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La gente que trabaja contra la que escucha a los demás hablar de su trabajo
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'TRINCHERA CULTURAL'

La gente que trabaja contra la que escucha a los demás hablar de su trabajo

Hoy tiene poco prestigio hacer cosas: escribir, ilustrar, fregar suelos, preparar clases o ver a pacientes. Lo que resulta prestigioso es reunirse, por eso lo hacemos sin parar

Foto: ¿Una reunioncita para echar el rato?. ('The Office')
¿Una reunioncita para echar el rato?. ('The Office')

Me enseñó su calendario de la jornada y me dijo: "¿Lo ves?", señalando varios bloques de color morado que se extendían a lo largo del día, de las nueve de la mañana a las dos de la tarde y que luego se desparramaban hacia primera hora de la tarde. "Todo esto son reuniones. Y luego tengo que trabajar".

¿Y cuándo trabajas? "Pues a última hora, cuando terminan las reuniones. Es decir, intento comer rápido y como tengo asignadas unas cuantas horas de teletrabajo a la semana, llego a casa y por fin, trabajo".

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Todo el mundo alrededor de la mesa asentía y contaba sus propias historias sobre el estrés que genera pasar más de la mitad de la jornada laboral hablando del trabajo que van a tener que hacer en menos de la mitad de la jornada laboral restante. La mayoría de comensales encajaba en el perfil sociodemográfico de la persona que pasa el día de reuniones, es decir, trabajadores del sector bullshit jobs con una cierta experiencia profesional que los ha llevado a puestos de cierta responsabilidad. Son los que denomino los pringados de la cultura de la reunión: los que tienen que pasar el día reuniéndose, pero además, luego tienen que hacer su trabajo.

La cultura de la reunión se nos ha ido de las manos desde la pandemia, cuando se institucionalizó que hacía falta verse las caras continuamente (hay gente que, mientras trabaja, charla con sus compañeros de lo que sea, del tiempo o de la serie que han visto, a través de una videollamada como si los tuviesen al lado). A primera hora, al mediodía y al finalizar. Quizá algún encuentro entre medias. La lógica era que había que mantener abierto el canal comunicativo, no fuese a ser que a alguien le diese por ponerse a ver una serie, pero esto ha derivado en una cultura de la reunión que pasa por alto que algunos sí pueden permitirse pasar el día reunidos mientras que otros, además, tienen que ejecutar lo decidido en las reuniones. Reuníos vosotros y ya me contáis luego, ¿vale?

Pasamos más tiempo hablando de lo que hay que hacer que haciéndolo

Se ríen mis compañeros de la redacción cuando protesto por esto, pero a mí es que me gusta trabajar, o al menos, sentir que hago algo productivo. La organización empresarial moderna a veces parece conspirar para alejarnos de nuestra labor esencial, planteando constantes impedimentos para sacar adelante eso por lo que supuestamente estamos contratados. Pasamos más tiempo hablando de lo que hay que hacer que haciéndolo, o tenemos tan poco tiempo para hacerlo que al final sale mal, por lo que es necesario montar otra reunión para solucionarlo, porque la reunión es la panacea que todo lo resuelve.

Así, hasta que virtualmente no hay tiempo para hacer nada. Lo señalaba una encuesta de 2021: el 70% de las reuniones interfieren con la productividad de los trabajadores. Como en la economía del conocimiento no se trata tanto de hacer como de pensar, pensamos que todo se soluciona simplemente hablando. Es una nueva versión de esa enfermedad burocrática que se utiliza para ridiculizar el funcionamiento de la URSS, que nos parece algo ya desfasado, pero que hemos trasladado al siglo XXI en forma de videollamadas y conferencias que mantienen liadas a cientos de personas que observan anonadadas la poca capacidad de síntesis que tiene el ser humano. No es brainstorming, señores, es delirar como un borracho en la barra del bar, pero a las diez de la mañana, sobrios, y cobrando por ello.

No hay nada que resuma mejor esta cultura de la reunión que el tuit viral que publicó una tal Leila Horzomi, que afirma manejar un portfolio de empresas de 200 millones de dólares, en el que mostraba su planificación diaria. Era, básicamente, una reunión tras otra, como bien señalaron otros usuarios. El mejor resumen quizá sea el de @zawaru3: "La gente cuyo trabajo consiste en estar en reuniones, preguntar 'cómo vas' y comer". O el de Kelly P. Goss: "Cuanto más subes, menos haces. Ese es el calendario de una persona que escucha a la gente que trabaja hablar del trabajo que hacen".

Se entiende que cuando uno prospera, su trabajo consiste menos en hacer y más en decir a los demás qué tienen que hacer. O ni siquiera: como sobre el papel el trabajador moderno tiene más independencia, simplemente se trata de escuchar a los subordinados hablar de lo que hacen. Ha aparecido una nueva clase social, que no es exactamente la de ejecutivos y directivos, aunque en muchos casos coinciden, sino de los reunientes. Sabes que has triunfado si tu vida consiste en saltar de reunión en reunión, introduciendo en algún momento comilonas, masajistas y gimnasios. El verdadero éxito hoy consiste en verse las caras con personas muy distintas para preguntarles "¿cómo vas?" y, de esa manera, estar legitimado para atribuirte el éxito derivado de su esfuerzo.

Las reuniones son prestigiosas, así que todos queremos formar parte de ellas

Porque los jóvenes e inexpertos hacen cosas y los mayores y sabios las piensan. De ahí, en parte, que los trabajos de cuidados estén tan feminizados, porque son labores que consisten en hacer esas cosas que no quiere hacer nadie, que supuestamente no requieren reflexión. El viejo rol del artesano, donde se juntaban el pensamiento y acción, la idea y la forma, se ha dividido fatalmente, entre los que piensan y los que ejecutan, porque parece que si haces una cosa no puedes hacer la otra.

Algo semejante ocurre en nuestra vida privada. Adquirir un nivel económico más elevado suele provocar que subcontratemos nuestros marrones, todas esas cosas que no nos apetecen hacer, a personas de un nivel socioeconómico más bajo. Limpiar la casa, cocinar o incluso hacer la compra. Las reuniones son el lugar donde se oficializa esa subcontratación de los marrones que unos han dejado de hacer por jerarquía a los que sí que siguen haciendo las cosas. Nuestra vida privada y la laboral no son tan distintas, funcionan con base en principios muy parecidos.

placeholder La reunión de los martes. (EFE/J. M. Cuadrado)
La reunión de los martes. (EFE/J. M. Cuadrado)

Las reuniones tienen, además, un punto prestigioso que las hace deseables. Se reúne la gente importante, así que hemos democratizado la posibilidad de juntarnos con los demás para sentirnos todos un poco ejecutivos. Lo que está mal visto hoy es hacer cosas: escribir, diseñar, fregar suelos, servir cafés, preparar una clase, auscultar a un enfermo. Todo eso parece que lo puede hacer cualquiera, que no son más que acciones mecánicas. ¿Qué es lo que no está al alcance de cualquier mortal? Filosofar sobre lo divino y lo humano, es decir, reunirse.

Sigue habiendo clases

Eso no quiere decir que no haya que tomar decisiones. Siempre ha existido y debe existir un nivel ejecutivo que decide cuál será la estrategia de la empresa y cómo se va a poner en marcha. Lo que está cambiando es que cada vez más son los niveles medios y bajos, los curritos, en definitiva, los que se ven obligados a someterse a una sucesión de reuniones que no los hacen más partícipes, sino a estar más controlados. Las reuniones, a menudo, no son más que una manera de tener fiscalizado a ese personal al que al mismo tiempo se le dice que dispone de más libertad que nunca.

En el futuro todo será una gran reunión en la que ya nadie produzca nada

Ese nivel intermedio tiene las mismas cargas de reuniones que sus superiores, pero también la necesidad de sacar trabajo de los inferiores. La pregunta que nos hacemos todos en algún momento de la semana es: "¿Pero qué pinto yo en esta reunión?". Cada minuto, cientos de horas se tiran a la basura porque simplemente alguien tiene que estar en una reunión mirando a personas discutir sobre cuestiones que ni le van ni le vienen.

La última gran distopía es que en el futuro todo el trabajo será una gran reunión en la cual no haya ya ninguna clase de productividad, donde se decida continuamente qué se va a hacer, pero nunca se haga nada, donde por cada ejecutor haya cien reunientes. Ese último empleado, ese pringado que siempre tiene que estar para recordarnos que no somos el último mono, que hace todo ese trabajo que el resto de la empresa ha decidido en reuniones que hay que hacer. Llevará todo el peso de la compañía sobre él, pero por eso mismo, será el que menos cobre, al que menos se tenga en cuenta. ¿Por qué? Porque no se reúne.

Me enseñó su calendario de la jornada y me dijo: "¿Lo ves?", señalando varios bloques de color morado que se extendían a lo largo del día, de las nueve de la mañana a las dos de la tarde y que luego se desparramaban hacia primera hora de la tarde. "Todo esto son reuniones. Y luego tengo que trabajar".

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