Es noticia
Ignacio de Loyola: contemplación en acción
  1. Cultura
figura revolucionaria de la Iglesia católica

Ignacio de Loyola: contemplación en acción

La Compañía de Jesús celebra los 500 años de la 'iluminación' de su fundador, y lo hace con el primer Papa de la orden al frente de una Iglesia que encontró en los jesuitas el ala reformista

Foto: San Ignacio de Loyola.
San Ignacio de Loyola.

No es sencillo asistir a una resurrección, pero la experiencia es posible. La propone la bóveda de la iglesia de San Ignacio en Roma. Mérito de Andrea Pozzo y de la audacia con que describe la ascensión a los cielos de Luis de Gonzaga, Francisco de Borja y san Estanislao de Kotska. Se trata de un prodigio de perspectiva y de sugestión escénica, entre la luz y el fuego. Y de un discurso iconográfico que predispone la gloria de san Francisco Javier, llevándose consigo al cielo las almas de los feligreses asiáticos.

placeholder Retrato 'San Ignacio de Loyola', pintado por Francisco de Goya. (EFE)
Retrato 'San Ignacio de Loyola', pintado por Francisco de Goya. (EFE)

El fresco fue concebido hacia 1685. Un asombroso ejercicio de ilusionismo visual que lleva al extremo el poder escénico y estético de la Contrarreforma y del Barroco. La conmoción de los sentidos. Y la idea de proponer a los fieles la escena sublime de la apoteosis de san Ignacio de Loyola, titular de la advocación de la iglesia romana y figura revolucionaria de la Iglesia católica en su dimensión política, doctrinal, evangelizadora, mística, cultural y reformista.

Es la razón por la que tiene sentido evocar el espesor de su figura, su legado y la repercusión de la Compañía de Jesús, cuya situación de plenitud orgánica —Francisco es el primer papa jesuita de la historia— no contradice los periodos de oscuridad ni los pasajes de la persecución.

Contratiempos en la Historia

La orden fue disuelta en la II República española y se le incautaron sus bienes porque se acusaba a sus miembros de servir a un jefe de Estado extranjero. Era la forma de denunciar la obediencia al Papa de Roma, aunque ya se habían producido traumáticas supresiones anteriores. Dentro de España, a iniciativa de Carlos III, en 1767. Y fuera de España, pues los grandes estados europeos recelaban de los poderes que desempeñaba la fundación de Ignacio de Loyola.

“Los jesuitas son una organización militar, no una orden religiosa”, escribía Napoleón Bonaparte en el umbral de la persecución. “Su jefe es el general de un ejército, no el mero abad de un monasterio. Y el objetivo de esta organización es poder, poder en su más despótico ejercicio, poder absoluto, universal, poder para controlar al mundo bajo la voluntad de un solo hombre [el superior general de los jesuitas]. El jesuitismo es el más absoluto de los despotismos y, a la vez, es el más grande y enorme de los abusos”.

El discurso napoleónico suscribía la reputación eclesiástico-castrense de la fundación, entre otras razones porque san Ignacio Loyola emprendió el camino de la fe entre los rescoldos de la batalla de Pamplona. Cayó herido en el bando de los soldados castellanos frente a las tropas de Enrique II de Navarra. Y sobrevino entonces el trance de la iluminación.

placeholder Óleo de san Ignacio de Loyola herido en Pamplona, de autor desconocido.
Óleo de san Ignacio de Loyola herido en Pamplona, de autor desconocido.

Procede recordar la fecha, mayo de 1521, porque estamos celebrando precisamente ahora cinco siglos del episodio convulso. Y porque la convalecencia del soldado Loyola predispuso un periodo de hipersensibilidad religiosa. Decidió entonces viajar a Jerusalén. Y regresó de la Tierra Santa convertido en predicador heterodoxo y obstinado, recurriendo a la terapia de los ejercicios espirituales.

La lealtad de Ignacio de Loyola al pontífice y la adopción del voto de pobreza redundaron en el prestigio de la orden

Puede entenderse así que recelaran de Ignacio las autoridades vaticanas, aunque la lealtad de Ignacio de Loyola al pontífice y la adopción del voto de pobreza redundaron en el prestigio de una orden cuyos primeros adeptos demostraron una profunda conciencia evangelizadora.

Lo demuestran las misiones de Canadá, de Misisipí, de México, de Perú y del Río de la Plata, cuyos avatares históricos y políticos entre las potencias coloniales de Portugal y España dieron origen a una película, La Misión, que polariza las dos maneras en que se desenvolvieron las campañas religiosas en ultramar. Pacífica, civilizadora y espiritual, por un lado. Y por el otro, violenta, mundana y cruenta. La ferocidad como contrafigura de la caridad.

El legado del clérigo

Cinco siglos después de la iluminación, la Compañía de Jesús es la más numerosa del orbe. La más influyente, con el anillo refulgente de Jorge Mario Bergoglio. Y la más política también, como lo demuestra la influencia que adquirió la teología de la liberación en los países tiranizados en América Latina a expensas de las dictaduras de extrema derecha.

Pagó el clero su implicación con los pobres. Y sobrevinieron unas cuantas matanzas atroces. Por ejemplo la del jesuita español Ignacio Ellacuría y las de otros siete religiosos acribillados por las fuerzas militares en El Salvador en el año 1989. Se trataba de amordazar el menor atisbo de denuncia social. Y de malograr la mediación político-diplomática que emprendieron los jesuitas, partidarios de negociarse un acuerdo entre el gobierno salvadoreño y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional.

Se trataba de una divulgación del Evangelio, en su dimensión espiritual pero también en su noción ética, educativa y alfabetizadora

Contemplación en acción. Puede que esta aparente contradicción defina con especial acierto la idiosincrasia de los jesuitas y la huella de San Ignacio de Loyola. Acostumbra a decirse que la Contrarreforma enfatizaba el antagonismo a la Reforma. Y que las emergencias del Concilio de Trento (1545-1563) se adoptaron para combatir el protestantismo, pero la impronta jesuita demuestra más bien que la Iglesia católica se desafiaba a sí misma y que prorrumpía un periodo de crisis en el sentido griego del sustantivo.

Se trataba de evocar la revolución del cristianismo en sus obligaciones con la tolerancia y con la conciencia del prójimo, especialmente entre los desfavorecidos. Y de proponerse una divulgación del Evangelio, en su dimensión espiritual pero también en su noción ética, educativa y alfabetizadora. Tiende a relacionarse la Compañía de Jesús con las élites y las constelaciones académicas y universitarias, y ha perseverado la leyenda negra del contrapoder y hasta del Papa negro, pero cuesta trabajo comprender la reputación social y “terrenal” de los jesuitas sin el compromiso de instrucción y de cultura en los territorios precarios, en los países depauperados y en los rincones más remotos.

La tumba del santo no se encuentra ni en Loyola —allí nació en 1491— ni en la iglesia romana que lleva su nombre. Pero no está lejos del templo de San Ignacio. Y reviste un enorme interés. Por el nombre: Il Gesú. Porque la imponente iglesia fijó el canon arquitectónico en la transición del renacimiento al barroco. Y porque la proximidad de la sede de la Democracia Cristiana demostraba que la Compañía de Jesús ha mirado siempre con un ojo al cielo y con otro a la tierra.

No es sencillo asistir a una resurrección, pero la experiencia es posible. La propone la bóveda de la iglesia de San Ignacio en Roma. Mérito de Andrea Pozzo y de la audacia con que describe la ascensión a los cielos de Luis de Gonzaga, Francisco de Borja y san Estanislao de Kotska. Se trata de un prodigio de perspectiva y de sugestión escénica, entre la luz y el fuego. Y de un discurso iconográfico que predispone la gloria de san Francisco Javier, llevándose consigo al cielo las almas de los feligreses asiáticos.

Religión
El redactor recomienda