Hemos vuelto a los 60: podemos hacer cualquier cosa pero todos hacemos lo mismo
La locura del Benidorm Fest es la muestra de que en un momento en el que las opciones culturales son infinitas, todos terminamos consumiendo los mismos productos
Cuando era pequeño, no podía entender que mi abuela, que vivía en un pequeño pueblo al norte de La Palma, solo pudiese sintonizar dos canales. Mejor dicho: no entendía que pudiese vivir viendo solo dos canales. Que no llegase la señal de Antena 3 o de Tele 5 era haberse quedado congelado en los años sesenta, como si el tiempo no se hubiese movido desde el franquismo. Aún seguía en la época en la que, como me contaban mis padres, solo había una cadena y toda la familia se sentaba a ver lo que hubiese. "Lo que hubiese" era el pegamento de una sociedad aburrida.
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Una de esas cosas que la gente veía porque no había otra cosa que ver era el festival de Eurovisión, una experiencia colectiva de orgullo patrio. A medida que España salía de la dictadura, la oferta de ocio se expandía y las costumbres cambiaban, Eurovisión desapareció de las vidas de los españoles y empezó a ser considerado como el reducto casposo de una era en la que no había opciones mejores.
La era de la abundancia se ha convertido en la época de la escasez unánime
Mi yo niño no entendía que alguien pudiese sobrevivir con dos canales porque aquellos años noventa fueron la era dorada de la abundancia, en la que lo que se perseguía era, después de décadas de pobreza, disponer de cuantas más cosas, mejor. Canal+ fue el símbolo de aquella era, el cine en casa. En la cultura consumista de la época, cuanto más ganábamos, más mundo podíamos tener a nuestra disposición, como los viajes a países lejanos que se empezaron a poner de moda por aquel entonces.
No era solo dinero. También perseguíamos más conocimiento que nos permitiese acceder a esa cultura (esos placeres, esas vivencias) que quizá no conoceríamos de otra manera y que nos permitirían descubrir quiénes éramos realmente, en lugar de vivir subordinados a la dictadura del canal único. La modernidad era rebelarse contra el consumo de masas.
Veinte años más tarde, la era de la abundancia se ha convertido en la época de la escasez unánime. Esta semana, el Benidorm Fest se ha convertido en el principal (único) tema de conversación en redes sociales, oficinas y establecimientos de restauración, que une a pijos y currelas, hombres y mujeres, modernos y anticuados, abuelas y nietos en otro ejemplo más de que cuantas más cosas podemos hacer, ver o consumir, más tendemos todos a hacer, ver o consumir lo mismo.
Como ya ocurriese con la última remesa de Operación Triunfo, ha copado el debate cultural, arrastrando incluso a aquellos a los que Eurovisión siempre les dio igual. Ni siquiera en los tiempos de la radiofórmula había visto tal unanimidad. Volvemos a estar todos frente al televisor.
Incluso los críticos que han pasado toda su vida buceando en el 'underground', rastreando géneros despreciados y gastando tiempo y dinero para poder contarnos lo que se estaba cociendo en los márgenes, de repente han devenido eurofans. Desde luego, es mucho más agradecido. Hoy intentar encontrar diamantes en el barro se considera casi elitista. ¿Qué pasa, no te puede gustar lo que le gusta a todo el mundo?
El gran trampantojo de la cultura única nos hace pensar que hay otra alternativa
El razonamiento que suele justificar estas epifanías es que lo minoritario ha pasado a formar parte de un 'mainstream' venido a menos, que esta clase de productos incorporan ahora propuestas que antes no habrían tenido cabida. A mí me parece justo lo contrario. Lo 'mainstream' ha canibalizado lo alternativo, de forma que alguien como Rigoberta Bandini puede aspirar a cantar en Eurovisión al mismo tiempo que actúa en festivales como el Tomavistas. Todo es lo mismo, todo está bien.
No es un reproche a los analistas culturales de lo único: a todos nos ocurre. Yo también me he sorprendido a mí mismo viendo el enésimo capítulo de relleno de la serie Marvel de turno y preguntándome: ¿qué serie de acontecimientos me ha llevado hasta aquí? ¿Qué hago viendo esto? ¿De verdad es lo que me gusta, o lo que le gustaría a Disney que me gustase? Cada nuevo estreno en cines expulsa otras tantas películas de las carteleras, copando varias salas en los multicines. La cultura única lo invade todo, y canibaliza lo minoritario.
La diferencia con el pasado es que a esta cultura no le vale con haberse erigido en hegemonía comercial, sino que también pretende ser hegemonía artística. Hasta Disney pretende que la Academia considere 'Spiderman: No Way Home' para los Oscar, afilada por las declaraciones de Tom Holland contra Martin Scorsese, que se había atrevido a matizar el entusiasmo por Marvel. Le cayó la del pulpo: la cultura hegemónica se define, entre otras cosas, porque es incriticable (pero toda expresión cultura debería ser puesta en duda).
Así, paso a paso, hemos renunciado a que haya una alternativa, un canon y un contracanon, una visión de futuro que ponga en cuestión lo establecido como ocurrió tradicionalmente en la música popular. Se puede argumentar que Tanxugueiras es una propuesta local y minoritaria, pero en realidad encaja a la perfección en ese canon de lo falsamente ecléctico. El 99% de la música no tendría cabida en Benidorm Fest, y ese es el gran trampantojo que presenta la cultura única: hacernos pensar que no hay alternativa, que esto es todo lo que hay.
Unir lo que estaba roto
De pequeño, tenía la sensación de que el futuro era la conquista de lo desconocido. El espíritu de la época lo afirmaba. Más canales, más opciones vitales, más posibilidades. Formé parte de la última generación que supo lo que era querer escuchar un disco o ver una película y no poder hacerlo. Todo eso cambió con internet, que lo hizo todo hiperdisponible. Recuerdo la emoción de poder escuchar cualquier canción que quisiera en cuestión de minutos.
Quién iba a querer ver Eurovisión teniendo todo el universo a su disposición. Es como cogerte dos semanas de vacaciones para irte de excursión al barrio de al lado. La promesa de internet y su hiperdisponibilidad era la de que nunca más nos veríamos obligados a ver el mismo canal, que jamás veríamos "lo que hubiese". Que la vida era una gran aventura de descubrimiento de los demás, de nosotros mismos.
Queremos una única cosa, y que esa cosa se parezca a todos nosotros
Veinte años después, hemos vuelto a los años sesenta: nos hemos aburrido de vivir aventuras y nos hemos refugiado en una sucesión de catarsis culturales colectivas. Hemos sido víctimas de tal bulimia de contenidos, de cultura y de posibilidades que lo que deseamos es que solo haya un canal para poder juntarnos todos a discutir sobre lo mismo. Nos hemos aburrido de las aventuras, de la exploración. No queremos experimentos, que cansan mucho. Queremos una única cosa, y que esa cosa se parezca a nosotros, que se parezca a todos. O, como mucho, dos, para que haya algo de debate. Teníamos tantas cosas que, como Marie Kondo, las hemos tirado todas a la basura y nos hemos quedado con los diez libros que nos gustan. Los que ya hemos leído.
La abundancia hoy no es tener muchas cosas, sino tener pocas, y lo más importante, que sean las que los demás tienen, para no tener que enfrentarse al vértigo existencial de la elección, del aislamiento que provocan las experiencias individuales. La fascinación eurovisiva es síntoma de la melancolía por las experiencias comunes en un mundo hiperfragmentado, algo que da pegamento a nuestras microidentidades, que terminan colisionando en una visión cultural totalitaria.
Ir a misa solo es aburrido, hemos descubierto: no buscábamos a Dios, queríamos ver al vecino. Lo verdaderamente importante no era qué ponían en la pantalla, sino lo que había frente a ella, es decir, nosotros. No es la música, es lo que contamos a partir de ella. El menú del día está en la mesa, y es lo de siempre. Ensalada de primero, filete de segundo y Rigoberta de postre. Yo también me apunto, que quiero formar parte de algo.
Cuando era pequeño, no podía entender que mi abuela, que vivía en un pequeño pueblo al norte de La Palma, solo pudiese sintonizar dos canales. Mejor dicho: no entendía que pudiese vivir viendo solo dos canales. Que no llegase la señal de Antena 3 o de Tele 5 era haberse quedado congelado en los años sesenta, como si el tiempo no se hubiese movido desde el franquismo. Aún seguía en la época en la que, como me contaban mis padres, solo había una cadena y toda la familia se sentaba a ver lo que hubiese. "Lo que hubiese" era el pegamento de una sociedad aburrida.