así pasó en casa de mi padre y en casa de mi abuelo…”. Y se acabó el vestido verde, y la música electrónica y la fiesta y la libertad.

Quien más y quien menos reconoce aquí el inicio de La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca, pasado esta vez por la batidora del director y dramaturgo Alfredo Sanzol (El bar que se tragó a todos los españoles, La ternura), que ha metido la electrónica y que ha situado a las actrices en un escenario minimalista con apenas unas sillas de Ikea y todo o muy blanco o muy negro —los deseos de libertad/sexualidad vs. la reclusión—, una escena mod que intenta llevar la obra que Lorca concibió en 1936 a un cierto presente y que a veces funciona, sobre todo por su intención… y otras se queda flojucha, como si la propuesta, aunque acertada, dinámica, bien llevada, no acabara de rematar (y en ocasiones no acabáramos de entender).

Lorca escribió este texto poco antes de ser asesinado al comienzo de la Guerra Civil y en él, como hizo en Yerma, Bodas de sangre o Doña Rosita la soltera, abordó la situación de las mujeres en su época: un machismo atroz (también por parte de las mujeres, como es el caso de Bernarda, por toda esa educación recibida) que las recluía en las casas, las atemorizaba y las mataba con el beneplácito de todo el pueblo si tenían relaciones sexuales fuera del matrimonio o cometían adulterio. Hace un siglo eso era lo normal aunque ellas lo único que quisieran fuera bailar.

"Es una obra que a veces funciona… y otras se queda flojucha, como si la propuesta, aunque acertada, dinámica, no acabara de rematar"

El poeta y dramaturgo escribió una crítica voraz llena del refranero y el costumbrismo que conocía bien. Por lo que fuera, la obra no se llegó a estrenar hasta 1945 de la mano de Margarita Xirgú en Buenos Aires. Y en España no se montó hasta 1950 en un pequeño teatro de Madrid, La Carátula, que hoy ya no existe. La primera gran pieza la hizo Juan Antonio Bardem en 1964 en el teatro Goya (también desaparecido). Después llegaría una revolucionaria, ya en 1976 con el dictador muerto: Ismael Merlo en el papel de Bernarda, la primera vez que lo hacía un hombre y donde se jugaba con la diversidad sexual (que no se inventó antes de ayer). Y en 1984 la icónica de José Carlos Plaza con Berta Riaza como Bernarda y Ana Belén como Adela en el Español. Aunque, seguramente, la que más caló en el imaginario colectivo fue la versión cinematográfica de 1987 de Mario Camus, con Irene Gutiérrez Caba como la Bernarda dura de ordeno y mando que daba miedo y Ana Belén otra vez como Adela.

Desde entonces ha habido otras muchas propuestas y esta de Sanzol intenta combinar ese pasado machista de reclusión, oscuridad y falta de todo tipo de libertades para las mujeres con un presente en el que hay que seguir luchando por ponerse un vestido verde porque la herencia machista recibida persiste (y no ha sido poco el daño hecho). Y, como decíamos al principio, si bien no está nada mal la idea de innovar y arriesgar —es muy interesante la escenografía—, hay algo que se diluye como un azucarillo sin compactar.

Para empezar, la idea de la música electrónica, que no queda del todo integrada. De vez en cuando, ellas, las chicas —aunque Angustias ya supera los 40—, se ponen a bailar inconexamente y después empieza la escena. Me consta que no siempre se entiende.

El personaje de Bernarda es el epítome de la cultura machista de la época. Y del qué dirán. Y de las apariencias. Y las encierra a todas bajo siete candados y con el rabillo del ojo abierto cada noche por si alguna se desmanda. Sin embargo, Ana Wagener, que es una grandísima actriz —de cine, de teatro y de televisión— ha hecho esta vez un personaje atenuado, suavizado, que en ningún momento da miedo y que más que un gesto duro lo tiene dolorido, lo que llama la atención si se han visto otras Bernardas. Es más, es un personaje que parece que entiende a sus hijas. Y, de hecho, ese "¡Silencio! ¡Silencio he dicho!" del final no lo dice como un grito de punto y final y aquí se acabó todo, sino medio lloriqueando. ¿Quizá porque no puede con las ansias de libertad de sus hijas? ¿Quizá porque esta vez está llorando también por ella misma y la educación machista recibida?

Porque sí que hay un acento continuo en la obra en la necesidad de salir de esa casa de estas mujeres. Pero de todas ellas, también de las criadas —muy correcta Ane Gabarain como Poncia y estupendísima Inma Nieto como la otra criada—. Necesidad de salir, de sexo (como ese caballo encerrado que dan coces) y de disfrutar. Ese es el punto más atractivo de este montaje: las chicas quieren irse de rave y no pueden. Las chicas, como Martirio, como Adela —las dos actrices, Sara Robisco y Claudia Galán, le ponen el carisma necesario— quieren amar y no pueden (Patricia López Arnaiz, por el contrario, es una Angustias que parece un poco que pasaba por ahí y demasiado dulce para el personaje, no la mujer triste y amargada que creó Lorca). Y aunque todo eso como grito está bien, algo chirría: en la España de la música electrónica… ¿qué te lo impide? Porque en este caso ni siquiera hay una crítica a Pepe el Romano, el personaje que no está pero siempre está, y que va a de una a otra por dinero, en un caso, y por deseo sexual, en el otro.

Es una obra que redime a Bernarda por la educación recibida (y la que han recibido tantas mujeres). Este es el mejor acierto del montaje

Lorca cerró la obra con un disparo y un final a lo Romeo y Julieta pero con todo el peso del costumbrismo y la educación española durante tantos siglos. Bernarda, por intentar coartar la libertad de sus hijas acaba sufriendo el mayor dolor que puede tener una madre. Y llora y aquí parece que se da cuenta. Aquí comprende que la falta de libertad solo puede acabar mal. Es una obra que redime a Bernarda por la educación recibida (y la que han recibido tantas mujeres). Este es el mejor acierto de un montaje que con un poco de garra y quizá menos minimalismo (cuesta enfocar toda la simbología que tiene la obra o la intención de la música electrónica, que parece que es el recurso básico para contemporaneizar, y de la propia Bernarda) hubiera quedado más redondo.

Adela (Claudia Galán) baila música electrónica mientras juguetea con un vestido verde tras subir un telón convertido en mantilla. Después las luces se apagan y cuando vuelven aparece un espacio reducido, un tanto agobiante —esos tejados de dos aguas— y mujeres de negro, de luto riguroso, algunas llorando y penando. Y después una presencia que lo inunda todo, la de Bernarda (Ana Wagener), esta vez sin bastón, que dice por si a alguien se le olvida: “En ocho años que dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento de la calle. Hacemos cuenta de que hemos tapiado con ladrillos puertas y ventanas. Así pasó en casa de mi padre y en casa de mi abuelo…”. Y se acabó el vestido verde, y la música electrónica y la fiesta y la libertad.

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