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El caso Dwight Howard: origen, esplendor y destierro de un jugador rebasado por el tiempo
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apaga sus días en la remotA TAIWÁN

El caso Dwight Howard: origen, esplendor y destierro de un jugador rebasado por el tiempo

La trayectoria deportiva de Dwight Howard es una de las más inauditas en la historia de la NBA. De ser un auténtico icono de la liga a salir de ella por la puerta de atrás y sufrir gradualmente el estigma de sí mismo

Foto: El pívot que fue llamado a dominar la liga. (Getty Images/Jed Jacobsohn)
El pívot que fue llamado a dominar la liga. (Getty Images/Jed Jacobsohn)

La primera vez que Dwight Howard acudió a un All Star, no entendió aquellas burlas. "Tú aquí no tienes nada que hacer más que leer tu Biblia", se reían. Con 19 años, su tamaño y fuerza bastaban para estamparlos contra la pared, pero su formación religiosa, de poner la otra mejilla, se lo impedía. Solo llevaba unos meses fuera de casa, y aún añoraba dormir en su cuarto de siempre, forrado de virtud y silencio, de un crucifijo y una lámina con los Diez Mandamientos, nada más. Nada que invitara a pensar donde ahora estaba. Una noche, dos de sus compañeros, Steve Francis y Tony Battie, lo sacaron de fiesta. No volverían a hacerlo. No era que Dwight les cortara el rollo con salmos en mitad de la juerga, a ellos y a otros, entre copa y copa y hasta en los baños. Era que no tenían valor de corromperlo.

Hoy pueden sorprender estos detalles, pero el Howard que aterriza en la NBA en el lejano ya 2004, como absoluto número uno del draft, era un joven virgen, virgen en todo sentido, un joven cuyo mundo se había reducido hasta entonces a un hogar/claustro al sur de Atlanta, dos escuelas cristianas, misa y lecturas evangélicas, un servicio de monaguillo, estudios y un patio trasero con una canasta donde Dwight solo prohibía a sus amigos una cosa: ni una palabrota, a riesgo de que su padre, policía en Georgia State, lo pasara por el cinto, arrancase el aro y allí se acabara el baloncesto, una de sus dos diversiones, que la otra eran los cómics al acostarse después de la oración. Su educación, en suma, era indistinguible de la de un seminarista.

Sobre todo esto despuntó también un físico portentoso, y una primera cabeza centrada, de buen chico, hasta convertirse en el mejor jugador de instituto de los Estados Unidos. Los galardones recibidos por el título estatal con la Christian Academy no le cabían en una mano, y que declinara pasar por la universidad atendía a dos razones: una, que el pastor de la escuela, delante de sus padres, lo ungiera como a un elegido. "Tu propósito será hacer del baloncesto algo a mayor gloria de Dios", y que hiciera todo lo posible para incorporar una cruz al logo NBA. Y dos, como razón más natural, que su ídolo, Kevin Garnett, había tomado el mismo camino una década atrás.

placeholder Foto: KWAN/cedida.
Foto: KWAN/cedida.

Para aquellas burlas en el hotel y pasillos, comunes en su año de novato, Howard no tenía respuesta. Nada salvo recluirse entonces en el único refugio a mano: el gimnasio, hasta ganar 20 kilos de masa muscular en apenas dos años, un tiempo prudencial para empezar a romper, gradualmente, con su pasado, que acabaría enterrando como una maldición.

Los Magic que reciben a Howard lo hacen sumidos en una profunda reconstrucción, heredada de un deslumbrante Tracy McGrady (y el fallido Grant Hill). La llegada de Stan Van Gundy dotaría al equipo de orden y estructura, que hacer girar en torno al pívot, al último eslabón de un viejo orden de cosas que la historia indicaba conducir al anillo. Irónicamente, técnico y jugador coincidieron al principio por la disciplina, la última raíz personal de Dwight. Y así el crecimiento, de jugador y equipo, fue exponencial. A partir de 2008, con el concurso de mates en el bolsillo (y una noche emblemática en su capa de Superman) y el oro de Pekín, Howard sería un fijo en el primer equipo NBA, candidato permanente al MVP y el mejor defensor del mundo. La abrumadora diferencia sobre cualquier otro posible la reflejó bien Andre Iguodala: "Es el único jugador que hace creer que estés jugando contra seis rivales, y el único capaz de aniquilar el pick and roll al completo". Garnett, habituado a empujar a interiores para marcar territorio, llegó a calificarlo como "un fenómeno de la naturaleza" a cuyo poderío físico era imposible acercarse. Son los años que le harían justicia como un ejemplar único, real, desequilibrante, una bestia que parecía empequeñecerlo todo, años de dominio sin balón, de tríada estadística clásica (puntos, rebotes y tapones), y un solo pecado: los codos como aviones.

Para entonces, instalado en su cima, Howard había añadido otro factor, la vanidad, una vanidad sin límites. Era una estrella mediática nacional, el primer jugador de la historia en rebasar los tres millones de votos para el All Star Game. Y comenzó a trasladar fuera de pista la misma condición semental que tenía dentro de ella, haciendo hijos por toda la nación con mujeres con las que no contraía ningún compromiso, que era copular y largarse, como otro partido más.

placeholder 'Superman' Howard, durante el concurso de mates de 2008. (Getty Images/Ronald Martinez)
'Superman' Howard, durante el concurso de mates de 2008. (Getty Images/Ronald Martinez)

En mayo de 2009, Howard y Van Gundy, Howard y una artillería abierta (Turkoglu, Lewis, Alston, Pietrus) harían techo al eliminar a los Cavs de LeBron y alcanzar las finales de la NBA. Los éxitos seguían ocultando la mugre bajo la alfombra. Un entourage masivo de falsos amigos y parásitos, limusinas, jets privados y fiestas, y todo sufragado por él como una forma, luego supimos, de compensar la soledad. "Yo era joven, no había conocido otra cosa, estaba todo el tiempo en la tele, un gran número de mujeres guapas se acercaban a mí, no había comparación con lo que había vivido antes". Pasó así al otro lado, al mundo de las tentaciones, y para protegerse, también creyó hacerlo al de los malotes y no las víctimas.

Públicamente, Howard solo cometió un error. Llegar a creerse más importante que la franquicia y su entrenador, Van Gundy, al que parodiaba incluso en juego y por cuyo despido presionó a la directiva, llegando a oídos del técnico y terminando todo con una de las ruedas de prensa más surreales e incómodas en la historia de la liga. Aquello dio con la salida de ambos, y el abrupto final del mejor proyecto en Orlando desde la pareja Penny-Shaq.

Con la amplia perspectiva del tiempo, es posible asegurar que allí terminó el Howard estrella, en aquella salida que tendría algo de sepultura. Lejos de asumir culpa alguna, ordenó a sus agentes —los hermanos Goodwin— que había llegado el momento de que lo hicieran una celebrity mundial, cosa que traducir en enviarlo a Nueva York (ahora que los Nets se trasladaban a Brooklyn) o a Los Ángeles, que él identificaba con Hollywood. Los agentes, conscientes de lo que hervía en su vida privada, le advirtieron: "No pierdas el control de tu ego, que no eres una estrella de cine y lo mejor que puedes hacer es interpretarte a ti". Le cerraron el trato con los Lakers, y Howard respondió despidiéndolos.

Tampoco dio gran importancia a una severa intervención en la espalda que lo apartó de los Juegos de Londres. Y más tarde, otra en el hombro. Él se creía por encima de todo achaque y así llegó el primer frenazo. El megaproyecto angelino (Nash, Kobe, Gasol, Howard) fue un desastre, tácticamente imposible para el trío de técnicos que lo sufrió, que Jackson no estaba, y en lugar de aceptar su cuota, Howard cargó contra un sistema que le desplazaba del balón, un balón que nunca necesitó en realidad para dominar. Técnicamente, Howard no había desarrollado en diez años juego al poste, juego de finura o recreo. Y ahora no tenía nada, nada más que presencia física y una gran facilidad para disolverse.

Kobe Bryant detectó aprisa su falta de ideales, de ganas de ganar. Por eso no lo soportaba. "A qué coño viene tanta risa", que aquello no daba imagen de seriedad (cuando no ganaban). Que se quejaba demasiado, por todo, y que era “blando como un peluche”. El final de una temporada aciaga terminó como debía: una barrida de los Spurs (4-0), una expulsión de Howard al tercer cuarto del partido definitivo y un tenso cruce en el túnel de vestuarios con el director deportivo, Mitch Kupchak, a quien Bryant, recién roto el Aquiles, alertó aquella misma noche: "No quiero volver a verlo".

placeholder Howard y Bryant, en el megaproyecto fallido de los Lakers. (Getty Images/Jared Wickerha)
Howard y Bryant, en el megaproyecto fallido de los Lakers. (Getty Images/Jared Wickerha)

Un año bastó para desnudar demasiadas cosas, que solo la magnitud de su nombre pudo perdonar, como si la culpa fuera de otros. Y ahora Howard terminó donde menos convenía, por aquello del rey desnudo. Los Rockets del innovador Daryl Morey aún no habían pegado el acelerón del triple analítico, pero sí entregado aquel experimento a James Harden. En sus tres años con Howard aquel equipo fue un digno competidor del Oeste, última víctima en ese lado de los campeones Warriors en 2015. Pero Howard pasó pronto a ser otra cosa, una cosa reducida y robótica que subía y bajaba sin intervenir ni llenar nada, extraviado en un vacío táctico y superado por una nueva velocidad que a lo sumo, le permitía bloquear.

Y también allí las tuvo feas con Harden, al que culpaba de marginarlo. "En lugar de hablarlo nos lo guardábamos, y así se fue haciendo una herida". Y Morey, en privado, le aclaró las cosas. "No nos conviene jugar al poste, además pierdes muchos balones. No eres eficiente". Esto de la eficiencia, que él no había escuchado hasta entonces, empezó a oírlo por todas partes, como si le colgaran un cartel a la vista de todos.

Por eso la mayor tragedia de Howard puede ser también explicada a través de la rápida evolución del juego, que el juego lo rebasó con la misma crueldad que él lo hizo con los rivales. Desaguado también en defensa (porque en su casilla no había ya nada que defender) sus espacios de dominio fueron vaciados y quedaron obsoletos. "Perdí toda la confianza en mí como jugador de baloncesto". Y el respeto, que ahora las filtraciones coincidían todas en su contra, como un escarnio público. El deterioro de su imagen no pudo ser más rápido. De icono publicitario pasó a sinónimo de fracaso, de una puerilidad sin encaje, un payaso vulgar sin edad mental. Las grandes firmas le dieron la espalda y hasta el turco Ilyasova lo superó en votos, votos que traducir en popularidad. En menos de un lustro su valor se hundió. Y aunque ahora le tocara pagar, también el destino pudo ensañarse.

Howard salió de Houston ensombrecido, con 31 años, la misma edad que tenía Olajuwon en 1994. Y en adelante empezó a ser traspasado anualmente (Rockets, Hawks, Hornets, Wizards) por un precio cada vez menor, hasta valer una bolsa de pipas. Ya no calaba en nadie. De hecho solo lo hacían sus salidas. El vestuario de los Hawks llegó a montar una fiesta por su adiós, lo que no debería extrañar cuando calificó al suyo de los Magic como un puñado de restos que nadie quería. Ahora nadie lo quería a él. En los Hornets, confesó Brendan Haywood, acabaron "hartos de sus tonterías”. Y una pieza en The Ringer lo terminó coronando como "el compañero más odiado en toda la liga".

Cuando sobrevino la depresión Howard logró mantenerlo en privado, y no se retiró porque no tenía fuerzas para anunciarlo. Custodias, manutenciones y demandas lo asolaban a diario. "Solo entonces me di cuenta de que debería haber sido más responsable en mi vida anterior".

Un verano escribió para sí mismo una especie de carta, que tituló "Mi plan de 99 años", que formulaba qué sería él de mayor, como cuando niño, pero ahora, a modo de salvación, y llegó a la conclusión de que quería ser granjero, lo que conoció de sus abuelos. Se hizo con una granja al norte de Georgia, la llenó de animales y se propuso terminar allí, más pronto que tarde. Buscó el consuelo de la religión, ahora que la tenía abandonada, y en un encuentro con el pastor Calvin Simmons, quebrado ante aquel gigante llorándole a lágrima viva, este le preguntó que por qué dejó Orlando, y Howard no supo qué contestar. Como para exorcizarlo el sacerdote le pidió que hiciera recortes de todas las personas con las que hubiera tenido alguna hostilidad, que eran muchas, como para empapelar una habitación, que rezara por ellas y que solo así encontraría la paz. Entre los recortes, figuraban sus padres, con los que llevaba años sin hablarse.

Foto: Vin Baker celebra el título de los Milwaukee Bucks. (Milwaukee Bucks)

Solo entonces comenzó a sentirse mejor, y el destino, a aflojar un poco con él, hasta reubicarlo. Se preparó otra vez a conciencia, como un animal, hasta dar con una oportunidad que le traía malos recuerdos, pero con el deber, como le impuso el pastor, de afrontarlos. Así fue que antes de firmar con los Lakers el verano de 2019, hasta cuatro reuniones formalizaron una cláusula de despido ante la menor conducta disruptiva. No hizo falta. Primero pudo enunciar en una sala la sentencia más madura de su vida: "Mi ego ha muerto". Y después, al abrigo de LeBron James, que había cubierto otros casos difíciles, Howard dio la talla como un interior sólido, válido en su doble acción de rebote y protección del aro. Y allí recordó un consejo de Bryant que hasta entonces no pudo cumplir: "Entierra al niño y saca la fiera que hay en ti". Una eternidad después de llegar a la liga, irónicamente en Orlando, y solo cuando su rol salió del primer plano, Howard se convertía en campeón de la NBA. Por eso lloró aquella noche como un niño, como el niño que en realidad seguía siendo, que a su habitación de la Burbuja solo se llevó un cargamento de gominolas, videojuegos, el Lego y películas de dibujos animados.

Unos meses antes, la madre de uno de sus hijos había muerto de un ataque epiléptico cuando Howard se llevó al pequeño, de seis años, a la granja en los primeros días de la pandemia. "Yo no sé qué decirle a mi hijo". De aquella muerte y de otras cosas en su vida.

Ahora que había encarrilado su carrera, un papel digno para terminarla, Howard formaría parte de la cadena de errores que llevó a los Lakers campeones a disolverse aprisa. De ahí que sus siguientes pasos no tuvieran ya ningún valor. Howard quedó como material de relleno, un backup de agitación en pista, impropia de su edad, en Filadelfia y otra vez en Los Ángeles. De su paso por la primera ha quedado enterrado un gesto con Joel Embiid, al que vio llorar desde su casa, aquel llanto amargo por su caída final en Toronto. Howard le dijo que jamás había entendido más a un colega de profesión, y a ver qué podía hacer por él. Pero ya no podía hacer nada. Como tampoco el mercado, del que por primera vez en su vida quedaría fuera el pasado verano.

placeholder Howard es hoy el principal reclamo en la Taiwan League. (Taiwan League)
Howard es hoy el principal reclamo en la Taiwan League. (Taiwan League)

Sin reclamo de la NBA, Howard sigue en activo, haciendo números como en sus mejores tiempos, solo que en la remota Taiwán, que hizo una excepción salarial para darle un millón, como un reclamo circense, como un fósil con vida, el recuerdo de un arcaísmo que merodeó alguna cumbre, sin terminar de hacerla, antes de caer a plomo.

Hace ya algún tiempo Dan Favale pudo dar en el clavo desmintiendo que Howard fuera "un mártir o un chivo expiatorio", que tan solo era una estrella caída a jornalero por una pila de errores. Y que decir esto era tan justo como "reconocer el tormento sufrido por algunas lesiones, encajes tácticos deplorables" y un mundo que no sabe perdonar.

Y que entre caer en gracia o en el desprecio hay una línea muy fina sin vuelta atrás.

La primera vez que Dwight Howard acudió a un All Star, no entendió aquellas burlas. "Tú aquí no tienes nada que hacer más que leer tu Biblia", se reían. Con 19 años, su tamaño y fuerza bastaban para estamparlos contra la pared, pero su formación religiosa, de poner la otra mejilla, se lo impedía. Solo llevaba unos meses fuera de casa, y aún añoraba dormir en su cuarto de siempre, forrado de virtud y silencio, de un crucifijo y una lámina con los Diez Mandamientos, nada más. Nada que invitara a pensar donde ahora estaba. Una noche, dos de sus compañeros, Steve Francis y Tony Battie, lo sacaron de fiesta. No volverían a hacerlo. No era que Dwight les cortara el rollo con salmos en mitad de la juerga, a ellos y a otros, entre copa y copa y hasta en los baños. Era que no tenían valor de corromperlo.

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