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'Luka': más locura y muerte en el último desierto de los tártaros
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EN EL MERCADO DEL FESTIVAL DE BERLÍN

'Luka': más locura y muerte en el último desierto de los tártaros

En el mercado de Berlinale se proyecta 'Luka', de la belga Jessica Woorworth, una adaptación del famoso libro de Dino Buzzati que Buñuel siempre quiso llevar a la pantalla

Foto: Jonas Smulders es Luka, el protagonista de la nueva adaptación de 'El desierto de los tártaros'. (Berlinale)
Jonas Smulders es Luka, el protagonista de la nueva adaptación de 'El desierto de los tártaros'. (Berlinale)

Fue uno de los proyectos frustrados de Luis Buñuel, quien, a pesar de su empeño, nunca pudo sacar adelante su propia adaptación al cine de una de las novelas italianas más influyentes del siglo XX: El desierto de los tártaros (1940), de Dino Buzzati. Durante seis años, justo hasta explotar la Segunda Guerra Mundial, Buzzati trabajaba como plumilla en El Corriere della Sera. Anestesiado por su trabajo, monótono e insustancial -sí, el trabajo de periodista puede llegar a ser alienante-, Buzzati se vio arrastrado por una rutina infinita, pensando que su creatividad y sus expectativas desaguaban por el sumidero cada día que pasaba en la redacción, en un horario de oficina que lo había atrapado. De esa necesidad de Buzzati de escapar de la muerte del cangrejo -un crustáceo en una olla que aumenta grado a grado de temperatura no siente que lo van a hervir vivo- nace El desierto de los tártaros: todos hemos sido Giovanni Drogo alguna vez en nuestra vida, jóvenes ilusionados y ambiciosos que acaban entregándose a la espiral absurda de la monotonía.

Buñuel no pudo adaptarla al cine, pero sí lo hizo en el año 76 Valerio Zurlini, con Jacques Perrin (Cinema Paradiso, 1988) de protagonista, y con un reparto estelar en el que aparecen Vittorio Gassman, Paco Rabal, Jean-Louis Trintignant, Fernando Rey y Max von Sydow y parte de la plana mayor del mejor cine europeo del momento. Muchos han sido los intentos de llevar El desierto de los tártaros a la pantalla; pocos han sido los afortunados. Pero el mundo es de los osados, y la directora belga Jessica Woodworth (El rey de los belgas, 2016) se ha atrevido con ella: el resultado es Luka, una extraña fábula de ciencia ficción en blanco y negro que se estrenó en Rotterdam y que ahora está en el mercado de la 73 edición del Festival de Berlín, que se celebra del 16 al 26.

Rodada en 16mm, Luka adentra al espectador en la pesadilla funcionarial de un batallón destacado en la imaginaria Fortaleza de Kairos, una construcción defensiva en medio de la nada a la que un grupo de jóvenes soldados, entre los que está Luka, el protagonista -interpretado por el actor holandés Jonas Smulders, nombrado estrella del futuro en la Berlinale 2018-. A ellos se les ha encomendado la misión inabarcable de proteger las ruinas de la civilización del enemigo atávico, los hombres que vienen del norte.

placeholder Otro momento de 'Luka'. (Berlinale)
Otro momento de 'Luka'. (Berlinale)

Entre los compañeros de Luka se encuentra Konstantin (Samvel Tadevossian), un soldado encargado de detectar por radio cualquier onda sonora que delate la presencia del enemigo, y Gerónimo (Django Schrevens), quienes se convierten en su principal apoyo dentro de la jerarquía de Kairos. Aislados y sin contacto externo, empiezan a verse sometidos a una disciplina militar que des va despersonalizando poco a poco en un sueño febril. Vestidos con una especie de uniformes de tuareg, solo esperan -y desean- que el enemigo llegue.

Allí, ya absorbidos por el desequilibrio y la irrealidad provocadas por años de aburrimiento y una vida que ya ha perdido el sentido los aguardan sus superiores, entre ellos El General, interpretado por una Geraldine Chaplin al borde de la enajenación. Desde tiempos inmemoriales, todos a los que han destinado a la Fortaleza Kairos, deben defender las tierras baldías de la llegada del enemigo del norte, un enemigo que nunca se materializa. La amenaza fantasma que da sentido sus vidas.

Lo que al inicio se prevé como una aventura para Luka, ansioso de pasar a la acción como guerrero -es uno de los mejores francotiradores del lugar-, poco a poco se va convirtiendo en una trampa de burocracia absurda que empieza a desdibujar lo que es real de lo que no. La fortaleza se convierte en un lugar suspendido en el tiempo, donde no existe el pasado ni el futuro, en el que no importa nada más allá de lo que ocurre dentro de los muros. Rodada en Sicilia, en los alrededores del Etna, la tierra volcánica dibuja un paisaje marciano, fantasmal, retratado en grandes planos generales, o con tiros de cámara cenitales, como si los espectadores fuésemos testigos de la intrascendencia de la vida de unos insectos que dan vueltas en círculos, perdidos en la inmensidad.

Woodworth, además, compone cuadros exquisitos, herederos de las pinturas de De Chirico -como en la adaptación del 76-, pero mucho más brutos, con la roca y la arena como texturas principales, paredes gigantes que rodean a hombres pequeños e insignificantes. Demasiado arriesgada y poco convencional en su narrativa para salas comerciales, quizás, en otros momentos, Luka retrata a los personajes dentro de planos aberrados, muy angulares, con el espacio fragmentado, como un reflejo de la locura de unos protagonistas que se inventan los ritos más estrambóticos para pasar el tiempo muerto, que es todo. Demasiado arriesgada y poco convencional en su narrativa para salas comerciales, quizásSe animalizan, fingen pelear en una danza testosterónica, como las hakas maorís, y obedecen a rajatabla el mantra de Kairos: obediencia, resistencia y sacrificio.

placeholder Geraldine Chaplin en otro momento de 'Luka'. (Berlinale)
Geraldine Chaplin en otro momento de 'Luka'. (Berlinale)

El desierto de los tártaros se publicó en pleno ascenso del fascismo, también como reflexión sobre la capacidad de las jerarquías totalitarias de despojar de significado a la verdad -a los hechos, si prefieren-, de insistir en la existencia de un enemigo ilusorio -pero que sirve como gasolina para seguir funcionando- y de hacer que un hombre acabe matando a otro, simplemente porque cumplía órdenes. ¿Les suena?

Fue uno de los proyectos frustrados de Luis Buñuel, quien, a pesar de su empeño, nunca pudo sacar adelante su propia adaptación al cine de una de las novelas italianas más influyentes del siglo XX: El desierto de los tártaros (1940), de Dino Buzzati. Durante seis años, justo hasta explotar la Segunda Guerra Mundial, Buzzati trabajaba como plumilla en El Corriere della Sera. Anestesiado por su trabajo, monótono e insustancial -sí, el trabajo de periodista puede llegar a ser alienante-, Buzzati se vio arrastrado por una rutina infinita, pensando que su creatividad y sus expectativas desaguaban por el sumidero cada día que pasaba en la redacción, en un horario de oficina que lo había atrapado. De esa necesidad de Buzzati de escapar de la muerte del cangrejo -un crustáceo en una olla que aumenta grado a grado de temperatura no siente que lo van a hervir vivo- nace El desierto de los tártaros: todos hemos sido Giovanni Drogo alguna vez en nuestra vida, jóvenes ilusionados y ambiciosos que acaban entregándose a la espiral absurda de la monotonía.

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