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China deja de ser la fábrica del mundo: las multinacionales ya evitan invertir en el país
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Nuevo rumbo en los flujos globales

China deja de ser la fábrica del mundo: las multinacionales ya evitan invertir en el país

Las grandes corporaciones buscan destinos alternativos para instalar sus grandes centros de producción ante el enfrentamiento de Washington con Pekín y la escalada militar que se vive en Taiwán

Foto: Trabajadoras hacen banderas chinas en una fábrica de Jiaxing
Trabajadoras hacen banderas chinas en una fábrica de Jiaxing
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En 1981 muchos chinos probaron por primera vez la Coca-Cola y las crónicas de la época aseguran que encontraron el refresco "demasiado frío" y con "sabor a medicina". Se trataba de las primeras tiradas de la fábrica que instaló la multinacional estadounidense a finales de los setenta en el país aprovechando la reapertura tras la muerte de Mao Zedong y el final de la Revolución Cultural. Solo los más afortunados pudieron hacerse con una botella, ya que su precio, de un dólar, era equivalente al sueldo medio de todo un día de trabajo, pero su horizonte económico había cambiado para siempre.

El despertar del dragón asiático provocó un vuelco en la economía global. En apenas tres décadas, China pasó de ser un país autárquico y rural a convertirse en la fábrica del mundo. Consiguió triunfar donde otros pensaban que tropezaría: la ausencia de capital físico y humano, el intervencionismo económico, las crisis financieras e incluso las subidas paulatinas de los salarios. Pero en su último obstáculo algo ha cambiado.

Foto: Contenedores de mercancia en Moscú. (EFE/Maxim Shipenkov)

El gigante nipón Kyocera aseguró esta semana que China ya no es viable como centro para producir y exportar. La empresa de tecnología, que se dedica fundamentalmente a componentes cerámicos y de impresión, volverá a invertir en Japón por primera vez en dos décadas. El motivo, explicado en una entrevista en el Financial Times, es que ya no es fácil importar a China los componentes tecnológicos occidentales que necesita para desarrollar su producción. Y tampoco es fácil vender desde China al resto del mundo. "Producir en China para exportar ya no es viable", sentenciaba su presidente, Hideo Tanimoto.

Aunque el cambio comenzó durante la Administración Trump con el inicio de la guerra comercial, el verdadero cambio ha comenzado tras la invasión de Ucrania por parte de Rusia y las tensiones de China con Taiwán. La época del libre comercio ha terminado dando paso a un mundo de bloques. Occidente está tratando de frenar la expansión económica, política y militar de China. La tecnología es uno de los pilares clave. Durante décadas, las empresas americanas y europeas aceptaban ceder su tecnología a cambio de poder producir en el país. De hecho, el sistema normativo trazado por Pekín forzaba a las compañías occidentales a entrar en el país a través de consorcios con empresas chinas para garantizar que estas accedían a toda la tecnología.

El conflicto está en los superconductores de última generación

A finales de 2022, la Administración Biden empezó a retirar licencias a empresas estadounidenses para exportar tecnología a China y también consiguió que Japón y Países Bajos se comprometieran a vetar las ventas de chips de sus empresas, en especial de Tokyo Electron, Nikon y ASML, respectivamente. El conflicto comercial se centra en los semiconductores de última generación, pero con la excusa se están limitando las ventas de todo tipo de componentes tecnológicos.

Pero, además de los controles a la exportación de tecnología, hay aranceles cruzados, limitaciones al uso de los datos de clientes locales, vetos a la inversión de capital extranjero en sectores clave… Ya no se trata de una guerra comercial sino de la fragmentación del mundo en bloques, agravada por la crisis de los globos.

Las empresas japonesas miran con desconfianza la tensión creciente en el Mar de China ante la escalada militar frente a las costas de Taiwán. Aunque no se han producido problemas en el tráfico marítimo (más allá de los generados por la pandemia), muchas empresas japonesas se plantean ya una estrategia de cero China. Esto es, lograr que sus cadenas de suministro eviten a toda costa pasar por China para así no verse afectadas en el caso de que estalle el conflicto. Uno de los casos más famosos fue el de Honda Motor: en el pasado verano se filtró un plan de la compañía para minimizar la parte de su cadena productiva que pasa por China, y que supone en torno al 40%.

China, por su parte, está presionando a las multinacionales occidentales para que firmen acuerdos de inversión en el país para mantener la maquinaria industrial activa. Pero esto no es nada nuevo: las autoridades del país siempre han buscado que la inversión extranjera se canalice cuando sea posible en forma de consorcio con empresas chinas y utilizando suministros locales. Uno de los mejores ejemplos es el de Volkswagen, que fue el primer gran fabricante de vehículos de pasajeros que abrió una planta en el país. Lo hizo en 1984, de la mano del que entonces era canciller de Alemania Occidental, Helmut Kohl, quien viajó personalmente a Pekín para reunirse con el primer ministro, Zhao Ziyang. En ese momento ya fue todo un reto para Volkswagen conseguir el acuerdo: "Todo el mundo está tratando de ganar estos proyectos", presumió el entonces presidente de la compañía. No mentía, porque en cuestión de dos décadas todas las grandes empresas de automóviles empezaron a producir en China.

Uno de los secretos del éxito de China es que genera economías de aglomeración sobre las inversiones occidentales

Volkswagen lo hizo con el modelo Santana, que ha sido el más exitoso de todo el catálogo de la empresa alemana en el país. Cuando comenzó la producción, apenas el 5% de las piezas se producían en China, una década después ya eran casi el 90%. Este es uno de los secretos del éxito de China, la capacidad para generar economías de aglomeración alrededor de las grandes inversiones occidentales para que toda la cadena de valor se generara dentro del país.

Esto es lo que quiere evitar Occidente con los chips de última generación. La tecnología puntera debe producirse y ensamblarse solo en países aliados. "Se están produciendo cambios importantes en lo que llamábamos la centralidad de China en la cadena de producción global", explica Alicia García-Herrero, economista jefe para Asia Pacífico en Natixis e investigadora en el Think Tank Bruegel, "y eso a pesar de que las autoridades están presionando a las empresas extranjeras para que sigan invirtiendo en el país".

Foto: Técnicos de ASML instalan una máquina de litografía ultravioleta extrema. (Reuters)

Por el momento no se espera que las empresas salgan de China cerrando sus fábricas, lo que está ocurriendo es que las multinacionales están buscando otros territorios para diversificar su producción. Esto es, la nueva capacidad productiva ya no se instala en China, sino en terceros países. "China seguirá siendo un país importante, cada vez más, pero el mundo de bloques actual obliga a las empresas a diversificar y producir en otros países para exportar a todo el mundo", explica Miguel Otero, analista senior de Política Económica Internacional del Real Instituto Elcano. "No están pensando en salir de China, pero sí en repensar sus cadenas de producción con otras opciones, lo que los coreanos llaman China plus one", explica García-Herrero.

No es factible pensar que las empresas instaladas en China abandonarán el país en el corto plazo porque supone abandonar un mercado de 1.400 millones de personas, casi cinco veces más que EEUU. Y porque China es la puerta de entrada al llamado sur global, por el que se extienden las redes comerciales y políticas de Pekín. En su lugar, están manteniendo la capacidad instalada y para elevar la producción buscan otros destinos. "Una gran empresa no se puede permitir no estar en China", señala Otero, "pero cada vez hay más voluntad para diversificar en terceros países, tanto por parte de las compañías como de los gobiernos de Europa y EEUU".

Foto: El presidente chino, Xi Jingping. (Reuters/Lintao Zhang) Opinión

Sin embargo, para las empresas no es fácil encontrar un entorno como China para producir. Y eso a pesar de que los salarios han crecido rápidamente en las últimas décadas. Pero el país ofrece un ecosistema económico que es muy favorable porque ofrece mano de obra y economías de aglomeración. Esto es, la mayor parte de los suministros que se necesitan para producir se generan dentro del país, lo que evita problemas de importación.

Occidente busca su porción

Los países desarrollados pretenden ser ellos quienes consigan capitalizar esa inversión que ya no irá a China, como es el caso de Japón con Kyocera. Sin duda conseguirán una parte del pastel ya que están implementando políticas de oferta y de demanda para conseguirlo. Por una parte, están incentivando la inversión privada con ingentes recursos públicos a través de los planes de recuperación posteriores a la pandemia. Y, por la otra, están implementando políticas proteccionistas para elevar la supervisión (léase trabas) para importar bienes desde China.

Esta es la gran esperanza para recuperar una parte de la desindustrialización sufrida en el último medio siglo con la fuga de la producción a China. España es un buen ejemplo de cómo competir contra China ha sido imposible. Desde la crisis financiera de 2008, España ha disparado sus exportaciones gracias a las ganancias de competitividad logradas (principalmente por la vía de la devaluación de los salarios, aunque también por la incorporación de capital). El país ha conseguido mantener el superávit exterior incluso en un año en el que se ha disparado el coste de las importaciones energéticas y está ganando cuota de mercado en Europa.

En 2022 hubo 135.000 empresas que exportaron bienes desde China a España. En las dos últimas décadas se han multiplicado por 10

Sin embargo, no ha conseguido frenar el saldo negativo con China. Las importaciones desde el gigante asiático alcanzaron los 50.000 millones de euros en 2022, marcando un nuevo máximo histórico. Y eso a pesar del año complicado que vivió China por la pandemia. El déficit de España con China alcanzó los 42.000 millones de euros. Incluso en sus horas bajas, China ingresa miles de millones de euros desde los países occidentales cada año.

En 2022 hubo 135.000 empresas que exportaron bienes desde China a España. En las dos últimas décadas se han multiplicado por 10, y eso a pesar de que en 2022 fueron casi 19.000 menos que en 2021 por las dificultades de la política covid cero de las autoridades chinas. En la dirección opuesta, apenas 10.000 empresas exportan desde España hacia China, lo que muestra el desequilibrio de las relaciones comerciales.

Las ganancias de competitividad de los países occidentales no sirven a la hora de competir con China. Pero las decisiones de la política sí pueden cambiar el sentido de los flujos comerciales en los próximos años.

La alternativa a China pasa por sus vecinos del sudeste asiático, desde India hasta Malasia, pasando por Vietnam, Camboya o incluso Taiwán y Corea del Sur. Es lo que ahora se conoce como Altasia. Estos territorios ofrecen dos grandes ventajas: costes laborales más bajos y buenas relaciones comerciales con las economías desarrolladas. Sin embargo, sus infraestructuras no están tan desarrolladas como en China y no ofrecen economías de aglomeración. Pero ya tienen experiencia gestionando la inversión de empresas japonesas y coreanas, que llevan años buscando alejarse de China.

Las grandes multinacionales coreanas han invertido intensamente en Altasia, hasta el punto de que el stock de inversión productiva ha superado ya al que tienen en China. Samsung es el mayor inversor extranjero en Vietnam y Hyundai está fabricando ya vehículos eléctricos en Indonesia. Son inversiones que históricamente habrían terminado en alguna ciudad de China pero que ahora se reparten por Altasia. El cambio se está produciendo lentamente, ya que las multinacionales no van a desmontar las fábricas que ya tienen montadas. Será un movimiento lento, pero ya es innegable que algo está cambiando. Y los países de Altasia ya están preparados para dar el salto.

En 1981 muchos chinos probaron por primera vez la Coca-Cola y las crónicas de la época aseguran que encontraron el refresco "demasiado frío" y con "sabor a medicina". Se trataba de las primeras tiradas de la fábrica que instaló la multinacional estadounidense a finales de los setenta en el país aprovechando la reapertura tras la muerte de Mao Zedong y el final de la Revolución Cultural. Solo los más afortunados pudieron hacerse con una botella, ya que su precio, de un dólar, era equivalente al sueldo medio de todo un día de trabajo, pero su horizonte económico había cambiado para siempre.

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