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El regreso de Rusia: por qué Ucrania es solo una parte de un nuevo Gran Juego
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Recuperar la hegemonía perdida

El regreso de Rusia: por qué Ucrania es solo una parte de un nuevo Gran Juego

Putin quiere que Rusia vuelva a ser el imperio que cayó con la URSS, y no es una sorpresa. Solo había que estar atentos a sus intervenciones en Siria o Libia para descifrar sus planes a largo plazo

Foto: Un mural que compara a Putin con Hitler y Stalin en Polonia. (EFE/Adam Warzawa)
Un mural que compara a Putin con Hitler y Stalin en Polonia. (EFE/Adam Warzawa)

Guerra Mundial, dijeron cuando Rusia amenazó con invadir Ucrania, y esta vez no se puede decir que la prensa exageraba a lo tonto. Todavía tenemos la razonable esperanza de que los combates como tal se limiten a territorio ucraniano, sin ir más allá y que, quizás incluso pronto, den lugar a una negociación entre trincheras. Pero lo que ya no se puede negar es que esta vez, por primera vez en muchas décadas, una guerra rusa va más allá de un ajuste local, como lo fueron en el pasado Chechenia, Abjasia, Osetia del Sur, Crimea... Escaramuzas fronterizas para mantener ocupado al vecino y adversario.

Ahora no. Ahora es el regreso del imperio. No es exactamente una sorpresa: Rusia, mayor país en extensión del mundo —aunque detrás de Bangladés o Nigeria en población—, no iba a seguir el ejemplo de otras potencias que durante un par de siglos dominaron tierras en varios continentes y luego volvieron al estatus de paisito sin más aspiración que vivir en paz con sus vecinos, digamos Omán o Portugal; España sería otro ejemplo, aunque al menos aún es invitado permanente en la mesa de los poderosos, el G-20: quien tuvo retuvo. Rusia es demasiado grande para esto. Vuelve a la primera plana de la geopolítica, y lleva años en ello. De forma explícita, pública, desde septiembre de 2015, cuando los cazas rusos aterrizaron en Damasco.

Foto: Bandera de Gagauzia en la entrada de la ciudad de Comrat. (Getty/Andreea Campeanu)

Siria ha sido el trampolín desde el que Rusia está recuperando su papel de potencia mundial y contrincante de Estados Unidos, un rol que jugó durante toda la segunda mitad del siglo XX, bajo la bandera roja comunista. Estábamos acostumbrados entonces, y estaban acostumbrados los regímenes de varios continentes, o bien posicionándose directamente en un bando —Cuba, Yemen del Sur, Etiopía— o bien jugando a dos bandos para negociar compras de armas y respaldo político a unos y otros, como Egipto o Irak.

El imperio contraataca

Tras el descalabro de la Unión Soviética en 1991, el mundo se volvió, eso dijeron, multipolar, pero eso era un eufemismo: el juego estratégico geopolítico de Washington, hasta entonces atento a los movimientos del adversario, se convirtió en una carrera de empresas privadas, dedicadas a logística, armas y petróleo, para fomentar guerras como la de Irak y luego sacar partido de ellas, especialmente con cargo al erario público estadounidense.

Foto: Soldados soviéticos en Afganistán

Esta explotación descarada de las arcas de EEUU por parte de conglomerados empresariales vinculados a intereses económicos y políticos saudíes se ha interpretado en la izquierda europea como una estrategia política de Washington para dominar el mundo, cuando era lo contrario: George W. Bush y sus colegas 'neocon' sacrificaron los intereses del Estado por ganancias de dinero a corto plazo. Pero este malentendido no solo ha favorecido a las empresas en cuestión, dando apariencia política a sus tejemanejes: también ha facilitado el regreso de Rusia. Ante una destruccción anárquica y sin estrategia, ¿quién no prefiere a un tipo que ponga orden?

Para poner orden vino Vladímir Putin: primero en el propio país, que se había hundido a inicios del milenio en un modelo de capitalismo salvaje —una opa hostil se hacía en Moscú apuntándole al gerente con un Kaláshnikov— que dejaba muy atrás las peores pesadillas de un obrero estadounidense. Agente de la KGB, Putin supo reordenar la pléyade de oligarcas para servir a sus propios intereses y a los del país, que gradualmente fue escalando puestos: si en 1999, cuando se hizo con los mandos, estaba en alguna parte entre Holanda y Bélgica en producto interior bruto, y en 2006 aún quedaba varios puestos por debajo de España, ahora está en el puesto 11º mundial, justo detrás de Corea del Sur y Canadá. Quien paga, manda, y Rusia ya tiene dinero para pagar influencias.

Foto: Guardias ucranianos vigilan en el 'checkpoint de la frontera de Ucrania con Transnistria. (Reuters/Yecgeny Volokin)
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Pero a la condición de imperio no se llega solo por dinero: hacen falta armas. De ahí que por primera vez desde la fallida conquista de Afganistán, una de las causas (o quizá la causa) del descalabro de la Unión Soviética, aviones militares rusos aterrizasen en un país y una guerra ajenas: la de Siria. El régimen de Bashar al Asad estaba a punto de caer tras años de una cruenta guerra civil alimentada principalmente por Qatar y Arabia Saudí, que jugaban a poner sus peones islamistas en un territorio pobre pero estratégico. No es que Putin tenga algo contra los islamistas —véase su virrey en Chechenia, Ramzan Kadirov—, pero el cálculo era sencillo: si salvaba a Asad, Siria era suya. Un protectorado.

El cálculo funcionó, porque la estrategia rusa era la opuesta a la estadounidense en Irak: en lugar de destruir un régimen dictatorial y aprovechar el caos reinante para sangrar al contribuyente, al propio y al ajeno, Moscú fortaleció el que había. Putin había aprendido del error de Brézhnev en Afganistán: nunca derroques a un dictador; úsalo. Y no tenía competencia: nadie iba a intentar robarle a Asad ni nadie era capaz de montar un contradictador sobre una base compuesta por un laberinto peludo de barbas yihadistas. Nadie salvo, quizá, Turquía, pero ni la Unión Europea ni Estados Unidos tenían ganas de apostar por Erdogan como patrón de una Siria bajo designios neootomanos. Aparte de que Turquía, que depende del gas y del turismo rusos, no tiene las manos muy libres para hacer de adversario bélico.

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Con Siria convertida en satélite y base, Putin fue a por Libia. No había dictador en Trípoli, pero sí en casi todo el resto del país: Jalifa Haftar, un general decidido a acabar con las bandas islamistas reconocidas por Naciones Unidas con más voluntad que razón como Gobierno legítimo. No porque Haftar tuviera algo contra los islamistas: sus patronos eran Arabia Saudí y Emiratos. Putin se sumó de forma cautelosa, al igual que hizo Francia, y en lugar de enviar los cazas solo despachó al Grupo Wagner, una empresa de mercenarios formada en 2014 y ya probada en Siria como tropa de choque. Probablemente pensaba que iba a ser suficiente. No lo fue: Turquía sí apostó esta vez con armas y bagajes por Trípoli y consiguió el empate. Desde entonces, Libia es tierra de nadie y sus muchos novios están demasiado ocupados en otros frentes como para ocuparse ahora.

Pero Libia tiene un amplio 'hinterland': todo el continente africano. Y Rusia lleva años estableciéndose en él, también a través de Wagner. Si el papel de esta compañía en Siria era comparable al de la estadounidense Blackwater —luego Xe, ahora Academi—, que proporcionaba mercenarios al Gobierno estadounidense para combatir en Irak, el rol de Wagner en África es más similar al de otras empresas dedicadas a desfacer entuertos y guerras civiles por dinero, como la sudafricana Executive Outcomes o la británica Sandline. Solo que aquellas operaban sin respaldo de una potencia internacional, arreglando cuentas locales en las que el mundo había perdido interés; Wagner está al servicio del régimen que lo contrate, pero es un enlace directo con Moscú.

Por ahora, según parece, sus mercenarios, imbuidos de una ideología patriota rusa, a menudo cristiana y lo que llamaríamos ultraderechista, han tomado posiciones en Sudán, República Centroafricana y Mozambique, y todo indica que ya se han desplegado en Malí, donde la junta establecida después del último golpe militar, el de mayo de 2021, ha forzado la retirada de las fuerzas militares de Francia.

Foto: Mural con la imagen de Vladímir Putin como Voldemort en Polonia. (EFE/Jakub Kaczmarczyk)

Visto el desastroso resultado de 10 años de presencia militar francesa en el Sahel —siguen las guerrillas, los golpes, los pillajes, las muertes—, no sería difícil para Moscú convencer a más de un país de que aquí hay que aplicar mano dura e ir ampliando sus cabezas de puente hasta dominar toda la franja desde Tombuctú hasta el mar Rojo mediante una hilera de autocracias firmes. Las cosas son más fáciles si se puede prescindir de escenificar esa cosa rara que en Europa llaman democracia.

A largo plazo —y hablando del imperio ruso conviene pensar en plazos largos— podría ser una especie de cinturón político-militar que controle la llegada de recursos naturales a Europa desde el sur, ahora que ya no hay manera de recuperar esa pieza de apoyo que en la Guerra Fría era Argelia, y fracasado definitivamente el intento de convertir el Sáhara Occidental en su salida al Atlántico. Pero no hay que despreciar el valor estratégico del Sáhara. Sería algo equivalente a los intentos de Estados Unidos en la Guerra Fría de dominar el flanco sur de la Unión Soviética mediante Turquía, Arabia Saudí y Pakistán.

Todavía faltan piezas en el Sahel: Francia acaba de trasladarse de Malí a Níger, país mucho más clave, no solo por sus minas de uranio sino también por ser paso obligado del futuro gasoducto Nigeria-Argelia-España, el único que puede resolver o al menos aliviar de forma duradera la dependencia de Europa del gas ruso. Lo que queda por ver es si Francia se puede hacer fuerte en el país el tiempo suficiente para colocar las tuberías, o si Moscú intentará desalojarlo de la estratégica casilla. Níger vivió hace un año su primer pacífico traspaso de poder desde su independencia, tras décadas de relativamente estables regímenes semiautócratas, pero la reciente cascada de golpes militares en África occidental —cinco en un año: exitosos en Malí, Guinea, Burkina Faso y fallidos en Guinea-Bissau el mes pasado y otro en el propio Níger hace un año— no invita al optimismo.

Otra pregunta es si después de quemar cartuchos, pólvora y vidas humanas en Ucrania, Putin tendrá suficientes recursos para retomar el proyecto africano. Quizá se precipitara con la invasión, como un ajedrecista que se lanza a un intento de jaque mate antes de haber posicionado todas sus piezas. O quizás el movimiento de Francia de Malí a Níger y la creciente atención de Bruselas a la expansión de Wagner le hizo perder la esperanza de dominar pronto este flanco y decidió atacar el centro antes de que fuera tarde.

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La Rusia que debería ser

Porque del centro se trata: basta con escuchar los discursos de Putin para entender que la Rusia que existe actualmente no es la que debería ser, en su opinión. Una vez desmoronada la Unión Soviética, el país no se reconstituyó en las fronteras del imperio zarista de 1914 sino en las mucho más reducidas de 1762, antes de la llegada al poder de Catalina la Grande. Sin grandes regiones de Asia Central, sin el Báltico, sin el Cáucaso sur y sobre todo sin la mayor parte de lo que hoy es Ucrania y era entonces en parte territorio de la mancomunidad Polonia-Lituania y en parte el janato de los tártaros de Crimea.

Todas esas regiones quedaban incorporadas a Rusia cuando murió Catalina en 1796, y estas son las fronteras que Putin probablemente tenga en los mapas de su despacho; al menos es fácil imaginar que los miraba al declarar: “La Ucrania moderna fue creada enteramente por Rusia; en concreto, por la Rusia comunista bolchevique”. Tenía razón en el sentido de que el derrumbe del imperio zarista por la revolución comunista permitió a muchos pueblos de la periferia formar y proclamar por primera vez en la historia repúblicas independientes: aparte de Ucrania lo hicieron Georgia, Azerbaiyán y Armenia, todos ellos territorios muy pocos años después incorporados a la Unión Soviética en las fronteras aproximadas con las que se habían definido al caer el zar.

Foto: El presidente ruso Vladimir Putin en una imagen de archivo (Reuters/Namenov)

Y con fronteras similares (añadida Crimea en el caso de Ucrania por decisión de Moscú en 1954) se volvieron a independizar en 1991, bajo la premisa de que la Unión de Repúblicas Socialistas había sido justo eso, una unión de repúblicas soberanas, tal y como preveía la Constitución soviética. Pero “este derecho a secesión de la Unión Soviética era una mina plantada” por los dirigentes bolcheviques, un “error estratégico histórico que llevó a la desintegración” de Rusia, en palabras de Putin. Más claro no pudo expresar sus aspiraciones de recuperar el Imperio ruso zarista, previo a la Unión Soviética.

La paradoja de Putin es que por una parte achaca al comunismo la culpa del desmembramiento del imperio ruso —en el mismo discurso del 21 de febrero sugirió la necesidad de “descomunistizar” plenamenta Ucrania para así volver a integrar el territorio en Rusia— y por otra intenta recuperar para Moscú el papel de potencia geopolítica no solo europea sino mundial que tuvo en épocas comunistas. Olvidando, al parecer, que no fue el concepto del imperio patrio sino la ideología de lucha de clases lo que abría la puerta a la influencia soviética en varios continentes. Fueron los obreros, sindicatos, intelectuales, campesinos, los militantes a favor de un orden social distinto, comprometidos con el derrocamiento de las clases capitalistas, los que pusieron los fundamentos y los que pagaron el precio, muy a menudo en sangre, para la llegada al poder de partidos en la órbita de Moscú, fuese en Cuba, Angola, Mozambique, Yemen, Vietnam o Etiopía.

Foto: Punto de control en la capital ucraniana, Kiev. (EFE/Atef Safadi)

A un observador distante le puede parecer inexplicable cómo pudo haber pensadores convencidos de que Stalin representara los intereses de la clase obrera. Pero tal era la lógica de la Guerra Fría: la bandera roja del hoz y el martillo pretendía ser la de los parias de la Tierra y para un comunista era natural arrimarse a la Unión Soviética, así fuese solo porque era el polo opuesto a todos los poderes que desde Washington y París proclaman que Dios era el banco y el Fondo Monetario Internacional.

La tragedia de muchos comunistas desde Marruecos hasta Palestina, y quizás hasta en España, donde, derrocada la República, la lucha se había quedado en el ámbito intelectual, era que la Unión Soviética se derrumbó antes que su propia fe en el comunismo. La aparición de pizzerías y hamburgueserías de cadenas estadounidenses en Moscú fue una traición en toda regla para ellos. Se entiende. Lo que no se entiende es que ahora haya quien jalee a Vladímir Putin como portaestandarte de una lucha contra el imperialismo de Occidente. Stalin al menos tenía el discurso. Putin, declarado rotundo anticomunista, respaldado no solo por oligarcas multimillonarios, sino también por la Iglesia ortodoxa rusa, peregrino ferviente en el Monte Atos griego, el único territorio del mundo que no admite la entrada de mujeres, no reparte al pueblo un opio distinto al del Vaticano y Wall Streeet.

Putin puede rediseñar las fronteras del imperio zarista y recuperar, mediante un puñetazo en la mesa, un sillón de orejeras en el concierto de las naciones europeas, pero es inverosímil que consiga convertir a Rusia a largo plazo en la potencia geopolítica internacional que fue durante el siglo XX: una compañía de mercenarios puede sostener a algún que otro dictador en África, pero no le aportará un apoyo popular duradero, ni con todo el despliegue de cuentas falsas en las redes sociales que intentan convencer al respetable público de que si la OTAN es el brazo armado del capitalismo, Putin necesariamente ha de ser el de los obreros. Pero de toda intoxicación de opio se despierta uno. Sin el discurso marxista, a la influencia de Moscú en tres continentes solo le queda un punto en común con la tradición soviética: el desprecio a la democracia.

Guerra Mundial, dijeron cuando Rusia amenazó con invadir Ucrania, y esta vez no se puede decir que la prensa exageraba a lo tonto. Todavía tenemos la razonable esperanza de que los combates como tal se limiten a territorio ucraniano, sin ir más allá y que, quizás incluso pronto, den lugar a una negociación entre trincheras. Pero lo que ya no se puede negar es que esta vez, por primera vez en muchas décadas, una guerra rusa va más allá de un ajuste local, como lo fueron en el pasado Chechenia, Abjasia, Osetia del Sur, Crimea... Escaramuzas fronterizas para mantener ocupado al vecino y adversario.

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