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De la cultura y sus ministerios
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De la cultura y sus ministerios

Cada vez que viajo en tren me acuerdo de Édouard Manet; es imposible no hacerlo después de haber visto sus telas, después de hacer mías las sensaciones que debieron inundarle a él a resultas del movimiento

Foto: 'La Gare Saint-Lazare'. Claude Monet. 1877. Musée d´Orsay.-
'La Gare Saint-Lazare'. Claude Monet. 1877. Musée d´Orsay.-

Salgo de Valladolid justo el día en que nació, hace cuatrocientos sesenta y dos años, Don Luis de Góngora y Argote. Es martes de julio, día once, y la noche ha sido tan tórrida como debió ser la de Córdoba cuando nació el padre de Soledades. Yo también voy solo, en un convoy que transita retrasado -como siempre-, con un petate de sarga negra donde se lee, “la belleza salvará el mundo” -regalo de Eloy Martínez de la Pera-. Cada vez que viajo en tren me acuerdo de Édouard Manet; es imposible no hacerlo después de haber visto sus telas, después de hacer mías las sensaciones que debieron inundarle a él a resultas del movimiento, de esos placeres de la vida moderna. A derecha e izquierda, con la mesa desplegada sobre mis muslos, veo pasar conjuntos de pinos carrascos proyectando sus sombras quebradas en el campo plano -y ocre- de la vieja Castilla. Me entra sueño, estoy cansado -el sol se ha hecho fuerte en los párpados-; bajo la persiana -horadada por un millón de minúsculos puntos- y lo que se despliega es un lienzo de Seurat pero lejos de la Grande Jatte, sin polisones. En 1865 es Manet el que viaja en ferrocarril -vía Irún- a España; y en el Museo del Prado -tras descansar en el hotel de París de la Puerta del Sol-, donde acaba alumbrando otra vía a partir de Diego Velázquez -“pintor de pintores”-, de esos colores de la tierra que aplica de forma tan única, tan suelta, que pasan ya por labor de impresionistas.

placeholder 'Luis de Góngora y Argote'. Copia de Diego Velázquez. Museo del Prado.
'Luis de Góngora y Argote'. Copia de Diego Velázquez. Museo del Prado.

Sabemos cómo era Góngora por Velázquez, por el retrato que le pinta en 1622 -hoy en Boston, procedente de la colección del grequense, Marqués de Vega-Inclán-. Todavía sin la cruz roja de Santiago que le atravesará el pecho, también llega a Madrid pero para encontrarse con uno de esos, a juicio de Francisco Pacheco, “ilustres y memorables varones”, quién acaba posando para él. Con las lindes de un marco arquetípico, el poeta culterano sigue, hoy, clavando los ojos en todo el que osa mirarle; escudriñando, tratando de averiguar todos los posibles porqués. La cabeza, poderosa y facetada sobre un filo blanco que no es ni gola ni lechuguilla; el fondo, pardo y tan infinito como abstracto; el cuerpo una mancha negra sin forma; la boca una mueca exhalante de aristas. Y todo a base de pinceladas libres como el libre pensamiento de aquellos librepensadores adelantados. Para cuando Manet se enfrenta a él nadie sabe que es una copia y cuelga pegado a Las Meninas, por debajo de la Vista del jardín de la Villa Medici, en la galería central del todavía “Real Museo de pinturas” recién ordenada por Federico de Madrazo -donde este domingo crepitaba intenso el trabajo escénico de La Ribot-, a escasos metros de la iglesia de San Jerónimo el Real -aún con olor a piedra fresca tras la restauración romántica azuzada por el rey consorteFrancisco-.

placeholder 'La bola', pieza desplegada en la galería central del Museo del Prado. La Ribot. Galería Max Estrella.
'La bola', pieza desplegada en la galería central del Museo del Prado. La Ribot. Galería Max Estrella.

Podría decirse que el Madrid capitalino, con el que se va a topar Manet, emana de ahí, del Cuarto Real anexo al monasterio jerónimo. Allí han parado Isabel I y Fernando V -siempre católicos- cada vez que llegan al “villorrio” de Madrid. Allí jura como Príncipe de Asturias Felipe de Habsburgo -más tarde segundo-; el mismo que ordena en 1561 fijar la capital de su imperio allí. La lectura de Utopía de Tomás Moro -el santo- pudo contribuir a la decisión filipina de querer levantar en mitad de esa tierra una nueva Amauroto; un lugar que, por no ser nada, podía convertirse en todo; el corazón de su mundo extendido. Es por eso por lo que el monasterio crece, se engalana, se acomoda a esa dignidad recién conseguida; hasta convertirse en núcleo espiritual del palacio del Buen Retiro, el palacio del Rey Planeta. Hoy es parroquia y punto de encuentro, fondo privilegiado para retratos siempre efímeros. El Padre José Luis la gobierna. En su ministerio igualmente extendido -en sus desayunos en Plenti no ceja en su fin apostólico-, caben la música -en 2016 una Missa pro defunctis para Miguel de Cervantes- y esa belleza salvadora que nombró Dostoyevski, el arte en toda su verdad trascendente; y la arqueología -desde marzo, por su impulso, vuelven a descansar bajo las bóvedas de perfil flamígero, los restos del embajador imperial Khevenhüller-.

placeholder 'El salón del Prado y la Iglesia de San Jerónimo'. Eduardo Rosales. 1871. Museo del Prado.
'El salón del Prado y la Iglesia de San Jerónimo'. Eduardo Rosales. 1871. Museo del Prado.

Tintoretto, que nunca salió de Venecia, le confeccionó una pala con la Coronación de la Virgen donde aparecían él, Hans Khevenhüller, y los santos Pedro y Pablo; con esa manera suya de pintar que a algunos le parecía “inacabada”. Durante décadas colgó en la sala del capítulo, sobre un suelo de damero, sirviendo de primer cielo para el busto en alabastro del alemán -de rodillas, con el toisón de oro y una capa inflamada que reposa en un zócalo que se vuelve reclinatorio-. Después vino el hombre -mucho más corrosivo que el tiempo- y la guerra, y dejaron al orante sin manos ni cabeza, arrumbado. Ha regresado al completo -junto a sus restos- y ocupa, ahora, la capilla del Pilar del lado del Evangelio -en su arcosolio-. Y me pregunto si no deberían ser los ministros como el Padre José Luis -generosos, valientes, educados, sensibles, buenos- o, al menos, como los del “partido por la amistad” que cantaba Lola Flores mientras buscaba un pendiente. Una noche, en lo que fuera un día jardín de ese palacio del Retiro, se puso a repartir carteras entre los suyos hasta conformar un gobierno de artistas. Era otro tiempo y no en blanco y negro -ella iba de rosa-, uno distinto; con diferentes retos y la sombra del autarca aún alargada; con ganas de cambiarlo todo y un sitio reservado -“ay”- en el gobierno “pa Marisol”. Otro para Carmen Sevilla -“sin Algueró”-; descanse en paz.

Salgo de Valladolid justo el día en que nació, hace cuatrocientos sesenta y dos años, Don Luis de Góngora y Argote. Es martes de julio, día once, y la noche ha sido tan tórrida como debió ser la de Córdoba cuando nació el padre de Soledades. Yo también voy solo, en un convoy que transita retrasado -como siempre-, con un petate de sarga negra donde se lee, “la belleza salvará el mundo” -regalo de Eloy Martínez de la Pera-. Cada vez que viajo en tren me acuerdo de Édouard Manet; es imposible no hacerlo después de haber visto sus telas, después de hacer mías las sensaciones que debieron inundarle a él a resultas del movimiento, de esos placeres de la vida moderna. A derecha e izquierda, con la mesa desplegada sobre mis muslos, veo pasar conjuntos de pinos carrascos proyectando sus sombras quebradas en el campo plano -y ocre- de la vieja Castilla. Me entra sueño, estoy cansado -el sol se ha hecho fuerte en los párpados-; bajo la persiana -horadada por un millón de minúsculos puntos- y lo que se despliega es un lienzo de Seurat pero lejos de la Grande Jatte, sin polisones. En 1865 es Manet el que viaja en ferrocarril -vía Irún- a España; y en el Museo del Prado -tras descansar en el hotel de París de la Puerta del Sol-, donde acaba alumbrando otra vía a partir de Diego Velázquez -“pintor de pintores”-, de esos colores de la tierra que aplica de forma tan única, tan suelta, que pasan ya por labor de impresionistas.

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