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"It’s OK not to be OK". La salvación de Vin Baker en la NBA y el estrecho cuello de la botella
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"It’s OK not to be OK". La salvación de Vin Baker en la NBA y el estrecho cuello de la botella

Rara vez la vida da segundas oportunidades y menos aún de la inverosímil manera protagonizada por Vin Baker, a quien hoy sigue costando creer que todo aquello sucediera

Foto: Vin Baker celebra el título de los Milwaukee Bucks. (Milwaukee Bucks)
Vin Baker celebra el título de los Milwaukee Bucks. (Milwaukee Bucks)

Si uno tiene una edad y fija un poco su atención en el banquillo de los Bucks, entre la fila de asistentes en torno a Mike Budenholzer, no tardará mucho en reconocer un rostro familiar. Y rescatar así de la memoria el nombre de Vin Baker. Y hasta puede que le reconforte verlo, serio y formal, allí trabajando, porque a Baker, por desgracia, se le asoció durante mucho tiempo con algo demasiado turbio que acabó ensuciando su nombre como solo las peores sombras pueden hacerlo.

Será entonces que ese espectador vivió los años noventa, década en la que Baker no encajaba bien por concepto, década de músculo y trinchera, década hostil al talento grácil, y más en hombres altos que corrían el riesgo de no ser bien arropados, aquel mismo riesgo que Webber y Sheed vieron un día indultado.

Vin Baker emergió un poco de la nada antes del draft de 1993, alentado por un titular en una prestigiosa revista, más importante que su universidad, que disparó su nombre como el "secreto mejor guardado de América". Baker era un casi siete pies, un interior de baloncesto corto, o un alero largo y giratorio, un hombre alto que no sabía serlo y que hacía puntos como quería en la llamada pintura.

Foto: Ilustración de Ja Morant. (Cortesía de Justin Hunt)

El joven Baker es también un bonito recuerdo. El recuerdo de unos Bucks azules y lactantes, anárquicos y divertidos a lomos de Vin Baker y Glenn Robinson, la manga ancha de su entrenador Mike Dunleavy y la gestación de un proyecto, el de verdad, que acabaría en manos de Ray Allen. Pero hasta entonces, durante esos cuatro años, Baker fue el mejor jugador del equipo, un interior sin techo, con gran habilidad cerca del aro y recursos para aburrir. Así se hizo enseguida un fijo en el All Star, en esa molesta categoría del buen jugador en un mal equipo, el cebo ideal para un traspaso cuando Baker más caro era, a razón de 20-10 y alguna solvencia en defensa.

Y como lo querían los Sonics fue enviado a Seattle, a la obra de George Karl, al equipo dominado por Gary Payton, que perdió a su pareja voladora (Shawn Kemp) en favor de Baker. Aquellos Sonics venían de hacer techo en las finales del 96, que era un sitio al que se llegaba para morir a manos de Michael Jordan, pero añadir al escuadrón de Payton, Schrempf, Hawkins, Ellis y Perkins a aquel interior joven y resuelto, daba aún para soñar.

El caso es que ese empuje pudo prender en todos, en todos menos en Baker, que tanto se había acostumbrado a perder que cuando por fin tuvo delante unos playoffs (61 victorias), dejó una perla tristemente premonitoria: "Siento que todos los ojos están ahora sobre mí, y eso me aterra". El equipo aún alcanzó dos semifinales del oeste y adiós. Adiós a mucho más que una aspiración al título.

placeholder Foto: Allsport/Jed Jacobsohn.
Foto: Allsport/Jed Jacobsohn.

Porque a los Sonics los destrozó el cierre patronal. Ningún equipo se hundió más aprisa y a ningún jugador causó peor daño que a Baker. En aquel parón, con tiempo y mucho dinero, se dijo a sí mismo que era un gran jugador en un gran equipo, que lo había conseguido y empezó a “celebrarlo todos los días”, dijo, como si no hubiera más que hacer. En el mundo de las adicciones hay siempre un comienzo, seductor y controlado, y un posterior acelerón que en su caso y ya sin frenos iba a durar meses. Baker se presentó con treinta kilos más y los peores vicios del éxito, la pereza y la perdición. Enseguida Rashard Lewis le tomó la delantera, y Desmond Mason y Brent Barry, a aportar más que él. Baker parecía haber perdido las ganas, ya no era el mejor y tampoco le importaba demasiado, como si la mayor victoria deportiva de su vida, el oro en Sídney, abrigado de sobra, fuera ya suficiente.

Para cuando terminó en los Celtics, el verano de 2002, un poco por la puerta de atrás, Baker era un enfermo, Baker bebía, bebía mucho, lo hacía a diario, pero aún no lo sabía nadie. A hombros de la pareja Walker-Pierce resulta que los Celtics vivían un renacimiento, y ahora que Baker podía tenerlo todo, su papel se hizo menor, casi marginal. La prensa de Boston es de las que evita paños calientes, y el Globe denunciaba abiertamente "una evidente erosión de su atletismo y recursos, descoordinado, falto en la finalización, distraído y desorientado". Una sospechosa similitud a precedentes como Marvin Barnes o Spencer Haywood porque en el fondo hervía lo mismo.

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Esas líneas reabrían además otra herida, la del talento que nunca se trasladaba al equipo, recuerdo de otros tiempos, de cuando el college, que Baker nunca llevó a Hartford al torneo por el título. Y para evitar más daño —o moderar la ansiedad—, Baker se refugió en sus adicciones como un atajo al abismo. Hierba antes de los partidos, cuando ya iba cargado de píldoras, a deambular sus minutos de juego y rematar luego las noches en compañía de Hennessy, Courvoisier y Bacardí. Se emborrachaba jugara bien o mal, jugara en casa o fuera, vaciando la nevera de los hoteles y arrastrándose al despertar. Es difícil imaginar la distorsión interior de un profesional en una etapa así. Baker afrontaba los partidos con el deseo de hacerlo bien, pero en pista se imponía enseguida otra conciencia, la del enfermo, que viéndose incapaz ansiaba por volver al banquillo. "No me daba la oportunidad cuando la noche anterior había estado bebiendo, y encadenaba así una con otra, por lo que jugaba aún peor”. La autocompasión reiniciaba el proceso de la pena, la culpa y el trago. A lo que añadir ahora los casinos donde gastar mucho dinero, gastarlo a ciegas. Una noche en Las Vegas perdió la cabeza y un millón de dólares. Era el jugador mejor pagado del equipo.

Un día Baker cruzó la impensable línea de jugar ebrio. Se ponía Bacardí Limón en una fingida botella de agua. Como aquello olía demasiado y él por todas partes, se echaba medio bote de colonia y empleaba enjuague bucal, hasta llegar el día de embucharse también el Listerine. Si en los partidos mantenía a distancia a su técnico, Jim O’Brien, no así en los entrenamientos, y allí las pruebas eran ya imposibles de ocultar, como empezó a sospechar el entrenador, al que Baker rehuía como un riesgo. Hasta que una mañana O’Brien confirmó sus sospechas en una fuerte discusión. Baker iba bebido, daba pasos en falso, olía demasiado y se le fue la lengua. El técnico no aludió al alcohol —para no ponerlo más en evidencia—, pero lo mandó a las duchas, y a su casa, hasta nueva orden.

A veces el entorno, si es valiente, ayuda, pero Baker no tuvo esa suerte. Los compañeros se lo temían pero callaban, que es más fácil alejarse y murmurar luego en los corrillos. Por eso la solución vino de golpe y de manos de O’Brien. Los Celtics aprontaron una reunión de urgencia, una reunión masiva con Baker, sus familiares, entrenador y asistentes, varios médicos, el cuerpo jurídico del equipo y los dueños, que acababan de comprar la franquicia y se encontraron con esto. La idea era ayudarle, aunque él lo negara, que unas copas, decía, no iban a ningún sitio, y de allí salió al menos un compromiso para el tratamiento, un tratamiento de choque, con sus madrugones, ejercicio físico, terapia de grupo, medicación, visionado de películas sobre adicciones, lectura, y lo necesario para una cura. Una reacción típica del que ingresa como forzado pasa por reaccionar, viendo a los demás, diciéndose que él no es como ellos. Así lo hizo Baker.

A los dos meses se le permitió dormir en casa, donde se veía los partidos con una sensación extraña, como ajena a él. Era incapaz de revisar los suyos porque le daba vergüenza, porque le recordaba a alguien que no sentía ser él.

Foto: Ilustración genérica de lanzamientos triples.

El verano de 2003 fue como volver a empezar. Baker se puso en manos de su trainer en Hartford y entrenó con los jóvenes. El regreso a la actividad fue mentalmente duro. Había dejado de beber y pidió perdón al equipo, como parte de la terapia, pero encontró una reacción fría, miradas esquivas y un trato que a su juicio no justificaba el esfuerzo. Y Baker no tardó en recaer. Entradas y salidas de la clínica forzaron a los Celtics a cortarlo, recogerlo los Knicks, enviarlo después a los Rockets, mendigar por el mercado, acabar en los Clippers como relleno y fracasar en una última prueba con los Wolves. No hubo más oportunidades. Baker terminaba así engrosando la masiva necrópolis de los juguetes rotos, todo un género literario en América.

Y aún faltaba otro infierno, el financiero. A su cuenta bancaria no le bastó con vaciarse; había acumulado deudas que no podía afrontar. Perdió casas y otras propiedades, fue detenido borracho al volante y abandonado a su suerte por todos los que alguna vez tuvieron relación con él. Hasta perderlo todo. Vimos entonces titulares que resumían la tragedia como el título de una película: el hombre que perdió 100 millones, repetían a coro, cuando en realidad lo perdido era mucho más. "Cualquier día podía haber terminado todo —confesó—. No llevaba otro camino, no había más".

Foto: Holmgren, en su último partido con Gonzaga. (Kyle Terada/USA TODAY Sports)

Cuando se toca fondo y no hay nada más abajo, cuando una noche, en la soledad más absoluta, sobreviene un temblor etílico bajo las sábanas de un hospital, solo cabe, si acaso, salvar la vida. Su padre, que era pastor evangélico, lo dejó todo y acudió en su ayuda, que tantas veces Baker había rechazado. Ahora no tenía fuerzas para rechazar nada y regresó a casa, a su pueblo, Saybrook, donde todo había empezado, en contacto con sus recuerdos y la lejana castidad de aquellas ilusiones de niño.

Lo demás era cosa de tiempo y voluntad. El quinto tratamiento de rehabilitación fue el definitivo, Baker encontró refugio en la religión, en un trabajo como mánager en un Starbucks —de ahí el título de su biografía: God & Starbucks—, y se animó a rematar los días ayudando a jóvenes del área en lo que había sido su oficio, el baloncesto. Creó una fundación con su nombre, de asistencia a jóvenes con problemas de integración y adicciones, comenzó a dar charlas, en colegios, parroquias y allá donde fuera reclamado. Dennis Rodman lo incorporó a su unidad de escombros y diplomacia internacional que acabó en Corea del Norte. Fue entonces cuando Jason Kidd, técnico en los Bucks, donde Baker se inició, lo acercó al equipo, a la organización, en cuya televisión Baker se integró como comentarista.

Baker se sentía por fin recuperado, hecho un hombre nuevo, quería ayudar y le cedieron a los jóvenes del filial Wisconsin Herd, de la G-League. Luego lo hizo con los hombres altos de los Bucks, los jóvenes se sentían cómodos con él y mejoraban. Así hasta que Mike Budenholzer, entendiendo el proceso entero que aquella relación encerraba, lo integró del todo.

placeholder En su día a día como asistente. (Milwaukee Bucks)
En su día a día como asistente. (Milwaukee Bucks)

Tras la Burbuja por la pandemia (Orlando, 2020) Budenholzer quería de él algo más, y mandó a Baker a pasar unas semanas con Giannis Antetokounmpo en Grecia. A Giannis le daba vergüenza decirle que su historia, que Baker le contó de primera mano, le había impresionado. La estrella y sus compañeros de equipo dicen ahora que Baker llega donde no puede hacerlo un entrenador que nunca haya jugado, y que cuando alguno le confía algún problema, Baker sonríe, con la seguridad de haber estado al otro lado, y devuelve una solución, menos bíblica que real, útil para ellos.

Vin Baker cumplió su parte en el título de la NBA de 2021 y ahí sigue como un reputado asistente en uno de los mejores equipos del mundo. "Sus palabras y la perspectiva que se esconde tras ellas —apuntaba Budenholzer— no pueden ser más valiosas para los jugadores". Que ahora que todos los equipos cuentan con un área de asistencia psicológica para los jugadores, resulta que Baker lo condensa enteramente a solas.

placeholder Baker se ha convertido en un pilar de la comunidad. (Milwaukee Bucks)
Baker se ha convertido en un pilar de la comunidad. (Milwaukee Bucks)

A esos jugadores, durante sus charlas, les llama la atención una pulsera que Baker lleva en su muñeca y cuyo mensaje, cuando procede, les muestra. "It’s OK not to be OK". Para que así se abran en confianza, que con él lo hacen, que transmite, como escribió Dan Woike en su honor, "esa paz interior que brinda el milagro de una salvación a tiempo".

Si uno tiene una edad y fija un poco su atención en el banquillo de los Bucks, entre la fila de asistentes en torno a Mike Budenholzer, no tardará mucho en reconocer un rostro familiar. Y rescatar así de la memoria el nombre de Vin Baker. Y hasta puede que le reconforte verlo, serio y formal, allí trabajando, porque a Baker, por desgracia, se le asoció durante mucho tiempo con algo demasiado turbio que acabó ensuciando su nombre como solo las peores sombras pueden hacerlo.

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