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Theodor Herzl: las entrañas del laboratorio diplomático que creó el Estado de Israel
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Theodor Herzl: las entrañas del laboratorio diplomático que creó el Estado de Israel

La semilla del nuevo sionismo de Theodor Herzl, unida a la carambola de la Primera Guerra Mundial y la simpatía por la causa sionista en Europa, consiguió lo imposible en solo 50 años

Foto: Theodor Herlz (primer plano), en un barco hacia Israel en 1898. (Photography Dept. Goverment Press Office)
Theodor Herlz (primer plano), en un barco hacia Israel en 1898. (Photography Dept. Goverment Press Office)

"Una nación promete solemnemente a una segunda el territorio de una tercera". Así definió el periodista y escritor judío Arthur Koestler el contenido de la Declaración Balfour de 1917, el documento diplomático más improbable y controvertido del siglo XX, del que se derivaría tan solo 31 años después la creación del Estado de Israel en lo que supuso además el nacimiento de una nueva era mundial tras el cataclismo de la Segunda Guerra Mundial.

La frase pertenece a la obra de Koestler Promise and Fulfilment, Palestine 1917-1949, escrita precisamente durante su estancia como corresponsal en la primera guerra árabe-israelí de 1945, que acabaría por consagrar al Estado de Israel: “Ninguna otra consideración secundaria puede eclipsar la increíble originalidad del procedimiento”, proseguía, “es cierto que los árabes en Palestina vivían bajo el yugo del imperio otomano, pero también que estaban allí asentados desde hacía siglos y que se podía considerar su país en el sentido generalmente aceptado del término”.

La discutible visión de Arthur Koestler sobre el pueblo palestino y su idea de país no deja de ser sorprendente sin embargo teniendo en cuenta que Koestler era escritor y periodista, judío y nacido Budapest, exactamente igual que Theodor Herzl, el verdadero responsable de que el movimiento sionista tomara forma para reunir definitivamente a los judíos dispersos por la diáspora desde el siglo VII a. C para retornar a la tierra prometida de la Biblia y recuperar o crear de nuevo la nación-estado que habrían representado de alguna forma los israelitas de la casa de David según los textos bíblicos.

placeholder Herzl (izquierda), junto a Max Mandelstamm, líder de los sionistas rusos, en 1903. (Photography Dept. Goverment Press Office)
Herzl (izquierda), junto a Max Mandelstamm, líder de los sionistas rusos, en 1903. (Photography Dept. Goverment Press Office)

Así, durante varios siglos el pueblo judío, sin patria, había recalado en diversos países, especialmente en Europa como una comunidad definida por la religión y sus costumbres pero ansiando en muchos casos la idea de política de nación. No sería hasta que Theodor Herzl publicara en Viena Der JudenstatEl Estado judío— cuando cristalizaría realmente el movimiento sionista, el retorno a Zion, una nación en la tierra misma de sus antepasados bíblicos. ¿Cómo se pudo forjar esa nación a partir de una vaga noción de algo ocurrido más de mil años antes?

La concatenación de una serie de elementos como fueron un nuevo escenario geopolítico, el surgimiento de los estados-nación y el auge de la filosofía romántica, unidos al misticismo y a las aspiraciones de algunos judíos, sembraron un germen que se abrió paso firme durante el siglo XIX. Primero, la debilidad y decadencia del Imperio Otomano hacia mitad del siglo XIX atrajo la atención de las cancillerías europeas: se podría crear un Estado Independiente en Siria-Palestina, un “estado tapón judío entre turcos y egipcios que reforzaría la influencia británica en Oriente Medio.

Segundo, la tradición bíblica impregnaba los valores occidentales y la idea de una nación que reuniera a los judíos dispersos del mundo resumía un ideal romántico de la época. Debilitar al turco, extender los valores occidentales de la misma biblia… el sionismo, que nunca fue una demanda del judaísmo tradicional en cambio se abrió así paso en Gran Bretaña y Francia en donde se les comienza a asignar al sionismo prácticamente una misión civilizadora de occidente en Oriente. No era ya tiempo de cruzadas pero al fin y al cabo seguían siendo los santos lugares ¿no sería mejor una nación judía que árabe?

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No se puede ocultar que como otros nacionalismos mesiánicos, Herzl supo pulsar con la reformulación del movimiento sionista las bases de la nación de Israel en torno a un pasado mítico y más bien dudoso y con una realidad más que tozuda: por ejemplo, como nación el pueblo de Israel necesitaría su propio idioma, el hebreo en teoría y no el yiddish, —definir— que era la lengua que hablaban la inmensa mayoría de los judíos entonces incluyendo al propio Theodor Herzl, que no sabía hebreo, como casi ningún judío en ese momento decía: “¿Quién sabe algo más de hebreo que para pedir un billete de tren como mucho?”

Arthur Koestler era ya en 1945 bastante ácido con la cuestión de la creación de sionismo: “El hebreo como lengua hablada había dejado de desarrollarse mucho antes de los inicios de la era cristiana. En tiempos de Jesús los judíos en Palestina hablaban en arameo y solo existía el hebreo-rabínico —algo así como el latín para la Iglesia Católica—. Es más, los eruditos judíos de los siglos XI y XII (Moisés ben Maimón, Ibn Ezra, Ibn Gabirol) escribieron en árabe, al igual que sus descendientes escribieron en alemán, inglés y francés. Probablemente las últimas obras literarias de algún mérito escritas en lengua antigua sean los poemas de Juda Halevy (c. 1085-c. 1140); aunque Halevy también escribiera sus obras filosóficas en árabe”.

Lo que se evidenciaba es que los judíos asimilados en toda Europa estaban montando una nación sobre algo más mítico que real

Lo que se evidenciaba es que los judíos asimilados en toda Europa, como el propio Herzl, estaban montando una nación sobre algo más mítico que real, como ha tendido a ocurrir con los puros movimientos románticos nacionalistas, ya sea el caso de Cataluña, Córcega o el País Vasco. La cuestión es importante, porque lo que realmente podía estar ocurriendo era que se crease una nación, en base a la persecución y no a la verdadera unión o destino común que podían haber tenido en la tradición bíblica.

Los judíos franceses, alemanes, británicos, eran de alguna forma además desposeídos de esta forma de sus propias nacionalidades asimiladas y eran obligados a ser israelíes, dicho de otro modo. Herzl trató de esquivar la cuestión: “Si los judíos ya asimilados, como lo están los judíos franceses, protestan contra el proyecto de un Estado judío, que sepan que el proyecto no les afectara en absoluto —pues serán los judíos más pobres, más necesitados, más extranjeros, los que irán a construir el nuevo Estado” —Theodor Herzl, El Estado judío—.

Según Charles Zorgbibe la publicación del Estado judío, no cayó inicialmente bien en el círculo de Viena: “La clase dirigente judía en Viena denunció que era una vuelta al mesianismo medieval y el gran rabino Güdemann se sublevó contra ese nacionalismo judío de Herzl subrayando que los judíos no constituían una nación y que el sionismo era incompatible con el judaísmo”. De hecho, todo el planteamiento de Herzl parecía una pequeña chaladura propia de un panfleto con la única idea cierta de lanzar un movimiento nacional judío para retornar simple y llanamente la Tierra Prometida de la Biblia, que es exactamente lo que era, aunque más adelante se planteara brevemente Argentina, que evidentemente se rechazó —Charles Zorgbibe, Historia de las relaciones internacionales I. De la Europa de Bismarck al final de la Segunda Guerra Mundial—.

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La tierra tenía que ser Sion, Palestina, la antigua tierra de los Reinos de Israel y Judea de los textos bíblicos. La cuestión dominó a Herzl que fundo un pequeño periódico, el Die Welt —no el periódico alemán actual— para apoyar la causa y consiguió en cambio la convocatoria de un gran Congreso en Basilea que tuvo un impacto inmenso después de que Herzl y los miembros del mismo rechazaran una colonización subrepticia del territorio como ya existía en pequeñas porciones de Palestina, a cambio de un verdadero hogar “reconocido públicamente y garantizado jurídicamente”. Era la verdadera clave, un apoyo internacional y una conciencia mundial de que les pertenecía es herencia largamente vetada por los siglos.

En esos términos, solo la negociación y persuasión diplomática podía arrancar algún compromiso para esa nueva nación surgida de las brumas de un pueblo cuya religión, el judaísmo, no reconocía el proyecto de esa nación, cuyo teórico idioma antiguo, el que les vincularía con su pasado, el hebreo, no era apenas hablado ni entendido por nadie y cuya tierra jamás habían visitado más allá de con la imaginación en los textos bíblicos. ¿Theodor Herlz reencarnado en una suerte de Moisés y liderando a su pueblo judío de nuevo a la Tierra Prometida?

placeholder El Congreso de Basilea de 1897. (Photography Dept. Goverment Press Office)
El Congreso de Basilea de 1897. (Photography Dept. Goverment Press Office)

En Constantinopla, el sultán le dio un portazo a la pretensión del nuevo Estado de Israel, cualesquiera que fueran las contrapartidas, y que incluyeron el saneamiento de las arcas en quiebra de los otomanos por parte de los judíos. Después buscaría el apoyo en Berlín donde el káiser Guillermo II también le negó cualquier ayuda en la operación y por último Theodor Herzl recaló en Londres. En ese punto comenzaron los delirios; Joseph Chamberlain les ofreció Uganda y aún peor una colonia judía en El-Arich, una región de Egipto. Parecía una burla: ¿Otra vez [sic] en Egipto como el pueblo esclavo de la Biblia?

Durante todo el tiempo, tal y como señala Charles Zorgbibe parece como si Palestina estuviera desierta y no ocupado por árabes que aún sin una conciencia nacional llevan en esa tierra siglos. El tímido despertar árabe surge cuando el palestino Negib Azury, que había sido adjunto al gobernador otomano de Jerusalén, rompe con los turcos, crea la Liga de la Patria Árabe y hace notar con astucia que los límites propuestos ahora por los sionistas no se parecen en nada ni siquiera los de los reinos bíblicos: “Ni en tiempos de Josué, ni bajo la monarquía de David y Salomón, los judíos pudieron ocupar las fronteras naturales del país para impedir el paso a conquistas e invasiones, las fronteras que Israel tiene o reclama ahora”.

Foto: Ataque en la Franja de Gaza en octubre de 2023. (EFE/Mohammed Saber)

La gran oportunidad se produjo sin embargo, algunos años más tarde, cuando Theodor Herzl ya había extendido bastante el sionismo, incluso después de su muerte en 1904 y tras la Primera Guerra Mundial, cuando el Imperio otomano que dominaba la región de Palestina fue desmembrado. La oportunidad estaba ahí: la determinada clase política británica estaba dispuesta a ofrecer a los judíos su Sion. Finalmente, con el Protectorado de Palestina en manos de los británicos, el 2 de noviembre de 1917 se comunica la declaración Balfour a los sionistas:

“El Gobierno de Su Majestad contempla favorablemente el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío y no escatimará esfuerzos para la realización de ese objetivo, en el entendimiento de que nada será hecho que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías en Palestina, así como a los derechos y al estatus político que puedan gozar los judíos en cualquier otro país”. Lo más difícil se había conseguido y en unos ridículos veinte años, desde la publicación de Theodor Herzl de El Estado judío. Israel no tenía aún su estado sionista per si un respaldo internacional claro, además de la desaparición del Imperio Otomano y la descoordinación todavía del mundo árabe: su nación era más que posible.

La oportunidad estaba ahí: la determinada clase política británica estaba dispuesta a ofrecer a los judíos su Sion

El idilio sionista y británico se rompió sin embargo directamente en los años veinte, momento en el cual las agencias sionistas como la Agencia Judía comienzan a preparar el camino de la instauración del Estado de Israel, mientras surgen cada vez más roces y conflictos con los árabes palestinos y se perturba el orden del protectorado británico, que desde ese momento y hasta el final de la resolución de la ONU sobre la Partición de Palestina en 1945 será cada vez más contrario a la colonización judía de Palestina y el establecimiento del Estado de Israel. Era tarde.

Para entonces, la penetración en Palestina, la creación de agencias para favorecer la llegada de nuevos colonos, la enseñanza del hebreo, en definitiva, la construcción nacional según los principios enarbolados por Theodor Herzl y revisados después, era ya imparable. La organización sionista, ya en 1929, tiene una estructura casi estatal que además tiene el apoyo de organizaciones judías americanas. Mientras, la comunidad palestina se quedaba totalmente atrás, a pesar de algunos esfuerzos de la administración británica por crear instituciones paralelas a las que lo sionistas ya tenían.

La semilla del nuevo sionismo de Theodor Herzl, unida a la carambola de la Primera Guerra Mundial y la simpatía por la causa sionista en Europa, vinculada a las viejas escrituras, habían conseguido lo impensable en el espacio breve de 50 años. Antes de estallar la Segunda Guerra Mundial, antes del terrible genocidio de la Solución Final, la semilla sionista había arraigado con fuerza en Palestina. La declaración Balfour fue el primero de los experimentos del laboratorio diplomático de lo que fue primero la SDN y después la ONU.

"Una nación promete solemnemente a una segunda el territorio de una tercera". Así definió el periodista y escritor judío Arthur Koestler el contenido de la Declaración Balfour de 1917, el documento diplomático más improbable y controvertido del siglo XX, del que se derivaría tan solo 31 años después la creación del Estado de Israel en lo que supuso además el nacimiento de una nueva era mundial tras el cataclismo de la Segunda Guerra Mundial.

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