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Gominolas, paredones y campos con helechos: oda al fútbol del barrio en primera persona
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Marcos Pereda

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Gominolas, paredones y campos con helechos: oda al fútbol del barrio en primera persona

El balompié ha evolucionado muchísimo en las últimas cuatro décadas. Antes se jugaba en las plazas, parques y había campos de tierra, pero ya no queda nada de todo aquello

Foto: (Pixabay/Khaled H. Shihab)
(Pixabay/Khaled H. Shihab)

Yo era malísimo al fútbol. De chaval, digo, en mi infancia. Malísimo. Horrible. Pésimo. Doloroso.

Que, oye, yo era, y soy, malísimo a muchas cosas. Con el bricolaje, o dibujando, o hasta en lo de juntar palabras, que siempre me salen pintamonerías sin mucha gracieta. Eso no importa demasiado, tú, pero es que ser niño torpe jugando al balón marca, marca de narices, marca nivel "tres posibilidades: me lo tomo guay, me hago serial killer o estudio una oposición a registrador de la propiedad". Y yo al fútbol... joder, lo del fútbol es llamativo.

Digamos que es algo que estaba ahí, enterraduco en lo más profundo de mi espíritu, en ese lugar que solo visitas a partir del quinto irlandés. Es entonces cuando rebraman los miedos de infante, y se te arrebolan mejillas al recordar pases errados, regates a uno mismo y actitud trambolika.

Ay.

Sucede que algo vino a recordarme estas desgracias (para mí y para quienes me acompañaban). Ese algo es La noche de San Juan (West Indies, 2023), novela de gozos y sombras posadolescentes escrita por Juan Carlos León. Y allí, entre caballos color marrón (ejem), mozucas con ojos de acebuche y porvenires más regu que un equipo de Piterman... asoma el fútbol. El fútbol de barrio y descampao, chándal con parches de Mazinger Z y balones arrugados como una portada del Hola. Quienes salen en la portada, digo, no la portada en sí, que gasta papel de calidad excelente.

Foto: Agüero. (EFE/Alejandro García)

La mejora de los campos

Tiene la novela de Juan Carlos al fútbol como eje central, porque el fútbol (el deporte) es eje central de nuestras vidas cuando pasamos de niñez a adolescencia. Sí, no miren para otro lado, que ustedes recuerdan los veintitrés convocados para el Mundial de Estados Unidos (incluido Juanele), y todos los ganadores de etapa en el Giro 94 (incluido Saligari). Por el deporte tú te relacionabas con otros chavales (no teníamos WhatsApp ni juegos online, recuerden), el deporte marcaba gradación jerárquica (quien es bueno pasa a ser líder, a tener aire de triunfador, a "coño, mira este, lo que apuntaba con 13 años y ahora anda tirao, a razón de diez cuartos por tarde"), el deporte, sobre todo, te permitía mostrar abiertamente emociones (alegrías y llantos) con sinceridad que en cualquier otro contexto te hubiese colgado etiquetas de "rarito". Insistiremos en la partida... hablo de hace treinta años. Treinta años, tú. Y sí, éramos brutos. Muy brutos.

Se ha mejorado, chavales.

A mí, a veces, me dolía cuando chutaba, pero es que a todos nos dolía cuando chutaba, como le dijo una vez Toshack a Paco Jémez. Yo era el mozuco de los nervios, el que miraba sus playeras cuando escogían integrantes, quien no quería levantar vista porque sabe, indefectiblemente, que será otro el señalado. Salvo casos muy extremos de cojera, desnutrición o diferencia en edad. Quitando eso... el último. Y era majo, eh, pero... el último.

Nosotros jugábamos al fútbol en una plaza que teníamos justo entre los pisos donde vive la cuadrilla. Plaza rectangular, con tres jardines cuadrados segmentándola, tres jardines con palmeras de peligro latente, excrementos perrunos y algunas piedrecitas para tirar cuando estabas de mala hostia. El sitio era todo de baldosas (baldosas azules y amarillas, baldosas que resbalan cuando llueve rollo dirt track... menos mal que en Cantabria no llueve casi nunca), y estaba cerrado en forma de U. A la izquierda, según salías de mi casa, está la nacional 634, que lleva a Oviedo. A la derecha había un muro con pintadas, desconchones y bastante olor a orines. Lo llamábamos El Muro, porque somos majetes, pero poco originales. (El Muro sirve para jugar al paredón, provocando escozores, malestar intenso aunque momentáneo y bastante sonrojo). Más allá del muro estaba la vieja serrería, que era sitio con ratas y palos... pura tentación diaria (y espacio ideal para pillar el tétanos). Ah, también teníamos algo que podríamos definir como... en fin, como bardales, matorral, maleza... un cerrao más o menos llanito con helechos, ortigas, roedores y garrapatas por doquier donde podías encontrar condones, jeringuillas usadas y otras cosas que sí llamaban la atención.

Foto: Un partido con equipos israelíes en territorio palestino (HRW)

La idiosincrasia del barrio

Lo que viene a ser un barrio, oigan.

Y eso, que teníamos la plaza dividida en dos campos de fútbol, con sus banquitos a modo de porterías (banquitos de madera húmeda, hinchada, madera que se descascarilló el primer año y ahí sigue, perdiendo lamas grises), con sus medidas totalmente antirreglamentarias. Era, aquello, más chico que Vallecas, no les digo más, a Xavi le da un derrame si nos ve... Al principio chutabas punterones gustosísimo, porque casi no había tiendas, y todo eran bajos tapiaos con ladrillos color naranja (ladrillos de los que revientan al mínimo golpe, añado). Solo teníamos un par de bares y una carnicería, pero la carnicería la llevaba Uco Iglesias, que fue central del Atlético de Madrid en los años setenta, y no vas tú a meterle susto en el cuerpo a un central del Atlético de Madrid en los años 70. Sobre todo si ese central del Atlético de Madrid en los años setenta tiene hachas y sierras a mano. Luego ya empezó a haber más comercios, y tiendas de productos homeopáticos (vamos, tiendas de na), aseguradoras, no sé qué de unos tapices, hasta cierto centro deportivo que estaba justo donde se jugaba al porterías. Caía fatal, de ubicación, ese gimnasio. Ah, y también abrieron un comercio de skate y surf, que molaba muchísimo, pero no es idea brillante abrir comercio de skate y surf en un barriuco de Torrelavega, creo yo, porque aquí somos más del Malecón que de Malibú. Salvo con piña, con piña alguno se trasegó...

Y allí... pues eso, partidazos. No entrábamos muchos chavales, pero tampoco es drama, porque se va rotando y todos contentos. Si hasta pisaban césped (es un decir, lo de césped) los malos. Es decir, yo. Servidor acarreaba diversos problemas. Acarreaba con el fútbol, aclaremos, que los de vida siguen, cabrones y resilientes. Pero el tema peloteo ya lo abandoné para siempre, porque pa qué sufrirnos. Diversos problemas, digo. A mí me gustaba el fútbol, como a todos, y yo veía el fútbol clarísimo, diáfano, yo era Iván de la Peña, era Roberto Baggio, era Fran, el del Dépor, con esas pintas de piltrafilla que gasta Fran, el del Dépor. Sí, era así, salvo a la hora de hacer realidad mis planes, de poner la pelotita en ese lugar preciso donde mi cerebro la había visualizado, porque el mundo me golpeaba fuertemente, me golpeaba sin compasión, me iba preparando para las hostias de una vida adulta responsable y aburrida (una que conseguí esquivar, creo, porque ahora escribo en El Confi). Vamos, que era ambidiestro, pero de malo. Yo era tan, pero tan malo, que tengo grabados aquí, en la memoria, en el sitiuco que escuece cuando suena un despertador, el del lóbulo temporal izquierdo, aquí, aquí mismo, las dos o tres jugadas de calité que pude completar en década larga. Cuando la enganché en el cole sin controlar y dio el balón (hasta mis éxitos son fracasos) en la mismísima escuadra (las escuadras siempre son mismísimas), cuando me salió un regate, cuando se equivocaron con la vuelta en el Simago y me compré un tigretón por la patilla. Así, que yo recuerde. No tenía físico, ni toque, ni táctica, ni era pillo. Eso sí, leía bastante...

La tarde en la plaza

Ojo, cosas serias, esos partidines, ¿eh? Los de la Plaza, les cuento. Tú te bajabas a la calle así, como a las once de la mañana, te olvidaste el balón, te lo tiraban desde el quinto (con efecto sonoro similar a la explosión de un caza TIE), subías a comer, bajabas de nuevo, pedías agua en algún bar, merendabas si tenías suerte, hace rasquita, vamos a echar unas cartas a aquel portal, es de noche, mañana lo mismo. Y eso. Más profesionalismo que muchos canteranos del Madrid (los que acaban en el Getafe, no se me enojen).

Cosas serias. Si hasta teníamos camiseta, porque se hizo allí un torneo, o una copa (luego hubo muchas), o una liguilla, que patrocinaba la tienda de gominolas, cachaueses y Doritos. Imaginen. Yo no tenía de eso, porque era malísimo. Camiseta oficial, aclaro, cachaueses y Doritos ya... No quiero que piensen sobre mi frustración, sobre mi soledad, sobre el Truman Capote vestido a corbatines y observando los misterios insondables del alma humana. Qué va... menudo repelús. Un chavaluco como cualquiera, solo que sin dotes para el balompié. No es poca tara, pero tampoco es la tara completa...

(Había algunos con tara completa).

placeholder En los embarrados campos de Soccavo entrenó Maradona. (EFE/Yoan Valat)
En los embarrados campos de Soccavo entrenó Maradona. (EFE/Yoan Valat)

Y eso, que igual usted no lo entiende, si no vivió aquellos tiempos, pero tenía importancia capital. Porque los partidos eran trascendentales, era espacio de compartir, eran lo que se recuerda de un día al siguiente. Sí, estaban también las bicicletas, y circuitos de chapas cuando llegaba el Tour (tengo yo un amigo que ganaba con la cinzano de "Fiñón"... escrito así, "Fiñón"), y salir con los hierros a subir Mijarojos y Ubiarco (pasando por los montículos, que tenían peligro, esos montículos), y también jugábamos al béisbol (con palos robaos de la sierra), y más cosas... pero eran rellenos, subterfugios. El jurgol, colega... aquí importa el jurgol. Importa la filigrana, el paradón (cuenta doble, porque estirarte sobre asfalto duele), ese recursito imbécil (un túnel, una rabona), el correr como pollo sin cabeza. Sí, es una parte muy pequeña del mundo, pero, entonces, era el mundo entero. O nuestro mundo entero, que para el caso... Por eso me resulta fácil comprender a los chavales de Juan Carlos León, con su angustia, su pesimismo, su "no me jodas el momento, tío, que lo de más tarde pinta regu, a paros, a droga, a perdernos tres o seis... no me jodas el momento".

No me jodas el partido.

Después ya llegaron otros horizontes. Llegaron los calimochos, los "dados y cubilete", llegaron libros de Loriga (todos tenemos de qué avergonzar), llegaron las muchachas, los domingos sin casi dormir, las tardes frías en el Malecón. Claro, sí.

Pero entonces solo estaba el partidillo.

Y éramos felices.

Yo era malísimo al fútbol. De chaval, digo, en mi infancia. Malísimo. Horrible. Pésimo. Doloroso.

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