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Campo y ciudad: historia de dos realidades cada vez más separadas
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Fernando Caballero Mendizabal

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Campo y ciudad: historia de dos realidades cada vez más separadas

Si no se actúa pronto, corremos el riesgo de que la ciudad global considere que los problemas y los valores del campo no son los suyos y que, por tanto, no hay ningún motivo para solidarizarse con sus habitantes

Foto: Protestas agrarias en Alicante. (Europa Press/Joaquín Reina)
Protestas agrarias en Alicante. (Europa Press/Joaquín Reina)
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Estas semanas se han escrito ríos de tinta sobre las protestas del campo y se han criticado mucho sus motivos, sus exigencias y sus estridencias. Ya ocurrió hace cuatro años, justo antes de la pandemia. En 2020 sus reivindicaciones se las llevó por delante la catástrofe sanitaria. Hoy el campo está aún peor y, como entonces, vemos que sus protestas molestan a muchos. Ni lo que dicen ni cómo lo dicen está alineado con los intereses y con la estética que aceptan muchas personas en las ciudades. Eso tampoco es nuevo. Hace poco escribía sobre la territorialización de las ideologías en nuestro país. Esto no solo aumenta la tensión política entre regiones más progresistas y otras cada vez más conservadoras, ocurre lo mismo entre el campo y la ciudad global. El mismo día que aparecen en la tele los tractores llenos de banderas y los agricultores con su ropa de caza, sus "fachalecos" y su retórica ruda, lo hacen por la noche los cineastas, presentadores y políticos muy sonrientes en una gala de cine. A ambas escenas les separaba un abismo. ¿Quiénes están en el centro del sistema? ¿Quiénes están más cerca del poder? ¿Y Quiénes son los outsiders y perdedores? Las ciudades globales y el mundo rural parecen cada día más lejos las unas de las otras.

Por eso hoy viajaremos por la historia a un episodio que ilustra con crudeza lo que ocurre cuando la economía y la cultura terminan por separar a los habitantes de una ciudad y de su campo. Al fin y al cabo mirar hacia atrás siempre ayuda a imaginar lo que nos viene por delante. Ocurrió en el tránsito de la Edad Media a la edad Moderna, en una isla del Báltico. Un sistema en miniatura que incluía una importante ciudad comercial y un territorio interior agrícola.

Durante más de un siglo el comercio global estaba garantizado a través de la Ruta de la Seda por los kanatos de Asia central. Prosperaban en Europa las compañías comerciales italianas y las ligas de ciudades. Además, el óptimo climático permitía abundantes cosechas en un mundo más caluroso que el nuestro. Se levantaban catedrales hasta el cielo y se creaban universidades a las que acudían estudiantes y académicos de todos los rincones de Europa.

A mediados del siglo XIV los barcos genoveses trajeron la pandemia desde China justo cuando el clima comenzó a cambiar y el enfriamiento global precipitaba a los reinos europeos hacia el fin de la Edad Media. El poder de la nobleza rural se debilitaba frente a los monarcas, los burgos y sus burgueses. Durante los dos siglos que conforman la llegada de la Edad Moderna, de 1350 a 1550 lo que veremos no es una salida pacífica y equilibrada entre las ciudades y el campo, sino un sálvese quien pueda cada vez más autoritario, dirigido desde el poder y que terminará con el establecimiento de las signorias, los estados y los leviatanes absolutistas que centralizarían definitivamente el poder en las ciudades. Y así hasta hoy.

Foto: Un agricultor en una protesta en Toledo. (Europa Press/Diego Radamés)

Durante los duros años de la Peste Negra, el rey de Dinamarca, Valdemar Atterdag, aprovechó la debilidad de los señoríos y ciudades de Jutlandia y Scania, muy vinculados a las ciudades libres de la Liga Hanseática, para centralizar y reforzar su poder como soberano. Pronto fijó su mirada en la isla de Gotland y en su capital, la otrora opulenta y poderosa Visby; ciudad que ahora debía hacer frente a nuevas metrópolis comerciales como Lübeck, tratando de vincularse al rey Magnus Eriksson de Suecia y salir así de su decadencia económica. Valdemar pensó que había que recordarle a los isleños a quien debían vasallaje de la única manera que sabía. Cuando desembarcó con un ejército de mercenarios teutones, lo que encontró fue una isla profundamente dividida.

Explicaba Karl Polanyi que en esa época, uno de los elementos de desencadenaron la acumulación de capital en las grandes ciudades fue vincular dos mercados hasta entonces estrictamente separados, el de proximidad y el del "comercio internacional". Los habitantes de las ciudades compraban a los proveedores extranjeros y a los campesinos por separado. Pero Gotland era una isla. Como miembros de la Hansa, los mercaderes de la ciudad eran también los comerciantes internacionales y controlaban el tráfico marítimo. En cambio los habitantes del campo, al no tener flotas ni fronteras terrestres, solo tenían un comprador: la ciudad comercial. Gotland no podía vivir sin Visby, pero la cosmopolita Visby ya vivía de espaldas a Gotland.

"Su muralla no defendía la ciudad del mar, sino de la tierra a la que imponía sus condiciones"

Su muralla no defendía la ciudad del mar, sino de la tierra a la que imponía sus condiciones. Durante siglos las diferencias y la animadversión entre el campo y la ciudad se habían agrandado conforme los intereses de ambos divergían. Además, frente a la población homogénea de campesinos godos, la ciudad había cambiado radicalmente, sus habitantes ahora eran rusos, letones, suecos y alemanes. Al desembarcar, Valdemar no tuvo ni que crear la más mínima cizalla entre unos y otros. Los agricultores acudieron a la defensa de sus tierras y tras varias escaramuzas, hombres, mujeres, niños y ancianos se enfrentaron con sus viejas armaduras vikingas y sus aperos de labranza a las poderosas tropas teutónicas el 27 de julio de 1361. Fueron arrasados. Pero lo macabro del asunto es que la masacre se produjo a los pies de las murallas de Visby. Los agricultores suplicaban la protección de la ciudad y su ayuda frente al invasor.

Pero las puertas permanecieron cerradas, y sin disparar una sola flecha, los ciudadanos de aquel burgo libre miraban aterrados desde lo alto de las murallas cómo asesinaban a sus vecinos. Terminada la matanza, Valdemar exigió a la ciudad el completo vasallaje y el pago de un elevado "rescate" para evitar el saqueo. Las puertas se abrieron, y los comerciantes, obligados a desprenderse de sus inversiones, se empobrecieron. Aunque terminaría vinculada a Suecia, Visby nunca recuperó su antiguo esplendor y hoy es una agradable ciudad de veraneo.

placeholder Rescate de Visby tras la batalla, obra de Carl Gustaf Hellqvist.
Rescate de Visby tras la batalla, obra de Carl Gustaf Hellqvist.

La historia de Gotland nos cuenta como una ciudad de cierta importancia, por mantener la ilusión de seguir unida a los mercados globales, les dio la espalda a sus campesinos y acabó desaparecida en la irrelevancia. El ejemplo clásico de una brutal traición que sirve para ilustrar como unas formas de vida cada vez más distintas llevan a las sociedades de las grandes ciudades globales a ignorar y despreciar las reivindicaciones y los intereses de una parte de sus vecinos, a los que poco a poco dejan de considerar conciudadanos. Hasta el punto que esa división termina por debilitarnos a todos.

Por un lado tenemos el mundo la economía financiera promoviendo una concentración del campo contraria los intereses de los pequeños agricultores. Por otro, las políticas de las administraciones, que constriñen a través de cuotas, subidas jacobinas del SMI y acuerdos de libre comercio las opciones de esos mismos agricultores. Y, por último, tenemos a los habitantes de las ciudades, cuyas élites, sean yuppies de derechas o progresistas (cuyas estridencias performativas vemos en galas como la de los Goya), miran el campo con incomprensión y desprecio. Desde las tertulias y las ruedas de prensa se ataca su estética, molestan las banderas de sus tractores y sus maneras poco sofisticadas. Al final, los políticos (tanto los que trabajan en los partidos como los que lo hacen en la prensa) les acusan de fascistas y conspiranoicos.

Foto: Protesta de agricultores en Zaragoza. (EFE)

Pero esas banderas son una exigencia sobre lo común. Buscan que las naciones desempeñen su papel como herramienta de defensa y de trasvase de rentas entre las ciudades globales y un campo que poco a poco se convierte en un mero Hinterland del que extraer recursos sin asumir responsabilidades.

Las políticas de la ciudad, pensadas mayormente para los votantes de la ciudad, acotan las posibilidades del campo empujando a su despoblación y reconversión en narco territorios que suplen precisamente la demanda de las mismas élites que los ahogan. Las críticas ad hominem que se vierten sobre algunos agricultores, manchan a todo el sector y sirven para aumentar la incomprensión mutua y a la larga también el resentimiento en ambas partes. Como afirma desde hace años Manuel Pimentel, si las cosas no cambian el campo se vengará. O al menos lo intentará, dado que cada vez son menos y más pobres.

A lo largo de las próximas tres décadas nos enfrentaremos a un gran desacople entre las zonas densamente pobladas y las zonas vacías del interior. Conforme desaparezcan los boomers y nos acerquemos al punto de no retorno, es probable que la corrección que, a la desesperada, intente imponerse desde el campo adquiera tintes más violentos. Una revuelta en toda regla. Perderán, porque ya son menos y más pobres. Si el campo no triunfa en su búsqueda de protección y lo hacen nuevamente los intereses y las ideologías de las ciudades, el mundo rural que conocemos habrá muerto y su sometimiento supondrá el paso definitivo para su mutación. La población de las ciudades se sabe mayoritaria, y por eso una de las primeras demandas, transversal a los partidos urbanos (Podemos y Ciudadanos), fue promover un cambio de la ley electoral que, según ellos sobrerrepresenta injustamente a los territorios menos poblados.

"Si el campo no triunfa en su búsqueda de protección y lo hacen nuevamente los intereses de las ciudades, el mundo rural habrá muerto"

Por eso una reacción fallida del campo puede hacer que la población de las ciudades racionalice sus intereses y vea como injusto la actual correlación de fuerzas. La derecha liberal defenderá los intereses del libre movimiento y la desprotección arancelaria, mientras que la izquierda urbana tendrá muchos problemas para empatizar culturalmente con las protestas y sus símbolos porque considerará un problema sus ideologías reactivas a las formas de vida abiertas y "libres" propias de las ciudades.

Como ocurrió en las murallas de Visby, muchos mirarán para otro lado. Si no se actúa pronto, corremos el riesgo de que la ciudad global considere que los problemas y los valores del campo no son los suyos y que por tanto que no hay ningún motivo para solidarizarse con sus habitantes. Que son distintos a ellos. Que no les deben nada. En vez de proteger al campo, la ciudad se protegerá del campo puenteándolo, importando los productos que necesite desde otros lugares y anulándolo definitivamente cuando, ante sus ojos, permita su definitiva absorción por grandes los fondos y con ello, aplauda su uberización.

Foto: Protestas de ganaderos y agricultores en Zaragoza. (Europa Press/Ramón Comet)

Lo que no han entendido quienes hoy escupen sobre el campo es que cuando las puertas de la muralla se abran, será un tercero más poderoso quien también someterá la ciudad a su voluntad una vez compre y concentre los cultivos y amenace con subir precios. No será un rey con sus hordas mercenarias, ni serán estridentes granjeros. No saldrán en la televisión. Irán de traje y se reunirán con nuestros gobernantes discretamente. Todo muy limpio, sin tractores y sin cortes de carretera. Así se pierden las batallas ahora.

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Se aceleran los procesos que desandan la modernidad ilustrada. Ese sistema que establecía que todos los habitantes de la nación eran iguales. Hace seis meses fueron las banlieues parisinas las que ardían y ahora son, otra vez, los tractores los que sitian los distritos más exclusivos de esa y otras muchas capitales. Europa hace aguas. La globalización cambia tras la pandemia y las tensiones derivadas de un nuevo cambio en el clima hacen reaparecer las migraciones masivas, las guerras y los ejércitos mercenarios. Si hoy no somos generosos ni siquiera con nuestros agricultores, nada nos augura que los futuros leviatanes (sean estados o no), lo vayan a ser con nosotros y renuncien al autoritarismo.

Estas semanas se han escrito ríos de tinta sobre las protestas del campo y se han criticado mucho sus motivos, sus exigencias y sus estridencias. Ya ocurrió hace cuatro años, justo antes de la pandemia. En 2020 sus reivindicaciones se las llevó por delante la catástrofe sanitaria. Hoy el campo está aún peor y, como entonces, vemos que sus protestas molestan a muchos. Ni lo que dicen ni cómo lo dicen está alineado con los intereses y con la estética que aceptan muchas personas en las ciudades. Eso tampoco es nuevo. Hace poco escribía sobre la territorialización de las ideologías en nuestro país. Esto no solo aumenta la tensión política entre regiones más progresistas y otras cada vez más conservadoras, ocurre lo mismo entre el campo y la ciudad global. El mismo día que aparecen en la tele los tractores llenos de banderas y los agricultores con su ropa de caza, sus "fachalecos" y su retórica ruda, lo hacen por la noche los cineastas, presentadores y políticos muy sonrientes en una gala de cine. A ambas escenas les separaba un abismo. ¿Quiénes están en el centro del sistema? ¿Quiénes están más cerca del poder? ¿Y Quiénes son los outsiders y perdedores? Las ciudades globales y el mundo rural parecen cada día más lejos las unas de las otras.

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