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Pero qué pintan los modernos de Madrid comiendo calçots como locos
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'TRINCHERA CULTURAL'

Pero qué pintan los modernos de Madrid comiendo calçots como locos

Los calçots no son solo un plato de moda, sino la repuesta al miedo a que deje de haber novedades en nuestras vidas. En un mundo infinito, elegimos lo que es temporal

Foto: No son una comida, son una metáfora. (iStock)
No son una comida, son una metáfora. (iStock)

Hace unas semanas dio inicio el ritual que cada año nos recuerda que febrero ha llegado. No se trata de la migración de ningún ave, sino de que las stories de Instagram empezaron a reflejar otro fenómeno de esos que solo pueden presenciarse una vez cada doce meses: madrileños comiendo calçots como si no hubiese mañana. De igual manera que las redes se anegan de fotos en festivales durante julio o de fiestas en verbenas durante agosto, febrero es el mes de la gastronomía catalana de temporada, a falta de otra alternativa mejor.

Los comensales suelen encajar en un perfil muy concreto. Son, en su mayoría, treintañeros de un cierto nivel económico y social que tal vez vivan (o no) de eso que ahora se llaman profesiones del conocimiento, demasiado jóvenes como para tener hijos de los que cuidar y demasiado mayores como para no notar durante días los ya devastadores efectos de salir de fiesta. Jóvenes en transición hacia la vida adulta que un buen día se sorprenden aceptando planes que una década antes habrían sido impensables, como pringarse con cebollas tiernas rebozadas en salsa romesco.

Los calçots nos prometen que cada fin de semana puede ser diferente

Una generación que empieza a asomarse a ese precipicio vital de la monotonía en el cual el fin de semana ya no es el imperio de lo desconocido, sino cuarenta y ocho horas para "desconectar" y "recargar pilas" (esas horribles metáforas robóticas) en infinitas variaciones de esa comodidad hogareña (peli, sofá y mantita) en las que cada vez hay menos espacio para la sorpresa. Están a las puertas de un largo proceso hacia la muerte, ese momento en el que ya solo queda esperar el fin. Esas personas podrían ser yo mismo.

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Los calçots no son solo un plato de moda, sino la solución ante ese acuciante sentimiento de final de la vida, porque prometen que cada fin de semana puede ser diferente, que siempre habrá un plato de temporada, una exposición recién inaugurada de un pintor que nos suena de oídas o un concierto que poco a poco escala a evento imprescindible que alivien nuestro miedo a habernos convertido, por fin, en nuestros padres. La vida es más amable si siempre hay un plato de calçots en el horizonte del próximo fin de semana.

placeholder El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy. (EFE/Kiko Huesca)
El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy. (EFE/Kiko Huesca)

Esta ansiedad ante la agenda vacía es la base de la cultura del eventillo de temporada. Miro mi calendario y está repleto de esta clase de citas: conciertos, estrenos, pinchadas, ferias de no-sé-qué que no me interesa demasiado pero puede ser buen plan, un viaje con alguna vaga justificación, festivales en primavera, verbenas en verano, carnavales en febrero y Halloween en otoño. Todo ello proporciona el alivio de saber que no vamos a tener que recurrir a esa solución de emergencia que es quedar con alguien simplemente por quedar.

Lo importante de estos eventillos es que, como los calçots de enero a marzo, son temporales, perecederos, vienen y se van. Si no, a nadie le interesarían los calçots de igual manera que a nadie le importan las acelgas, que las tenemos todo el año en el mercado. La clave se encuentra en ese acrónimo inglés tan común en los libros sobre bienestar. FOMO, fear of missing out, miedo a perderse las cosas, a quedarnos fuera de esa experiencia colectiva (como Eurovisión) que todo el mundo está viviendo a la vez esa semana. Con el miedo, el alivio de que hemos pillado algo en su momento. Estábamos ahí cuando ha pasado la estrella fugaz.

Una verbena al año es genial, pero una verbena a la semana es inaguantable

En un mundo en el que podemos hacer prácticamente cualquier cosa gracias a la tecnología y el exceso de oferta de contenidos, acuciados por el miedo a elegir mal, solemos utilizar como criterio hacer aquello que en otro momento no podríamos hacer. El epítome de esta cultura del eventillo de temporada es el concierto: un artista toca en tu ciudad una noche y no volverá a ella hasta dentro de varios años, si es que vuelve alguna vez. No te atrevas a perdértelo.

Esta fugacidad que decide por nosotros alivia la ansiedad que causa la posibilidad de elegir mal. Ante la extrema disponibilidad del mundo, como dice Hartmut Rosa, la cultura del eventillo nos promete que siempre habrá algo nuevo que hacer al mismo tiempo que ofrece una cierta ritualidad, la de las cosas que se repiten de vez en cuando, pero no lo suficiente como para cansarnos de ellas. Una comida, un teatro, un happening. Novedad y previsibilidad, dos elementos paradójicos que cotizan al alza en el siglo XXI.

placeholder Hasta Amazon tiene su 'pop-up store'. (Reuters/Sergio Pérez)
Hasta Amazon tiene su 'pop-up store'. (Reuters/Sergio Pérez)

Cada vez hay más eventillos construidos alrededor de esa fugacidad. Las pop-up stores, que aparecen y desaparecen amenazando al consumidor de que si no la visitas ya, esos chollos desaparecerán. Las entradas de los conciertos, que aparte de ser cada vez más caras, van subiendo de precio a medida que se acerca la fecha de celebración. Los productos culturales limitados y numerados (discos, libros, etc.) dicen: o te gastas el dinero ahora o nos descatalogaremos mañana.

Mi ejemplo preferido son las verbenas, que han pasado de ser una fiesta popular desfasada que olía a gallineja a un eventillo reivindicable y reivindicado por la juventud urbana cada verano, quizá porque proporciona casticismo, autenticidad y nostalgia permitida en un mundo inauténtico y desapegado de las tradiciones, tanto que hasta Jonás Trueba les hace una película. Una verbena al año es genial, pero una verbena a la semana es inaguantable. Esa es la clave del éxito de la cultura del eventillo de temporada.

La pereza de lo siempre presente

Las grandes víctimas de esta cultura del eventillo de temporada son todas esas cosas que siempre están ahí, que no empiezan ni se acaban, como la naturaleza, las colecciones permanentes de los museos nacionales o Lhardy (hasta que un día, pum, casi cierra). Como tu padre, tu amigo de la infancia o tu pareja, hasta que un día mueren sin saber por qué.

Quizá el truco para volver a llenar las bibliotecas sea cerrarlas

Hace muchos años que no voy al Prado porque sé que siempre estará ahí, así que en su lugar, termino acercándome a exposiciones mediocres y ultrapublicitadas, solo porque tienen una fecha de caducidad, de igual forma que mi dieta se basa en qué es lo que va a pasarse antes de todo lo que tengo en la nevera. No hay nadie que conozca menos su ciudad que los que viven en ella, porque no tienen que hacer frente a ese coste de oportunidad que sí tienen los turistas, para los cuales su lugar de destino solo está disponible durante un breve período de tiempo.

Hay millones de libros en las bibliotecas españolas que nadie está leyendo porque siempre van a estar ahí, porque son totalmente accesibles. Quizá el truco para volver a llenar las bibliotecas sea cerrarlas: el último día se formarían colas larguísimas de gente queriendo disfrutar la experiencia de leer un libro, cualquier libro que uno pueda imaginar, en un lugar público, porque no van a poder volver a hacerlo.

placeholder Va a estar ahí siempre (como tu madre). (EFE/JM García)
Va a estar ahí siempre (como tu madre). (EFE/JM García)

Esto ocurre hasta en el amor. Víctimas del FOMO sentimental, no hay nada que nos atraiga más que aquello que puede dejar de estar disponible de un momento a otro, mientras que nos olvidamos rápido de aquello que siempre va a estar ahí.

Esta cultura del eventillo de temporada se ha expandido a medida que se reduce la cultura de la afición, del hobby y de la obsesión, quizá porque invertir nuestro contado tiempo en una única tarea es acercarnos a la muerte. Nuestra existencia es demasiado corta como para dejar de disfrutar de todos los platos de ese bufé libre que es la vida, aunque como suele ocurrir con los bufés, todo termine teniendo el mismo sabor. Porque los calçots, los conciertos, las fiestas de la tapa de Cercedilla y las verbenas terminan dejándonos un regustillo semejante cada domingo, que es el de quedarnos con hambre de experiencias para la semana siguiente.

En un mundo en el que todo es infinito, buscamos aquello que se va a acabar pronto

Ya no leemos, vamos a presentaciones de libros; ya no escuchamos discos, vamos a conciertos; ya no gastamos mucho tiempo en la cocina experimentando, preparamos cualquier cosa para salir corriendo a comer calçots en un restaurante. En un mundo en el que todo es infinito, buscamos aquello que se va a acabar pronto. Somos cazadores de atardeceres. No es verdad que persigamos la próxima moda. Más bien, vamos detrás de aquello que está a punto de extinguirse. Queremos conocer al último Mohicano, atisbar el milagro que es el último ejemplar de una especie en extinción. Cualquier cosa para ahuyentar el miedo existencial a que nunca volvamos a hacer algo por primera vez.

Hace unas semanas dio inicio el ritual que cada año nos recuerda que febrero ha llegado. No se trata de la migración de ningún ave, sino de que las stories de Instagram empezaron a reflejar otro fenómeno de esos que solo pueden presenciarse una vez cada doce meses: madrileños comiendo calçots como si no hubiese mañana. De igual manera que las redes se anegan de fotos en festivales durante julio o de fiestas en verbenas durante agosto, febrero es el mes de la gastronomía catalana de temporada, a falta de otra alternativa mejor.

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