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Curvas, alcantarillas y campeones: el Poggio di Sanremo
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Bienvenidos a la primavera

Curvas, alcantarillas y campeones: el Poggio di Sanremo

Es el primer monumento, es adrenalina, nervios, pelotones desbocados, potencia al máximo. A partir del Poggio le brotan flores a cerezos y ciruelos. Todo empieza y vuelve a empezar

Foto: Edición número 111 de la mítica carrera. (EFE/EPA/Luca Bettini)
Edición número 111 de la mítica carrera. (EFE/EPA/Luca Bettini)

Es el menos icónico de los iconos que arrastra el ciclismo.

Tú piensas en Arenberg y... buah, adoquines echados al tuntún, un bosque oscuro como la mente de Jakob Grimm, barro, hostias, gritos. ¿Kapelmuur? La imagen de la capilla, que luce genial en fotos. El Tourmalet y su paso entre dos muros, casi como si siguieras a Ovidio. ¿Alpe d'Huez? Herraduras. ¿Stelvio? Tornanti. ¿Lagos de Covadonga? Bueno... en fin, que eso... lagos. Pero aquí no. Aquí nada.

El Poggio no tiene capturas, aunque sí cazadores.

Foto: Miquel Poblet, el primer español en enfundarse el maillot amarillo del Tour. (EFE)

(Quizá la característica fundamental del Poggio es que se sube rápido. Se sube muy rápido. Se sube a todo lo que dan los mejores del mundo. Así que eso... el Poggio di Sanremo es esa carretera que ascienden rápido, igual que el Mortirolo es esa carretera que ascienden despacio. Tan lejos, tan parecidos).

Sucede que... bueno, sucede que es poquita cosa. Tres kilómetros y 700 metros. Al tres coma siete de pendiente media. Desvío a la derecha, se entra al cinco, luego cinco, luego cuatro, descanso cuando tienes la cima a apenas 1.000 metros, la carretera se encrespa, ocho por ciento, pendiente máxima, decae, decae, coronas. Y ya. Un poco la tachuela que tiene usted antes de llegar a casa, esa que sube sin problemas los días buenos (que son pocos) y arrastrándose de manera indigna cuando no puede con el casco (que son los más). Pero, no se engañe... el Poggio es cosa seria.

No por el nombre. Ni siquiera tiene, por decirlo así. Poggio es una cota, un otero, así que los tenemos a montones por Italia. Solo que este, este, es el principal. Tú dices "el Poggio" y todo el mundo sabe a cuál te refieres. Al menos todos los que hayan visto alguna vez una bicicleta, oigan...

Que nosotros tengamos este Poggio cada mes de marzo (el día de San Giuseppe se celebraba año tras año la Primavera... ahora ya solo cuando coincide, como esta vez, porque somos más modernos) se lo debemos, de alguna manera, a Miquel Poblet. Primero frente a la costa ligur en 1957, segundo en 1958, otra vez primero un año más tarde. Al sprint. No pasa nada, no tenemos cosa en contra de los 'sprinters'. Nos gustan mucho, incluso, pero solo si son transalpinos. Vamos, que jodía bastante el éxito del maillot Ignis. Así que Torriani puso manos a la obra.

Vincenzo Torriani era un inventor nato. Lo fue cuando viejo, allá en los 80, y lo era ya entonces, recién entrado en la madurez, cicatrices de partisano repartidas por el cuerpo. Él pensó lo de la 'maglia nera', él pensó el Gavia, y el Stelvio, también esa carretera maléfica que lleva hasta Sormano y que jamás nadie imaginó. Y este Poggio. Dicen que si ese invierno, finales de 1959, principios de 1960, Vicenzo cogió su coche. Un Fiat Abarth S031, porque estas cosas se hacen con estilo o no se hacen. Y, hala, Liguria para arriba, Liguria para abajo, explorando carreteritas, caminos, pequeños ramales que pudieran transformar su carrera. Hasta que pasó por allí. Mira cómo sube. Qué bonita la comuna de Poggio. Qué preciosas vistas al Mediterráneo. Sí, aquí es. Introduce el cambio, se lo comunica a los colegas reporteros. "El Poggio resucitará la confianza y el coraje de nuestros corredores, mortificados por las derrotas frente a los rivales extranjeros", escribió Bruno Raschi, a quien llamaban 'El Divino'. Erró Raschi, porque una década tardaron los 'azzurri' en ver a uno de los suyos coronarse por San Remo. Fue Dancelli, en 1970.

Foto: La increíble historia de Dieter Wiedemann en la Carrera de la Paz.

(Claro que no fue la mayor cagada de Raschi, porque también aventuró, año 1967, que aquel chaval belga de quien todos hablan maravillas jamás podría conquistar una Gran Vuelta. Se llamaba Eddy, el muchacho).

Pero había empezado la leyenda, con independencia de nacionalidades (que importan regular a esto de las bicis), y grandes nombres (estos sí, estos trascienden). Desde aquel año el Poggio, el Poggio di Sanremo (no confundir con los pollos de San Remo, muy presentes, en todas sus acepciones, durante el festival de la canción) será juez de paz para decidir quién triunfa allí, junto al rielar del agua, tras muchas horas de pedaleo desde el castillo 'sforzesco'.

También subieron el Poggio en 1978, claro, también subieron el Poggio. Pasan por ahí dos transalpinos, un flamenco. Maillots blanco a costados negros, amarillo de mangas rojas, verde botella con su franca alba y su franja azul en mitad del pecho. Subieron el Poggio, digo, bajaron el Poggio, esprintaron por San Remo para dulcificar la primavera. Ganó un belga de tez oscura y patillas gordas. Se llama Roger de Vlaeminck, es su segundo éxito acá, 12 meses más tarde firmará un tercero. Segundo Giuseppe Saronni, el prodigio Giuseppe Saronni, el casi adolescente que fue Giuseppe Saronni. Triplete de quedarse a las puertas, venganza un lustro más tarde. A rueda de ambos (leyendas y victorias que se cuentan entre las más selectas) Alessio Antonini, que solo ganó una vez. O ni eso. Clasificación por puntos, Volta a Catalunya. Septiembre de 1975. Rebaja glamour, qué duda cabe.

Era el día (antes del día) de San Giuseppe, porque el Poggio se sube el día (a veces el día antes) del día San Giuseppe, porque es fiesta allí, en San Remo, el día de San Giuseppe. Ocurre que lo importante no pasó frente al Mediterráneo, que el hecho trascendental no iba raudo desde Lombardía hasta la costa de aguas mansas. Aquella tarde, aquella tarde precisa, alguien que se llama Édouard Louis Joseph (nombre de rey, alma de emperador) pedalea. Es una kermesse, una carrerita casi simbólica, en Anvers. Llueve, hace decimosegundo. Volviendo a casa, en el coche, junto a su fiel Pierrot de Wit, murmura. Se acabó, esto se acabó. Eddy Merckx, el hombre que dominó siete veces la Milán-San Remo, el que ganó de todas las maneras posibles (al sprint, en fuga desde lejos, destrozando el Poggio, descenso suicida) se retira del ciclismo. Lo anuncia el lunes.

Un día de San Giuseppe, claro.

A veces el progreso emborrona espacios seminales, recuerdos que llevan ahí desde que el mundo es mundo, y tú vuelves al barrio y ya no encuentras ese sitio, ese sitio preciso, donde cogiste la manuca de aquella muchacha, la que tenía trenzas, un rostro lleno de pecas marrones y mirada así, como de saber muchas cosas que tú desconocías. "Hay que atacar ahí, justo ahí, justo después de la alcantarilla. Después de la alcantarilla se vuelve a encrespar la pendiente y quizá hagas diferencias". Laurent Fignon siempre tuvo las cosas claras. En las entrevistas, para ganar Milán-San Remo. Hoy le costaría encontrar esa referencia chica, casi inapreciable, ese trozo de chapa gris que ya casi ni brilla cuando amanece, que te hace dar un salto pequeño, "hop", cuando pasas encima con la bici. Son mejores las carreteras, más seguras, pero son peores las historias. O tienen menos carisma (casi) siempre. Laurent Fignon atacaba después del albañal, como si diese salida a lo que realmente salió 290 kilómetros antes. Laurent Fignon atacaba allí, con esa forma que tenía de atacar Laurent Fignon, con esos desarrollos inmensos, con esa cadencia bajísima, con los hombros moviéndose a derecha e izquierda, pedaleando todo el cuerpo, la coleta de cabellos rubios y finos diapasonando de una escápula a otra. Atacaba en ese lugar, digo, Laurent Fignon, y le salía bien. Sprint victorioso sobre Fondriest en 1988 (allí es, memorizará Maurizio, allí es, justo después de la alcantarilla), espadazo definitivo a Frans Maasen 12 meses después. Aquel estilo suyo, aquella forma particular de entender la bici. El último de una época. Casi podías imaginar a Fignon con tubulares cruzando sus hombros, dibujando infinitos en la espalda...

placeholder Wout van Aert y Julian Alaphilippe, en la edición del 2020. (EFE/EPA/Luca Bettini)
Wout van Aert y Julian Alaphilippe, en la edición del 2020. (EFE/EPA/Luca Bettini)

Llegan los noventa, y pasa Gianni Bugno. Gianni Bugno, que esquivó en el Poggio cloacas, qué asco, qué poco elegante, qué fácil es dirigir la máquina cuando uno solo mueve las piernas. Gianni Bugno, que subía (herraduras, descansillo, cabina) como quien sale a dar un paseo, que apoyaba en el manillar un libro de Italo Calvino (quizá 'El vizconde demediado', quizá 'Si una noche de invierno un viajero') para ir ambientando el asunto, porque no solo debemos vencer, sino, quizá sobre todo, hacerlo de la manera más hermosa, más estética posible. Después llegó Claudio, y Claudio no era estético, pero también era hermoso, porque la subjetividad viene cargada en los ojos de quien mira. Claudio con su pedalear encogido, con su rostro de ir muriéndose, con sus riñones que parecen tener espasmos. Claudio que ataca bajando Turchino (el túnel de Turchino, el que parió a Italia), que hace 170 kilómetros en cabeza, bajo la lluvia, empujando con todo y contra todos. Gianni Bugno ganó en San Remo bebiendo una taza de té, Chiapucci hizo lo propio echando al gaznate siete vasos de aguardiente casero, dos tapas de chicharrones y un chupito de anís.

Pero también ganó.

Cuatro estaciones y termina un mundo. Cuatro estaciones y se enfrentan dos historias, dos ideas. Después, después de la alcantarilla, piensa Moreno Argentin, que enseñorea Valonia, que siempre estuvo cerca-pero lejos-pero cerca en San Remo. Después de la alcantarilla, latigazo violento, seco, soledad, tomar aire en la comuna, bajada, levantar los brazos, ya tenemos cuatro de cinco en Monumentos. Solo que no. Solo que hay herraduras, y muros muy cerca del hombro, y caídas que imponen. Y Sean Kelly, claro. Sean Kelly que para en esa cabina telefónica, la que hay justo en el alto, en Poggio pueblo. Busca por los bolsillos del maillot, saca un par de monedas, llama a casa, se pone su mujer. Sí, hola, soy Sean, sí, nada, aquí, acabando la carrera. Mira, oye, una cosa... quita a los niños de la tele, ¿vale?, que no vean lo que viene. "Nah", serán cinco minutos. Pero, sobre todo, que no lo vean. Nada, un beso, te quiero, os quiero. "Clinc". Descenso suicida. Es tópico gastado, pero descenso suicida. Recta final y ya va a rueda. Kelly gana al sprint, como tantas otras veces, hace ya mucho tiempo. Kelly gana al sprint, como tantas otras veces, y lleva rastrales en sus pies, y él no hace "clap, clap" cuando se sube a la bici. Kelly gana al sprint, Moreno nunca va a conquistar laurel el día de San Giuseppe (la semana alrededor del día de San Gisuppe). Será último gran éxito para uno. Será, dicen, casi epílogo para otro. Solo que aun no, solo que aun queda. Mecair, antes. Gewiss, más tarde. Cuatro estaciones y termina un mundo. Dos añitos y Argentin pastorea Agnellos con pelotones selectos.

El último cuarto de siglo... en fin, pues el último cuarto de siglo. Digamos que la carrera entre Milán y San Remo es esa donde parece que nunca pasa nada pero en la que todo acaba pasando. No esperen aquí ataques desde lejos, no esperen resoluciones alocadas. Todo controlado hasta llegar a los diez minutos más intensos del año. Cruce a la derecha, subir, bajar, sprint. A veces con un montón de tíos, otras veces grupos más pequeños. En el Poggio triunfó Nibali, en el Poggio destrozó las bielas Peter Sagan (finalmente hizo segundo tras Kwiatkowski, año 2017, pero no hay problema, llegará esta Clásica, se le adapta como un guante, pensamos), en el Poggio saltaron algunos con éxito, otros con ganas, los de más allá para lograr fotos bonitas que enseñar a sus hijos. No importa, instante trascendental. Es el primer Monumento. Es adrenalina, nervios, pelotones desbocados, potencia al máximo. A partir del Poggio le brotan flores a cerezos y ciruelos. Todo empieza, todo vuelve a empezar.

Bienvenidos a la primavera.

Es el menos icónico de los iconos que arrastra el ciclismo.

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