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La trascendencia de Jokic como sublimación de Magic y Bird y el sentido del baloncesto líquido
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ENTRE LA SUBVERSIÓN Y EL GENIO

La trascendencia de Jokic como sublimación de Magic y Bird y el sentido del baloncesto líquido

El serbio Nikola Jokic se ha coronado campeón de la NBA como líder natural de los Denver Nuggets. Y sin embargo su significado como jugador en la historia del baloncesto trasciende por mucho ese logro del palmarés

Foto: Cortesía Robert Bruno. (Denver Nuggets)
Cortesía Robert Bruno. (Denver Nuggets)

Algunos jugadores llevan una metáfora encima. La tardía elección de Jokic en el draft (#41) tuvo algo de cutre final de fiesta, de invitado a deshoras, de salir su nombre —otro más de atragantarse— y estar como solo pendiente su hermano mayor, en la madrugada serbia, y saltar a descorchar una botella de champán, y pegar un telefonazo al elegido, déjame dormir en paz, gruñó Nikola, y colgarle, y el otro, revisar otra vez el móvil, y la tele, por si acaso, que resulta que su elección ni pudo verse, que prefirieron enchufar un anuncio de Taco Bell, de comida rápida, de comida obesa, de comida americana, como aquel mercado de nombres y carne. Y por la mañana, el pequeño seguía a lo suyo, que me da igual, decía, si voy a seguir aquí.

Un año después, todavía remolón, llegaba a Denver.

Y presentado al equipo, algunos se miraban pensando que había llegado una nevera, pero de escandalizarse, que no hacía tres flexiones seguidas, y tampoco hablaba, que el inglés como que no, aislado hasta un primer entrenamiento, allí de corto, un Big Foot blanco, bromeaban los demás, y le dieron pista, quince o veinte minutos seguidos, y resulta que empezó a hacer, como decía Louisa Thomas, "cosas extraordinarias", que aquel bulto europeo, sin que nadie supiera cómo, hacía llegar el balón a quien se propusiera, a uno y a todos a la vez, y daba igual la selva defensiva, que era capaz de darte el balón a distancia entre la multitud de un concierto. Y el entrenador, Mike Malone, un poco verde y recién llegado, en un aparte a los suyos: "¿Habéis visto lo mismo que yo?".

Esto en una primera sesión, en la que el extranjero no cruzó palabra con nadie.

Ocho años después Nikola Jokic es el mejor jugador del equipo campeón de la NBA, que es como decir el mejor jugador del mundo. Y sin embargo, es decir poco.

placeholder La celebración de los Nuggets con Jokic acaparando los focos. (Reuters/Kyle Terada-USA TODAY Sports)
La celebración de los Nuggets con Jokic acaparando los focos. (Reuters/Kyle Terada-USA TODAY Sports)

Para tratar de explicar a Jokic, así como en su totalidad, o en su misma raíz, explicarlo y hacerlo entender, vale conectar con una generación anterior, o muy anterior, hoy día gastada, que en su inocencia original, cuando la NBA cayó del cielo, haría constante referencia a un jugador, único en su especie, más o menos así: es lento, no salta, apenas corre (y sin embargo puede con todos). Esto de la lentitud y la merma física se diría siempre —aún hoy, hasta lo cansino— de Larry Bird, de quien se tomaba la forma por el todo, aunque fuera falaz, que aquel joven de Indiana, joven solo por edad tras el suicidio de su padre, era, en términos atléticos, un jugador blanco promedio hasta pongamos mitad de los años ochenta, cuando su espalda se declaró ya en rebeldía, y su cuerpo, o lo que restara de él, jugaba con el freno de mano.

En Bird, hay que insistir, se tomaba la parte por el todo, eso que en retórica se conoce como sinécdoque y en deporte malentendido. Se decía que Bird era lento (que no lo era), que Bird no saltaba (saltaba lo que había que saltar), y que apenas corría (cuando corría lo que debía correr). Lo que pasaba con Bird es lo mismo que pasa hoy con Jokic, que viéndolo jugar salta a la vista como una alerta, una disonancia, entre lo que parece y lo que es, entre su cuerpo y su baloncesto, entre la fachada y su interior, entre lo accesorio y lo esencial.

La privación de atletismo genera deformaciones visuales, espejismos mentales, como si en el baloncesto nada importara más que las explosiones.

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Hace muchos años que John Wooden, puede que el mejor entrenador universitario de todos los tiempos, haciendo de druida, trataba de enseñar la pócima de este juego a una interminable progenie de jugadores, a los que trataba como hijos o nietos, y les decía algo muy simple, algo muy complejo. Les decía: "Be quick, don’t hurry". Que fueran rápidos, pero sin prisa, que lo primero era pensar y luego actuar.

Wooden no pudo conocer a Jokic, y aquella enseñanza, resulta que era él, como lo fueron Alcindor o Walton, sus mejores discípulos.

En Jokic ya latía esa verdad antes del anillo, pero como en esto del deporte la victoria final, ese único afán del palmarés, tanto importa, pues habrá que decir que todas sus cualidades, que ya venían de serie, han hecho cumbre a la vez.

"Be quick, don’t hurry".

De entre los centenares de piezas publicadas estos días por Jokic, el New York Times titulaba la suya en ese mismo sentido. Sentido de cadencia, de calma, de aparente encierro en sí mismo, como de hacer neurótica la realidad circundante, rivales, compañeros y agitación, como si jugara entornado, aislado en una campana de irrealidad. Jokic comparte con Bird esa mística del alejamiento: todo gira, todo se mueve, todo está nervioso, todo figura caos salvo ellos.

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Kurt Streeter, que proponía una obra en su nombre, The Fine Art of Slowness, refería esta facultad como "el poder de controlar el tiempo", conclusión muy acertada que aún mejorar: Jokic controla el tiempo, controla el tempo, Jokic se comporta como un metrónomo, un ritmo inalterable que el baloncesto termina haciendo suyo, como un sinónimo. Ese jugar rítmico, sin altos ni bajos, equivale también a una velocidad, que su técnico de juventud, Dejan Milojevic, negándose a llamar lenta, insiste en llamar "óptima", ni más ni menos, como una respiración en calma.

Y solo se verá interferida, justo es decirlo, si salta la vena balcánica, la de la rabia/protesta, que también viene de serie y Jokic ha conseguido templar notablemente.

Escribía Shaun Powell que Jokic abunda en recursos que infinidad de bases no pueden ni soñar. Siendo cierto se hace difícil seguir calificando las cualidades de Jokic como recursos, que son siempre herramientas derivadas de la técnica, el lenguaje del talento. El jugador serbio vibra en un plano superior, el de la sabiduría, el más alto de todos, de acceso a muy pocos, a casi nadie. Y en realidad, allí estuvo siempre, bajo esa apariencia de sueño y vigilia.

placeholder Jokic anota en la pintura. (Reuters/Jack Dempsey/USA TODAY Sports)
Jokic anota en la pintura. (Reuters/Jack Dempsey/USA TODAY Sports)

Jokic se hace indescriptible, o muy difícil de definir, porque sencillamente es un jugador que se sale por los bordes, por los bordes conocidos, y en semejante grado que convive al natural con los más extremos. El baloncesto, por ejemplo, creyó completo —saciado por desbordamiento— el arte del pase con Magic Johnson. Y sin embargo, por muy incomprensible que resulte, Jokic lleva instalado cómodamente en aquellas fronteras de Johnson como quien se sienta a merendar. Con 23 años, y esto hay que subrayarlo bien, con 23 años, cuando había que pedir perdón por aludir al Sabonis maduro, Jokic ya era el pívot/interior con mayor calidad de pase que el baloncesto hubiese conocido. Hoy sabemos que esa cumbre hace tiempo que se le quedó pequeña, que su destino puede estar llamado a encarnar, así como suena, al mejor pasador de la historia.

Jokic obliga a preguntarse demasiadas cosas, y todas como de naturaleza subversiva. Que un cinco pudiera ejercer de base no fue, como mucho analista creyó, una gracia para terminologías de corto recorrido, del estilo point center. Resulta que Jokic era más base que todos los bases habidos, más base que la propia definición. Después vino la cosa anotadora, que empezó a prodigar con la misma facilidad, aunque no quisiera, dando ratios equivalentes al más alto de Stephen Curry en unos playoffs; su tasa de conversión en los aledaños del aro condujo a Kevin Durant a balbucir sobre el estrado que no entendía en absoluto su éxito y precisión, como si la aparente dificultad de esos tiros desapareciese en sus manos. Jokic es tan rematadamente extraño que permite rescatar de la memoria analogías impensables para un molde como el suyo. Rompe a placer la relación cruzada de pies como hacían por inocencia los mamuts interiores a mitad del pasado siglo, su touch en el baloncesto de dos puntos, esa suavidad final en las yemas de los dedos, semeja al mismísimo Alex English, y al rebote, maneja igual arte que Dennis Rodman en el llamado second jump, que un primer salto mínimo y oportuno, es suficiente para acomodar la caída del balón, atraparlo, y disparar y acortar la pista, sin que haya longitud de juego a la que su ejecución no alcance.

Resulta que Jokic era más base que todos los bases habidos. Después vino la cosa anotadora, que empezó a prodigar con la misma facilidad

Mientras Jokic se hincha a derribar mitos sin querer, se permite el lujo de reanimar los supuestamente perdidos, como el añorado baile al poste bajo. Siendo el caso que su juego de pies permite separar virtuosismo de preciosismo, que mientras Olajuwon o McHale cabían en ambas, Jokic se agita en la primera por utilidad, por simple economía, suficiente para hacer suyas las dos mejores marcas de eficiencia en quince años de tracking.

De cómo es posible todo esto, una mezcla de tosquedad y finesse, esa especie de "constante" que alegaba en términos matemáticos C.J. McCollum, únicamente puede hablar la inteligencia, en su caso, imposible de medir, salvo para asegurar que es una de las mayores que haya dado el baloncesto, y por extensión, la voluminosa historia de los deportes de equipo.

Un día, con algún recato, su entrenador se atrevió a señalar que iba "un paso por delante". De entonces a hoy, un sinfín de analistas, de los de verdad y no quienes lo han descubierto ahora, boquiabiertos por sus acciones/milagro, pujaba luego en sus crónicas por tratar de explicarlas en vano, porque no podían, de manera que preferían formular (siempre) la misma pregunta: ¿cómo es posible que haya visto eso? ¿cómo es que ha sabido que su compañero iba exactamente ahí? Es decir, carecer de respuesta a su poder de anticipación, de adelantarse a cada unidad de juego, como si Jokic viera la realidad antes de suceder.

Foto: Ilustración genérica de lanzamientos triples.

Ahora que la ciencia ha entrado a saco en el deporte, en términos de biometría y rendimiento, de registros infinitesimales y previsión, estos nuevos doctores coinciden en alegar algo así como la "inferencia prospectiva", que sería una cualidad de proyectar secuencias a partir de una información inacabada. Y puede ser ahí donde Jokic mejor se defina: en su capacidad prodigiosa de obtener el dato flotante, de adelantarlo en su favor, de previsualizar un hecho y hacerlo suyo.

En el deporte, fenómenos de esta naturaleza rebasan la llamada aptitud maestra, la que ha hecho a Curry ser lo que es, de modo que solo cabe acudir a la condición del genio. En Jokic, estar tocado por ella se traduce en recrear el baloncesto como un ajedrez giratorio, una fluencia, una realidad líquida. Y ahí engarza hasta los tuétanos con el genio de Magic Johnson.

Jeff Van Gundy, comentarista en ESPN, suspende su acidez con Jokic, al que califica como marvel, o sea una maravilla, con toda la carga difusa de una indefinición, la misma que hacerlo con su juego como magia, porque Jokic, más allá del pase, tan solo como inmune a los contested, ha dado tantas muestras de absurdos técnicos que magia es un término adecuado. Como si en el baloncesto hubiese un componente esotérico, que lo hay, como revelaron tantísimas finalizaciones en Michael Jordan.

placeholder Jokic superando el punteo de Adebayo. (Reuters/Kyle Terada/USA TODAY Sports)
Jokic superando el punteo de Adebayo. (Reuters/Kyle Terada/USA TODAY Sports)

A Jokic no le gusta nada hablar de sí mismo, de manera que cuando le toca, es hábil proyectando en algún otro algo que poder invocar como suyo. Esto hizo con Tim Duncan porque Duncan fue lo más cercano a un ídolo que Jokic tuvo. Y como una lejana noche, siendo novato, el veterano se lo comió, Jokic no ha podido olvidar "aquel juego paciente, llevar como un contador dentro", o sea, un metrónomo, como si compartieran secreto.

El nombre de Duncan lo hizo asomar su entrenador, Mike Malone, por compararlo, en carácter, llevar mal tanta atención pública, y prodigar actos de generosidad en silencio, que si no fuera por testigos habrían quedado ocultos, que en lo modesto, hay que ser y parecerlo. Cuando su llegada a los Nuggets empezó a dañar el camino de quien ya estaba allí, el pívot bosnio Jusuf Nurkic, el joven Jokic, temiéndose el traspaso de aquel, rogó al cuerpo técnico que no, que él podía salir desde el banquillo, que le daba igual la titularidad, y así convivir los dos. De esto Jokic no diría nada a su compañero, tan solo que por favor no pidiera marcharse.

La prensa americana, más bien toda, experimenta con él un profundo desconcierto, a lo que Jokic responde a menudo con humor. Pero hay brechas insalvables, y la principal insiste en esas cordilleras numéricas que parecían intocables y que Jokic se ventila entre siesta y siesta. Y el serbio, hastiado y sincero, repite una y otra vez lo mismo: "No hacen más que preguntarme por ellas y no sé, yo creo que esto es un juego de equipo".

Hace también de la dosificación en pista una maestría, midiendo cada gramo de energía

Hace tiempo que su físico dejó de ser una cosa blanda y relajada, el ceporro que estaba llamado a ser. No fue fácil, que en sus ocho años de profesional no ha pasado más tiempo con nadie que con Felipe Eichenberger, más que un trainer, un asistente personal, una madre científica que le subía tuppers a casa con verduras al vapor y proteínas al peso. Eso y el gimnasio, al que nació alérgico, acabaron dando resultado, que Jokic viene jugándolo casi todo y ya no echa los higadillos. Pero como su astucia no descansa, hace también de la dosificación en pista una maestría, midiendo cada gramo de energía aunque tenga que patear cuatro veces el balón en un mismo partido. "Así evita una canasta (fácil)", decía Van Gundy en antena. Así ganaba, en realidad, unos segundos de resuello.

Por último, Jokic, para mayor literatura, no ve baloncesto en sus ratos libres, o en su temporada de descanso, que pasión lo que se dice pasión solo tiene una: los caballos. Eso le permite desconectar, o alejarse lo bastante de su actividad como para no verse harto.

placeholder Foto: Cortesía The Players Tribune.
Foto: Cortesía The Players Tribune.

En una era que ha visto a los datos conquistarlo todo, en que la métrica avanzada desplaza al ojo del observador como si ya no importara, Jokic, en su divino misterio, devuelve al centro de la escena un sentido como errante, una prosa de frescor y de luz por recordar que el baloncesto sigue siendo un juego inteligente, una de las bellas artes, una poética contra la fuerza bruta, una sinfonía.

Empuja estos días por la red la hormona de formularlo ya como el mejor europeo de la historia. Aquí no se decide eso, que es cosa de largo tiempo. Pero sí puede situarse su cumbre como solitaria, igual que cuando llegó, de incógnito, que llegó una nevera y resulta que era la IA más avanzada del mundo.

Algunos jugadores llevan una metáfora encima. La tardía elección de Jokic en el draft (#41) tuvo algo de cutre final de fiesta, de invitado a deshoras, de salir su nombre —otro más de atragantarse— y estar como solo pendiente su hermano mayor, en la madrugada serbia, y saltar a descorchar una botella de champán, y pegar un telefonazo al elegido, déjame dormir en paz, gruñó Nikola, y colgarle, y el otro, revisar otra vez el móvil, y la tele, por si acaso, que resulta que su elección ni pudo verse, que prefirieron enchufar un anuncio de Taco Bell, de comida rápida, de comida obesa, de comida americana, como aquel mercado de nombres y carne. Y por la mañana, el pequeño seguía a lo suyo, que me da igual, decía, si voy a seguir aquí.

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