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Luis Mateo Díez, la resistencia de una generación casi olvidada
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Alberto Olmos

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Luis Mateo Díez, la resistencia de una generación casi olvidada

El nuevo premio Cervantes dirige nuestra atención hacia los narradores nacidos en los años 40, que nunca lograron una gran popularidad

Foto: El escritor y ensayista español Luis Mateo Díez. (EFE/Archivo/Sergio Barrenechea)
El escritor y ensayista español Luis Mateo Díez. (EFE/Archivo/Sergio Barrenechea)

Ahora que los premios más publicitados de la literatura española se dedican a descubrir nuevos autores, parece más sensato si cabe que el premio Cervantes recaiga habitualmente en escritores que superan los setenta años. Me gusta que al máximo galardón de nuestras letras se llegue con dos condiciones: seguir vivo y seguir escribiendo. Frente a la fugacidad y el colorín de la sangre fresca, la trayectoria de décadas, la sangre antigua y la sintaxis sedimentada. Escribir durante cincuenta años puede no dar como resultado una sola novela perdurable, pero sí da como resultado una devoción inquebrantable por la escritura. De esa entrega larguísima a un oficio es muestra señalada Luis Mateo Díez (Villablino, León, 1942).

Decía David Markson que uno lee a los escritores de su propia generación, a los escritores de la generación inmediatamente anterior y, finalmente, a los de la generación que venga luego: nada más. Si combinamos esta teoría con otra igualmente arbitraria, según la cual los escritores españoles de éxito consiguen que los de la generación siguiente no lo tengan, vislumbramos un cuadro explicativo de por qué los nacidos en los años 40 no gozaron nunca de la popularidad que disfrutaron otros autores. Francisco Umbral o Juan Marsé, nacidos en los años 30, fueron enormemente conocidos; Marías, Muñoz Molina, Millás o Vila-Matas, nacidos en torno a 1950, también. Entre medias, un puñado de autores como Luis Mateo Díez, Juan Aparicio o José María Merino llegó con el pie cambiado al reparto de la gloria literaria. La prueba es que ustedes, si tienen menos de 50 años, seguramente no los han leído.

Representan, en cierta medida, un señorío literario, una literatura de caballeros. Quizá esta sensación palpable de no ser modernos les fue alejando del gran público cuando empezaron a publicar en la década de los 70, muriendo Franco y con el país mirando hacia la estridencia de lo nuevo.

En Luis Mateo Díez encontramos, sobre todo, lo viejo, lo rural, la prosa castiza (dicho en plan bien) y los referentes literarios canónicos. Ya muchos de sus títulos incluyen palabras que suenan a compromiso social de cuando entonces: bodas ( El eco de las bodas), agro ( Las estaciones provinciales, El espíritu del páramo), religión ( La mirada del alma, El paraíso de los mortales, El diablo meridiano). No es extraño que nuestro autor creara un territorio de ficción llamado Celama, pues se educó en un tiempo literario en el que no eras nadie si no creabas un trozo de tierra donde poner a circular tus personajes e historias, en seguimiento un poco cándido de lo que hizo William Faulkner, dios tutelar de todos ellos.

Quizá el libro que mejor representa a Mateo Díez sea La ruina del cielo (1999), monumental o, al menos, intimidante volumen donde decenas de pequeñas historias se entremezclan en el territorio mítico creado por el leonés. Lo leí hace décadas, pero aún recuerdo la prosa precisa, la materialidad de lo narrado, la humildad de los tipos humanos que ahí se registraban y una sensación vagamente polvorienta, como de cosas que se han perdido y vale la pena desempolvar.

En otro orden de cosas, a Luis Mateo Díez se lo habrán encontrado muchos autores jóvenes cuando empezaron su periplo literario. Si han pedido la beca de la Residencia de Estudiantes, Luis Mateo Díez presidía el jurado que las daba; si han pedido la beca BBVA para jóvenes creadores, también. De pedir una beca a leer al señor que, entre otros, decide dártela (o no) hay un trecho. Quizá con este galardón definitivo muchos escritores principiantes se decidan a salvar esa distancia. Conocerán lo que es la literatura prudente e incansable.

Ahora que los premios más publicitados de la literatura española se dedican a descubrir nuevos autores, parece más sensato si cabe que el premio Cervantes recaiga habitualmente en escritores que superan los setenta años. Me gusta que al máximo galardón de nuestras letras se llegue con dos condiciones: seguir vivo y seguir escribiendo. Frente a la fugacidad y el colorín de la sangre fresca, la trayectoria de décadas, la sangre antigua y la sintaxis sedimentada. Escribir durante cincuenta años puede no dar como resultado una sola novela perdurable, pero sí da como resultado una devoción inquebrantable por la escritura. De esa entrega larguísima a un oficio es muestra señalada Luis Mateo Díez (Villablino, León, 1942).

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