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  1. Alma, Corazón, Vida

la historia viene de lejos

Vivir el infierno vírico: un recorrido histórico a través de las pandemias

El término epidemia está vinculado a la palabra guerra. Tal vez porque, con todas las matanzas que hemos efectuado a través de la historia, superamos cualquiera de ellas

Fuente: Pixabay.

"Personalmente, no creo que haya ningún infierno más allá de esta vida. En cambio, sí creo que hay una gran variedad de infiernos que las personas crean para sí mismos o para otros."

Wislawa Szymborska

El poeta Homero ya mencionaba la palabra epidemios -'ἐπιδήμιον- al menos en cuatro ocasiones al relatar lo ocurrido durante los 51 días del último año de la Guerra de Troya, de idéntica manera, en la "Ilíada", Homero mezcla 'epidemios' con 'polemos' (guerra) para aludir a la "guerra civil", pues las epidemias estaban muy asociadas a las guerras por las insalubres condiciones en las que vivía la tropa y los afectados por ella. Hasta la aparición de Hipócrates de Cos, no se convierte en un término médico. Sin embargo, cuando los Tratados hipocráticos son redactados alrededor de los siglos V y IV a.C., entre esa colección de alrededor de 60 escritos médicos, estaban los llamados "Epidemias".

O sea que la cosa viene de lejos. Si bien no podemos elegir el camino, sí al menos la manera de recorrerlo. Tenemos constancia de nosotros mismos, porque entre otras cosas, sabemos que el viento incontestable de la historia que todo lo arrasa hasta reducirlo a mísero polvo, y la máquina del tiempo, impía ella, nos fagocitará sin compasión; tal es la crueldad o indiferencia de la divinidad hacia la condición humana que nos ha dotado de conciencia para saber que vamos a desaparecer, más perversión imposible. Sin embargo, los otros animales de esta granja tienen la suerte de no barruntar su fin, con lo cual no viven esta angustia que nos ha sido dada a los bípedos llamados humanos; curiosa paradoja para nuestros engreídos egos. A ver si tras la que está cayendo escampa y aprendemos a relativizar la importancia y prioridad de las cosas.

Vivimos con el miedo a nuestra extinción, con miedo al omnipotente estado, con miedo a vernos envuelto en guerras... siempre con miedo

Entre nosotros, los antropoides que todo lo vemos desde arriba (no se ve igual desde la primera planta que desde la azotea donde hay más perspectiva y para eso, hay que tener voluntad de crecimiento), infravaloramos taxonómicamente todo aquello que no alcanzamos a medir y valorar desde nuestra arrogante verticalidad, y eso es lo que nos ha perdido siempre; Marco Aurelio en sus 'Meditaciones' ya lo diagnosticaba.

Pero este miedo o temor, no es un hecho aislado. Vivimos con el miedo a nuestra extinción, con miedo al omnipotente estado, con miedo a vernos envuelto en guerras de exterminio donde la compasión brilla por su ausencia, con miedo al qué dirán deformando así nuestra libertad de expresión para mejor adaptarnos, con miedo, siempre con miedo. Y ahora para más inri viene un descarado bicho a ramonear en nuestras entrañas sin permiso de residencia, el colmo.

Ansiedad y angustia constantes

Dicen de fuentes bien informadas, que en el infierno, la temperatura –Dante lo manifiesta en la Divina Comedia– , es constante pero soportable y, por añadidura, no es tan elevada como en la superficie terrestre, donde el napalm, la prolija violencia de los desheredados que no tiene salidas, la más sutil pero más descarnada de los encorbatados de guante blanco, la posibilidad de que la actual situación obedezca a una hipotética deliberada guerra bacteriológica enmarcada en otra guerra más atípica pero no por ello menos cruenta, las armas de uranio enriquecido, un galopante y ensordecedor cambio climático que ya no clama si no que ruge, la inmune brutalidad de los psicópatas legales y para más abundar; la indiferencia de una mayoría silenciosa atrapada en una variada telaraña de paralizantes miedos debidamente espoleados por las cúpulas que dirigen a los representantes que elegimos en listas cerradas, por cierto, herméticamente blindadas, ¿realmente vivimos en democracia?. No deja de ser una diabólica conjetura.

El sujeto humano es la madre de todas las pandemias; por donde pasamos, arrasamos

Este ambiente terrenal, está siempre calentito para que la ansiedad y la angustia sean el principal aderezo un nuestro panorama cotidiano, de tal forma que este sin vivir permanente sea para la mayoría el pan nuestro de cada día; algo normalizado con el paso del tiempo y la resignación, como mal menor. No olvidemos aquel magistral libro escrito por la premonitoria Naomi Klein, la Doctrina del Shock, de obligada lectura para saber en manos de quienes estamos.

Los infiernos tibetanos, pergeñados por sus autores con todo lujo de detalles podrían ser tan actuales que no sería necesario buscarlos en ubicuos mundos paralelos, sino aquí, más cerca, y además es posible elegir camarote a voluntad, pues hay más clases que en un tren de los que circula por la India.

El sujeto humano es la madre de todas las pandemias; por donde pasamos, arrasamos. No lo miremos como una sentencia bíblica si no como una conclusión científica estadísticamente contrastada. Mientras una pléyade de bichos microscópicos y con bastante mala leche nos toman por asalto de vez en cuando causando algunas docenas de millones de muertos, nosotros con los números de todas las matanzas que hemos efectuado a través de la historia, reventaríamos la calculadora más avanzada.

En los siglos XVI, XVII y XVIII, los niveles de crueldad, llegaron al paroxismo con la acción de los ingleses en sus áreas de influencia en la actual Norteamérica y Canadá promoviendo con una intencionalidad rayana con el sadismo, la aniquilación de pueblos enteros entre las comunidades indias nativas promoviendo la eliminación hasta alcanzar sin ambages el completo genocidio propagando las más variadas epidemias hasta que colapsaron aquellas ancestrales formas de vida. Era muy frecuente regalarles a los emplumados Algonquines por ejemplo, mantas impregnadas en viruela aderezada con sarna. Imaginación no se les puede negar a estos aspirantes a 'gentleman'.

Las sociedades nativas mejor organizadas de América desaparecieron por las epidemias llevadas por los europeos

En aquel infierno vírico y bacteriológico, en sus formas más primarias de expansión y ya incorporado como doctrina militar del ejército inglés, los españoles también tuvimos la desgracia (inconsciente eso si), de propagar bichos a mansalva que causaron un gran exterminio entre los indefensos autóctonos Aztecas, Mayas tardíos, Totonacas, Txitximecas, Tlascaltecas, etc., número este, que podría ascender a varios millones de interfectos. Gibson, Preston, Santos Julia, etc. así lo manifiestan en diferentes apartados de su extensa obra, fueraparte de tratar el tema con mesura por plantearlo desde la perspectiva de la accidentalidad o fatalidad del hecho; al contrario de la clara intencionalidad inglesa de búsqueda del exterminio o genocidio a tenor de los resultados, pues a resultas de aquellas deleznables prácticas, hoy, entre ellos y el primo de Zumosol, no dejaron títere con cabeza. La población nativa residual en los EE.UU no llega al 1% y siguen viviendo en la marginación más absoluta.

La leyenda negra.

Pero el aparato de propaganda y la manipulada Leyenda Negra (magro consuelo con el que atizar nuestro proverbial victimismo) estaban bien resueltos para causar indignación entre los predispuestos oyentes a los “fake” y el eco de la resonancia de los anglos, que funcionaba como una máquina armónica y bien engrasada. Por el contrario, los destinatarios de las invectivas, los españoles, fuimos más proclives a la distribución de cera que a un esmerado marketing que contrarrestara la insidia de los insulares del norte.

Las sociedades nativas mejor organizadas de América desaparecieron por las epidemias llevadas por los europeos desde el instante en que Colón desembarcó. La rubeola, el tifus, la gripe, peste bubónica y otras maldiciones contagiadas entre tribus, o más básicamente entre personas desprovistas de inmunidad alguna contra estas infecciones desconocidas en América, mataron alrededor del 50 % de la población amerindia en los 150 años siguientes, terrible cifra anulada o compensada en parte por el auge del mestizaje promovido por los españoles, siempre según los datos aportados por Jared Diamond, Premio Pulitzer de Ciencia por su libro Armas, gérmenes y acero (Guns, Germs and Steel. 1997).

Cuando el español Pizarro entró en Perú, concretamente en Cajamarca, una virulenta epidemia de viruela propagada entre los autóctonos de buena parte del oeste de América del Sur, los Incas, tras la llegada de los primeros colonos españoles a Colombia y Panamá, había generado una mortandad de tal magnitud que hasta el propio extremeño quedó asombrado. Gentes como el co-emperador Huayna Capac, una buena parte de su corte y miles de soldados hacia 1526, esto es, unos siete años antes de la llegada de este enorme soldado a Cajamarca, habían perecido a manos del invisible enemigo pandémico. Esto, es ciencia documentada y verificada. ¿Cómo fue? Pues obviamente por las transacciones comerciales inter andinas previas a la invasión del imperio Inca.

Durante la Conquista Española la mortalidad se asoció más a las enfermedades de transmisión, que tuvieron un papel determinante

Nosotros, “los malos” de la Leyenda Negra inventada por los holandeses e ingleses a costa del Santo Oficio (qué eufemismo), y sus expeditivas soluciones para corregir las desviaciones de los malvados herejes además de las expeditivas acciones del Duque de Alba en los Países Bajos, nos labramos, como masoquistas que somos, además de desinformados y pasotas por cuenta propia cuenta propia, con el rollo de la culpa, una reputación rebasada ampliamente por las atrocidades cometidas por estos dos pueblos europeos del norte que en este momento tan crucial de la pandemia que padecemos, parecen ponerse de perfil ante el drama que nos asola. Es altamente probable que si alcanzáramos ese estatus de ciudadanos concienciados, su insolidaridad les pase factura antes o después, pues no se puede decir que sean unos contemporáneos desorientados por una banal existencia, sino más bien, unos avispados sujetos que se quieren quedar con la parte rentable del negocio y punto.

Pero volviendo al grano y para aclarar el tema, insisto, en que en Mesoamérica y Suramérica, existían civilizaciones muy bien estructuradas y forjadas durante siglos (Incas, Mayas tardíos, Mexicas, etc.) que en el caso de las accidentales invasiones( a priori íbamos a Catay y Cipango- India y Japón-) o conquista o colonización de los españoles, fueron causa de pandemias impresionantes propaladas sin voluntariedad alguna por desconocimiento de la portabilidad de las mismas en los descubridores de aquellas sociedades.

La dinámica de la conquista no nos exonera de responsabilidad, pero el atenuante es que no hubo nunca intencionalidad previa de aquel silencioso exterminio, aunque los herederos de los habitantes autóctonos lo entiendan hoy de otra manera. Las almas despachadas en aquel larguísimo trance llegaron a colapsar los sistemas contables de aquel entonces.

Durante la Conquista Española, la mortalidad se asoció más a las enfermedades de transmisión –sarampión, gripe, viruela, tifus y peste bubónica, además de otras enfermedades infecciosas endémicas en Europa–, que tuvieron un papel determinante al diezmar a los desprevenidos indígenas; es obligado remarcar, que el ardor guerrero contribuyó lo suyo también. El historiador inglés forjado entre las bambalinas y algodones de Oxford, Henry Kamen, sentencia en La forja de España como potencia mundial, que nunca se contabilizaron en los 300 años de dominación o colusión interracial más de 55.000 muertos en combate. En el caso de las invasiones inglesas del norte de América, la mortandad podría llegar a calificarse del mayor genocidio intencional de la historia sin discusión ni paliativo. La abundancia de datos y el porcentaje de nativos residuales en Canadá y Norteamérica certificarían este hecho, pero lo reducirían a las frías y míseras cifras de las asépticas estadísticas, no fuera a ser que el aura romántica cayera en manos de la prosaica verdad, que no era otra que la de obviar los hechos que oscurecieran la épica.

La educada Inglaterra se oponía radicalmente al mestizaje con los 'subhumanos', un claro racismo del que muy pocos ingleses han escapado

Para ellos- los ingleses-, los habitantes de aquellas civilizaciones no ameritaban la consideración de humanos. Los anglosajones mostraron formas de crueldad inauditas fuera de los campos de batalla. Los pueblos que fueron sometidos a sangre y fuego quedaron como meros espectadores de las masacres cometidas en los actuales Estados Unidos, Caribe, África y Australia (los aborígenes eran catalogados de subhumanos) por mencionar algunas latitudes al azar. Basta decir que en Tasmania se encerraban a los aborígenes en granjas para comérselos después en festivas barbacoas. Ello me lleva a pensar que los nazis eran unos aficionados.

Y no vale excusar con el argumento de que eran presidiarios desalmados o recalcitrantes y díscolos escoceses, no; avezados exploradores como Cook, Rourke y, antes que ellos, el impresentable y cobarde Drake (en San Juan de Ulúa dejó atrás a más de 400 de los suyos que cayeron en manos de los españoles cuando se dio a la fuga en pleno combate), postulaban el exterminio de los lugareños que sorprendidos ante la respuesta a la hospitalidad que ellos practicaban, no entendían la conducta de aquellos energúmenos adecentados con casacas de lujosa botonadura. Era la eterna hipocresía de la educada Inglaterra la que se oponía radicalmente al mestizaje con los subhumanos, un claro e irrefutable racismo pestilente del que muy pocos ingleses han escapado, entre ellos, aquel gran caballero que fue Nelson.

El comandante Nelson.

Lamentablemente, para los historiadores, la verdad acaba emergiendo y hoy sabemos que los beneficios soslayaron cualquier atisbo de humanidad, dejando a los intereses indígenas totalmente condenados a la muerte en guerras asimétricas, a la inanición en la mayoría de los casos, a la esclavitud flagrante y rampante y diezmada por todo tipo de epidemias. A ello, hay que sumarle la imparable ola aniquiladora posterior de sus adelantados pupilos que no dejaron títere con cabeza hasta llegar a las costas del Pacífico en California.

En la India, ocurrió más de lo mismo tras más de dos siglos de dominación británica. Centenares de miles de aquellos indios indostánicos (para diferenciarlos de los equivocadamente llamados indios americanos), murieron de mala manera a causa de diferentes epidemias que bien se podían haber evitado, pues Inglaterra (o los británicos por extensión) bien que tenían conciencia de las resultantes y efectos que con la prevención, profilaxis y con criterios más humanos, habrían evitado las escandalosas cifras de mortandad en la población local. Salvo en Afganistán, país que nunca consiguieron dominar y donde cobraron estopa de lo lindo sufriendo severas derrotas; en el resto de Asia (salvo en las zonas de influencia francesa) continuaron la misma política de las mantas impregnadas de viruela, marca de la casa.

Los infiernos más abyectos

En Australia se les fue la mano totalmente, poniéndolos en su lugar como los mayores genocidas de la historia conocida. De los más de 900.000 aborígenes contabilizados por su propia Sociedad Geográfica (supongo que a ojo de buen cubero), solo 30.000 de ellos (esto es, poco más del 3% aproximadamente) escaparon a aquel Armagedón de destrucción planificada. Se les hacinaba en las granjas junto al ganado como si de animales se trataran con las consecuentes derivadas de infecciones obligadas por la situación. Estos aborígenes llevaban en Australia cerca de 60.000 años, cuando los primeros presidiarios ingleses les hicieron notar su avanzada civilización; esto ocurría en el año de 1770 y el infierno abría sus fauces sobre aquellos sorprendidos desgraciados.

Cuando los ingleses declararon el continente Australiano como terra nullius (sin habitantes humanos) comenzó la masacre y el saqueo sin contemplaciones. Tras despojarlos de toda dignidad, esclavizarlos (un arte mayor muy enraizada en la genética de los anglos), enfermedades invisibles y desconocidas acabaron con aquel increíble rincón o paraíso terrenal. Solo habían pasado 100 años desde que se produjera el terrible desembarco de los puritanos en las antípodas. Como siempre, el Altísimo estaba mirando para otro lado y un poco flojo de asistencia en los momentos críticos.

Pero la cosa no queda ahí, en aquellos infernales viajes en los que una multitud de seres privados de cualquier tipo de derecho, condenados al infierno más abyecto, a una existencia atroz, sin espacio para moverse en los barcos negreros durante meses de terroríficas travesías, rodeados de excrementos y vómitos y los estertores de los moribundos; las epidemias se extendían entre aquellos desgraciados como una lacra adicional, hasta tal punto, que los que conseguían sobrevivir a esa experiencia, eran uno de cada tres de media. Estas acciones de inhumanidad flagrante no eran otra cosa que la obra de los que imputaban a España la famosa Leyenda Negra.

Los británicos, a diferencia de los españoles, propagaron epidemias programadas con una incuestionable intencionalidad por todo el globo

De vuelta con Henry Kamen, un excelente hispanista, nos cuenta en su extraordinario libro 'Imperio', en una apreciación quizás algo exagerada, lo que califica del genocidio demográfico más grande documentado en toda la historia conocida. Tradicionalmente, los historiadores más reduccionistas cifran la población precolombina (Henry Dobbyns–) en 12.000.000 de aborígenes (los maximalistas consideran que eran 50.000.000 las almas en todo el continente quizás bajo los efluvios del alcohol u otras sustancias). La mortalidad sobrevenida por las pandemias entre las que destaca la cruel viruela y las no menos letales venéreas, dejó las tierras del norte de América holladas por los ingleses en una tabula rasa, y eso, sin contar con el posterior énfasis expansivo de sus adelantados pupilos en su épica conquista del oeste tras la independencia.

Quizás, a los británicos se les pueda recordar esa frase tan suya que reza así; ‘An idle mind is the devil’s workshop’ (una mente ociosa es el taller del diablo). Parafraseando a la bella y magistral actriz Mae West, a aquella Inglaterra de entonces se le podría adjudicar la famosa frase pronunciada por esta dicharachera fémina con un daiquiri en su mano y media docena en el estómago: "He perdido mi reputación, pero no la echo en falta".

Ellos, a diferencia de nosotros los españoles, prepararon y propagaron epidemias programadas con una incuestionable intencionalidad por todo el globo. Nosotros asumimos que la desgracia que repartimos entre los indígenas con nuestras enfermedades fue la que fue y no nos sentimos orgullosos de ello. Mientras el Doctor alicantino Balmis vacunaba en una experiencia pionera a miles de indígenas contra la viruela en la expedición médica y filantrópica más exitosa del siglo XIX; nuestros isleños vecinitos del norte (alabado sea el Señor que en uno de sus pocos días inspirados les iluminó con la idea del Brexit) se dedicaban a repartir mantas impregnadas con la fatalidad del mismo virus a los aborígenes de los territorios conquistados.

En Suramérica, nosotros nos dedicábamos al noble arte del cortejo y a perseguir féminas sin descanso dando lugar a una ingente población mestiza

Recordemos, que la famosa Confederación Wabanaki de habla común algonquina distribuida en esa época en los frondoso bosques de lo que hoy es el estado de Maine, Vermont y la parte sureste del estado canadiense de Quebec, fue exterminada en un 99% por estos ejemplares súbditos de su majestad con las famosas mantitas cortesía de la casa. Entretanto, en Mesoamérica y Suramérica, nosotros nos dedicábamos al noble arte del cortejo y a perseguir féminas sin descanso dando lugar a una ingente población mestiza y a las pruebas me remito. En los territorios al norte de Río Bravo, los nativos norteamericanos y canadienses sobreviven como piezas de museo, mientras en el resto del continente se ve claramente otra filosofía. En viajando por Sudamérica hay una gran mayoría de gentes con rasgos asiáticos, sin embargo, si se va a Norteamérica predominan los rasgos caucásicos. Es evidente, que por donde pisaron los ingleses y sus pupilos no quedó vivo ni el Tato.

De todo esto se deduce, que la colonización española fue mucho más inclusiva en oposición a la anglosajona que fue, exclusiva y segregacionista. Y en este punto, si cabe hacer alusión a aquel dicho que ellos albergan cual piedra angular de su ironía que reza así; “nunca hay una segunda oportunidad de dar una buena primera impresión”. Se lo pueden aplicar ellos mismos.

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