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Una ola de economistas se revuelve contra la desglobalización: "Nos empobrece a todos"
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Una ola de economistas se revuelve contra la desglobalización: "Nos empobrece a todos"

Frente al nuevo paradigma de la planificación centralizada, surgen voces que reclaman recuperar la competencia del mercado y centrar las ayudas a empresas en la absorción de tecnología punta

Foto: Imagen de un barco carguero en el puerto de Shenzhen. (Reuters)
Imagen de un barco carguero en el puerto de Shenzhen. (Reuters)
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El 18 de enero de 2017 el mundo escenificó un cambio de paradigma en la economía mundial. El presidente de China, Xi Jinping, acudió al Foro de Davos para defender el libre comercio: "Nadie sale vencedor de una guerra comercial". El país, que había manipulado durante años la competencia a nivel global con restricciones a la importación, manipulación del precio de la divisa y dumping, era pagado con su misma carta. La Administración Trump puso en marcha un cambio de paradigma en la economía que terminó por consolidarse con Joe Biden, el que el consejero de Seguridad Nacional, Jake Sullivan, ha bautizado como nuevo consenso de Washington.

El nuevo paradigma tiene como lema America First (América primero), pero va mucho más lejos: consiste en replegar la economía hacia dentro de las fronteras con planificación estatal de las industrias estratégicas. Incluye limitación de las importaciones, control de las exportaciones para frenar el desarrollo militar del rival y grandes programas de inversión pública para estimular la industria.

Foto: Foto: iStock.

Durante unos años, los partidarios del libre mercado permanecieron en silencio tras décadas de control de la política económica global. Se vieron noqueados por los problemas que este paradigma económico provocó, principalmente por la fuga de la producción a terceros países con los que EEUU y Europa competían en desigualdad por las leyes laborales, sanitarias, de protección infantil, medioambiental… Eran los culpables del estancamiento secular, pero ahora "han recuperado el sentido" y se están rearmando con nuevos argumentos contra lo que el expresidente del Banco Mundial Robert B Zoellick ha llamado el Cuento de la Economía Ordenada desde Washington (WOE, por sus siglas en inglés).

Zoellick asegura que la reversión del libre mercado y la planificación centralizada están en la base del aumento de la inflación y augura el surgimiento de empresas ineficientes protegidas por subvenciones y barreras comerciales. "Ya están apareciendo las primeras grietas en el nuevo orden económico de Biden", escribía recientemente en una tribuna en The Wall Street Journal, "la inflación pegajosa castiga a todas las familias, especialmente a las más pobres, y la Reserva Federal necesitará tipos de interés más altos por más tiempo".

Los bancos centrales ven con temor la reversión del libre mercado, ya que generará tensiones inflacionistas al sustituir las cadenas de producción más baratas por las que decidan los gobiernos. Un estudio reciente del Banco Central Europeo (BCE) muestra los riesgos inflacionistas a los que se enfrentan los países occidentales si desmontan la globalización. "Si las empresas reestructuran sus cadenas de producción para situar sus suministros en países cercanos en lugar de en los más eficientes, sus costes de producción podrían sufrir un incremento que se viera reflejado en los precios finales cargados a los consumidores".

Este surgimiento de la inflación está animando a los defensores de la globalización. Es evidente que una parte de la subida de los precios está provocada por la invasión de Ucrania, pero no toda. Muchos países desarrollados están sufriendo grandes tensiones en el mercado laboral por la escasez de mano de obra. Las vacantes se han disparado en EEUU, Alemania o Reino Unido y la tasa de paro está en mínimos históricos. Esto genera competencia entre sectores por conseguir trabajadores, lo que supone mayores salarios y, por tanto, precios finales más altos. Surge por tanto la pregunta de si es óptimo recuperar la producción que se genera actualmente a bajo coste en terceros países si no existe capacidad ociosa dentro de las fronteras nacionales.

En buena medida, el nuevo paradigma de planificación económica llegó a Europa ante el rápido crecimiento logrado por China. Sin embargo, en los últimos años están surgiendo numerosos ejemplos que evidencian los problemas inherentes al intervencionismo. Un buen ejemplo es el de la industria del acero, que se consideró estratégica para acelerar la transformación de las infraestructuras que necesitaba el país. El Gobierno subvencionó esta actividad hasta el punto de que China se convirtió en el primer exportador mundial de esta materia prima, pero finalmente se ha encontrado con una industria sobredimensionada que ha congelado los precios y que está generando más costes que beneficios. Otro buen ejemplo es la Iniciativa de la franja y la ruta, con la que Pekín pretendía recuperar la histórica ruta de la seda. Lo hizo concediendo préstamos de miles de millones de dólares a muchos países para estimular su desarrollo y fomentar la construcción de las infraestructuras necesarias para el comercio. El problema es que muchos de estos proyectos no estaban bien seleccionados y no eran rentables, lo que está provocando una cadena de impagos que China está tapando con refinanciaciones, ocultando así unas pérdidas que estallarán en algún momento. Los proyectos gubernamentales no tienen garantía de éxito.

Suma cero

Adam Posen, presidente del Instituto Peterson de Economía Internacional (PIIE), ha argumentado en una tribuna en Foreign Policy que el enfoque de la desglobalización se sostiene sobre "cuatro falacias analíticas profundas": que la planificación de uno mismo es inteligente, que la autosuficiencia es posible, que incrementar los subsidios es positivo y que la producción que importa es la que se hace dentro del país. Posen no duda de que algunos controles muy selectivos sobre productos, así como la inversión pública en infraestructuras, investigación e innovación "son bienvenidos". Sin embargo, rechaza que el establecimiento de controles generales y fijación de la toma de decisiones sobre la inversión desde Washington supone un grave error.

Foto: El turismo de cruceros genera un gran debate. (EFE/ Puertos del Estado)

Utiliza, como ejemplo, el caso de la rivalidad entre Boeing y Airbus, los dos grandes constructores de aeronaves de EEUU y la UE. Ambas empresas han sido protegidas con grandes subvenciones y contratos públicos para favorecer su crecimiento; sin embargo, Peterson denuncia que ambas compañías han invertido poco en innovar en los aviones de pasajeros y casi nada en el uso de la energía y el cambio hacia sistemas más limpios. En su opinión, estos problemas son consecuencia de la intervención pública en ambas compañías y en sus mercados, provocando que no necesiten mejorar para seguir facturando.

¿Ocurrirá lo mismo con los fabricantes de chips cuando la Administración Biden culmine la prohibición de vender en China y otros países y decida hacer inyecciones millonarias de dinero público para estimular la producción nacional de semiconductores de última tecnología? Esta es una pregunta razonable cuya respuesta depende de la opinión de cada uno y solo el tiempo determinará quién acierta.

Lo que ocurre con estas políticas proteccionistas es que no buscan el crecimiento total de la economía global, sino recuperar parte de la producción que se deslocalizó en su momento. En definitiva, un juego de suma cero en el que simplemente se trata de robar la producción al vecino, o al rival. En definitiva, "empobrecernos a todos" recortando la capacidad de crecimiento del mundo. Los economistas defensores del libre comercio argumentan que los países desarrollados no deben centrar sus esfuerzos en recuperar producción que otros fabrican más barato, sino en situarse en la frontera del conocimiento aportando nuevos bienes y servicios innovadores. En definitiva, hacer que la economía global aumente de tamaño y dejar, al mismo tiempo, que otros países puedan participar de ese crecimiento en lugar de expulsarlos.

Las políticas proteccionistas no buscan el crecimiento total, sino el crecimiento propio frente al del vecino

Un buen ejemplo es el del gigante taiwanés de semiconductores TSMC (Taiwan Semiconductor Manufacturing Co.) que en el año 2020 decidió abrir su primera fábrica en Estados Unidos para fabricar chips de última tecnología aprovechando el elevado nivel de formación de los ingenieros americanos. Después de invertir 12.000 millones de dólares en la planta situada en Arizona, el director financiero de la compañía, Wendell Huang, explicó que los costes de inversión en EEUU son cuatro o cinco veces superiores a los de Taiwán debido a los salarios, los materiales, los permisos necesarios y los controles de salud y seguridad. A pesar de ello, la compañía prevé abrir una segunda fábrica en el país, lo que significa que los costes de producción no siempre determinan las decisiones de inversión.

El nacionalismo económico también tiene el riesgo de generar un enfrentamiento con los socios comerciales, como ha ocurrido con la Ley antiinflación que puso en marcha la Administración Biden y que ha generado una oleada de protestas desde la Unión Europea. Posen advierte de que otros países seguirán el camino de EEUU levantando trabas al libre comercio, lo que también complicará que las empresas americanas puedan exportar sus productos y su tecnología. ¿Qué ocurriría en ese caso con sus gigantes como Apple, Google, Amazon, Meta, etc., cuya principal fuente de beneficios está en el extranjero?

"Necesitamos ser conscientes de que, una vez implementadas, estas políticas perduran en el tiempo y que, a menudo, provocan consecuencias perversas inimaginables en el momento en el que se pusieron en marcha", ha advertido recientemente Larry Summers, exsecretario del Tesoro de EEUU, quien también ha criticado las políticas desplegadas por Biden.

Oferta o demanda

En este camino de la desglobalización la planificación de la economía juega un papel fundamental. El poder político decide en qué sectores y, más concretamente, en qué empresas invertir con ayudas, subvenciones, créditos fiscales, etc. Los objetivos que se han fijado los gobiernos occidentales son la transición energética, la tecnología y la defensa. Lo que hacen es potenciar la producción con ayudas directas o incluso tomando participación en proyectos público-privados para acelerar la instalación de capacidad productiva. Esto es, por la vía de la oferta.

Foto: El presidente de Liberland, Vit Jedlička, de camino a Liberland en 2017. (Alamy/Zuma Wire/David Tesinsky)

Sin embargo, los defensores de la globalización consideran que esta vía no es la más eficiente. Primero, porque las decisiones de los gobiernos no siempre son las más acertadas y, segundo, por el riesgo de generar industrias ineficientes al calor del dinero público. En su lugar, proponen que los esfuerzos públicos se centren en la absorción de esas tecnologías innovadoras por parte de todo el tejido productivo. "Lo que garantiza la seguridad nacional y puede frenar el cambio climático no es la producción, sino la adopción de la tecnología", advierte Posen.

Lo que garantiza la seguridad nacional no es la producción, sino la adopción de la tecnología

En su opinión, la clave no está en producir muchas placas solares o muchos chips, sino ayudar al tejido productivo para que incorpore a su cadena de producción energía limpia o más tecnología. Esta vía de la demanda estimulará la producción por sí sola: el mercado detectará que existe una demanda y aumentará la capacidad para satisfacerla. Pero, lo que es más importante, acelerará la transición ecológica o digital de los países, defiende Posen. Para argumentarlo utiliza el ejemplo de Estados Unidos en la década de los 90. "La productividad de EEUU (y las capacidades de defensa) aumentaron durante esa década porque las empresas estadounidenses (y el ejército) adoptaron la tecnología de la información en toda la economía", señala el economista. Esto es, el salto de productividad no se produjo por producir más ordenadores y mejores, sino porque toda la economía absorbió rápidamente esta nueva tecnología y se hizo más productiva.

Esto es lo que propone repetir hoy. Por ejemplo, es necesario acelerar la absorción de la inteligencia artificial por parte de las empresas. O, en el caso de la transición ecológica, es preferible que cambie la demanda de las empresas y soliciten energías limpias por ser más baratas. Así, se acelera la transición y se gana competitividad a nivel país, defienden estos economistas.

Sin duda se trata de una visión novedosa frente al paradigma instalado de la desglobalización y el nacionalismo económico, aunque sus teorías fueron ampliamente probadas a lo largo del siglo XX con resultados positivos y también negativos. El enfoque que tratan de impulsar estos economistas es que Occidente no tiene que competir con barreras al comercio ni con planificación centralizada de la economía, sino fomentando la competitividad de sus empresas y ayudando al tejido productivo a incorporar la tecnología más avanzada. La tarea no es sencilla, pero mientras la inflación siga siendo tan elevada y, por extensión, los tipos de interés, su discurso seguirá recuperando el terreno perdido desde los 90.

El 18 de enero de 2017 el mundo escenificó un cambio de paradigma en la economía mundial. El presidente de China, Xi Jinping, acudió al Foro de Davos para defender el libre comercio: "Nadie sale vencedor de una guerra comercial". El país, que había manipulado durante años la competencia a nivel global con restricciones a la importación, manipulación del precio de la divisa y dumping, era pagado con su misma carta. La Administración Trump puso en marcha un cambio de paradigma en la economía que terminó por consolidarse con Joe Biden, el que el consejero de Seguridad Nacional, Jake Sullivan, ha bautizado como nuevo consenso de Washington.

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