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Para un retrato clínico y maldito de un hijo de Chicago, Patrick Beverley, la criatura del infierno
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UN VILLANO CONDENADO A SERLO

Para un retrato clínico y maldito de un hijo de Chicago, Patrick Beverley, la criatura del infierno

Patrick Beverley volvió recientemente a su Chicago natal para jugar con los Bulls. El gran público conoce su proceder algo perturbador en pista, pero apenas el motivo de ese comportamiento y el origen de su personalidad desgarrada

Foto: Patrick Beverley durante un entrenamiento. (Cortesía NBA)
Patrick Beverley durante un entrenamiento. (Cortesía NBA)

La primera vez que Patrick Beverley se sintió especial, demasiado especial, un elegido, fue a causa de una cámara encima, casi a diario, como un reality, para una secuela de la legendaria Hoop Dreams (1994), algo más pedestre y segundona, y se vio entonces tan importante, una estrella del cine, que perdió la cuenta de las veces que pudo ver la copia. Dos años después, en mitad de su aventura en Arkansas, fue suspendido en la universidad, que le cogieron copiando, o peor, un fraude académico por plagio a gran escala, y resulta que solo lo pillaron a él.Y de pronto se vio en la calle, en su calle, sin cámaras ni dinero, como todo cristo en Marshall, en el West Side de Chicago, donde los índices de pobreza y criminalidad no caben en ninguna tabla, y tuvo que elegir: un trabajo honrado o la calle. Y eligió la calle.

Ese verano nació su hija, poco después de reconocer legalmente a otro hijo, a demanda de la madre, y las dos criaturas no quedaron huérfanas de milagro, que Beverley salvó la vida cuando fue embestido por otro coche y el suyo dio tres vueltas de campana. Iba sin cinturón y con las ventanillas bajadas, y en la ambulancia le decían: "Chaval, no deberías estar vivo". Una tarde de ese verano, ese maldito verano, su primo Donovan no le hizo caso, de chapar ya el día e ir a cenar donde la abuela, y el primo que no, que él se quedaba, en el parque y aledaños. Esa misma noche lo mataron. Bev y su madre tuvieron que identificar el cadáver, que el chaval, de dieciséis años, no llevaba nada encima.

placeholder Beverley, en su etapa universitaria. (Getty Images/Streeter Lecka)
Beverley, en su etapa universitaria. (Getty Images/Streeter Lecka)

La historia del deporte americano rebosa de ejemplos reunidos en un arquetipo: familia desestructurada (su padre los abandonó por el crack y la heroína), nidos de crimen y pobreza, violencia y a correr suerte. Unos la tuvieron y otros no. Pero hay muy pocos casos, o un género más bien extraño incapaz de separar la vida en la calle de los terrenos/pistas de juego, de no superar nunca esa fase, la de aquellos ocios llenos de sudor y violencia. Patrick Beverley se ajusta como un guante a esta casuística algo inaudita.

Cualquier noche podía tocarle a él y el riesgo era mayor cuando no estaba con la madre o la abuela. La madre, Lisa, no podía ocuparse, que tres trabajos (canguro, manicura y teleoperadora nocturna) le tragaban cada jornada y, cuando lo recogía a última hora, en el parque frente a casa, en manos de sus primos, con una camiseta de Garnett que le llegaba a los pies, sentía a su madre reventada, camino de casa, un apartamento de una habitación, un cuchitril para los dos. Ahora prefería recogerlo en coche, desde que los abordaron a ella y a él, para robarles, y Lisa solo dijo al crío que corriera, hasta meterse en casa, y todo por veinte pavos.

Foto: Vin Baker celebra el título de los Milwaukee Bucks. (Milwaukee Bucks)

Su abuela no sabía cómo explicarle algunas cosas, y que se viera la saga del Padrino, que el crío no entendió bien. "¿Pero es por la familia, o por los que matan, abuela?". Allí en casa de su abuela había otros críos, huérfanos que la mujer recogía de las calles, y si se largaban, la abuela los reponía con otros. Y a todos Bev los llamaba primos.

Lisa, su madre, decidió salir con los peores tipos del barrio, por proteger a su hijo. Y de paso, el chaval se llevaba algo parecido a una paga, cosa que quedaba entre ellos, hasta que uno tras otro iban cayendo en los tiroteos. Por eso, cuando Bev dijo a su madre que vendía droga, la mujer se escandalizó, que debía pensarse que la protección salía gratis. Ese fue el peor momento, sin clases ni rumbo, cuando el joven empezó a hacer algo en canastas un poco más serias, o simplemente bajo techo, en el Golden Dome Gym de Garfield Park, donde se refugiaban los homeless entre el eco de los botes. El chaval tenía valor, mucho descaro, de presentarse en más sitios, y terminada alguna prueba iba a pedir cuentas a los ojeadores, de subir a su posición en la grada, como hacían los matones de la ABA, y entonces los ojeadores se agrupaban y devolvían a una, eres muy pequeño, muy flaquito, no destacas en nada. Y al pequeño y flaquito le entraban ganas de matarlos.

placeholder Beverley, en una imagen reciente. (Getty Images/Michael Reaves)
Beverley, en una imagen reciente. (Getty Images/Michael Reaves)

Pudo ser Will Bynum, un vecino emigrado, justo cuando los Pistons le abrieron hueco, quien lo sacó de allí. El joven Bev quemaba piernas y brazos en aquel gimnasio, y como las metía, igual que había hecho (y muy bien) en el instituto, donde era un anotador, creía tenerlo todo para el siguiente paso. "Oye, negro, aquí todo dios puede meterlas —le dijo Bynum—, si quieres ser alguien, ponte a defender". Y eso decidió hacer, por lo civil y lo criminal, como si no hubiera un mañana.

Ese verano de 2008, el que parte su vida en dos, se hizo con un agente y en octubre terminó en Ucrania, en un equipo, el Dnipro, que acababa de coger un paisano, Bob Donewald. Su madre se fue allí con él. Bev tenía 19 años. La primera noche que puso la consola se fue la luz. No podían poner dos cosas a la vez, y el frío los consumía. Pero allí maduró, entre trayectos de horas y nieve, y tipos que no lo entendían, que solo veían a un americano pequeño, feo y contrahecho, que se aplaudía a sí mismo dando voces. En el primer entrenamiento, enojado por algún fallo, lanzó un balón a la grada vacía, juró en la lengua de los testigos, y eso les hizo reír. Estaba un poco loco, pero luchaba de veras, también por ellos, y el equipo terminó en semifinales. "Me abrió los ojos al mundo real", o sea más allá del infierno, el único que había conocido, entre North Lawndale y West Garfield Park, ese légamo de cuadras que le birlaron al padre.

Foto: Ilustración genérica de lanzamientos triples.

El joven Bev volvió a su tierra, y se presentó al draft, convencido de haber probado bien con Heat y Bulls. Lo eligieron los Lakers, y la alegría en casa duró veinte minutos, que lo traspasaron a Miami, y en agosto supo que no contaban con él. Firmó entonces con Olympiakos, un engendro dopado de estrellas, Childress, Papaloukas, Kleiza, Von Wafer, Teodosic y más, a los que decía que él estaba allí para proteger, de hacer el trabajo sucio. Y él solo pedía que le dijeran quién era el bueno del otro equipo.

Beverley tiene grabada cada afrenta, cada desprecio, que colecciona como cicatrices. Beverley probó con los Heat del Big Three, y estuvo cerca de entrar, hasta que en un entrenamiento Mike Miller se rompió un dedo, ficharon a Stackhouse y se quedaron con Pittman. Beverley dice que aquel error costó a Miami el anillo, que él se habría encargado de torturar en junio a Jason Terry.

placeholder Beverley y Durant en un encontronazo. (Ezra Shaw/Getty Images)
Beverley y Durant en un encontronazo. (Ezra Shaw/Getty Images)

Y tuvo que largarse otra vez, ahora a Rusia, año y medio en San Petersburgo, donde se iba a ganar el MVP de la Eurocup. Allí la policía lo paraba de vez en cuando, a él y a su preparador, era fácil hacerlo con un negro conduciendo un Lexus. "Unos billetes o pasas la noche en un calabozo", lo extorsionaban. El mundo era igual de sucio en todas partes, y aquello lo inflamaba luego más en pista, de definirse en el histrión y la cólera, o en eso que un técnico devolvió a la pregunta de en qué posición jugaba. "Juega en la posición de hijo de puta".

Aun entonces pensaban los ojeadores lo mismo, que Bev valía muy poco, y que toda aquella intensidad era puro teatro, que eso podía valer un puñado de partidos en Europa, pero no en la NBA. "Dime qué coño tengo que hacer —dijo a su agente Kevin Bradbury— para llegar allí". Así hasta que un día, por fin, tuvo su oportunidad, por la puerta de atrás y en un mes de enero, cuando los parches están de rebajas, sin nada garantizado, todo opciones de equipo, que Daryl Morey quería un perfil mordedor y defensivo como el suyo. Recién llegado a Houston, en los primeros entrenamientos, defendía con tanta intensidad a Harden que tuvieron que prevenirlo de no molestarle mucho, o no más de lo debido. "¿Por qué? ¿No está aquí como yo? Podrá ser el mejor jugador, pero yo el mejor defensor. Así nos ayudaremos". Y funcionó. Y que si había un gallo al otro lado, él se encargaría, gritaba en el vestuario. "Puede que yo no meta un punto, pero se van enterar que hay un perro ahí dentro". La primera vez que supo que iba a ser titular, víspera de hacerlo en playoffs, en Oklahoma, llamó a su madre desde el coche, fuera de sí. Luego paró en el arcén y rompió a llorar.

Su ideario era simple, no tengo nada que perder.

placeholder Defendiendo la camiseta de los Rockets. (Getty Images/Bob Levey)
Defendiendo la camiseta de los Rockets. (Getty Images/Bob Levey)

Todo esto, su pasado miserable, o el suelo movedizo que sentía pisar, no terminaría en realidad hasta un contrato de cuarenta millones con los Clippers (de George y Kawhi). Y que cuándo iba a estar el dinero en el banco, preguntaba en la firma, para comprar una casa a su madre.

Al poco de llegar a Los Ángeles sufrió una lesión de fin de temporada, de las serias en la rodilla, con quirófano y reparación de menisco. Discutió con los médicos y rechazó los calmantes por conocer mejor el dolor, por tratar con él, como un compañero más. A las pocas horas de su intervención, de noche, alguien llamó a seguridad. Un tipo merodeaba a solas por la zona ajardinada del hospital. Era él, en batín y pantuflas, cojeando junto al gotero.

De su década larga en la NBA, pudieron ser los Clippers su principal forja como jugador, o como el jugador que el mundo mejor iba a reconocer, de hacer de todo, y todo al rojo vivo, como un pitbull rabioso, de ansiar más el balón en manos ajenas que en las suyas, a medio camino entre juego y terrorismo, y también de romper un poco el molde que lo apresaba. "Captura rebotes que se supone que no son para él". Por eso Rivers lo usaba luego como ejemplo con los demás. "¿Veis cómo es una cuestión de ganas?". A Rivers lo hipnotizó de tal forma que llegó a dar a Beverley la misma responsabilidad que había dado a Rondo y Paul.

Foto: Earl Manigault, un jugador que siempre fue distinto. (CC)

Pero Beverley, a menudo, se pasaba de la raya y se metía en problemas, que lo eran para todos, mucho más que Draymond Green en erupción. "Juega con emoción, pero no te emociones". Una sutil diferencia que nunca tuvo arreglo, que Beverley sí tomaba las cosas como un asunto personal, que lo haría siempre, y muchas veces, pasándose de frenada.

Beverley creyó que en Los Ángeles iba a durar para siempre, como había pensado en Houston, que así entiende la lealtad y algo más. "Me dejan ser yo mismo". Tenía empapelada la casa de pósits, con mensajes que parecían gritos, para no olvidar ni un día, ni un minuto, a qué se debía. Tenía más adhesivos en el salpicadero del coche, que repetían los de la nevera y el baño, "recuerda tus objetivos", o sea pósits para recordar otros pósits. Luego se comía los entrenamientos, con riesgo de lesionar compañeros, cálmate, Bev, y luego le añadía los suyos, un poco díscolos, lo que encontrara por la red: correr por la playa con unas botas Timberland o nadar alrededor de un pesquero, vueltas y vueltas. "Yo no sé de dónde saca esa energía", se preguntaba Gallinari, como se han preguntado todos los que compartieron vestuario con él, que Bev es de los que cree que la mente lo puede todo.

"Yo creo que es una especie de estrés postraumático, ¿no lo llaman así?".

Foto: El pívot que fue llamado a dominar la liga. (Getty Images/Jed Jacobsohn)

La ausencia del padre, le repetían los terapeutas, y él no hacía mucho caso. Lo más cercano a esa figura fue uno de los novios de su madre, cuatro años con ella, Dexter, también camello, lo trataba como a un hijo, hasta que un día lo mataron, de ocho balazos en pecho y estómago, nada más aparcar, como en El Padrino, a ver si así lo entendía. Y el chaval vio llorar a su madre por primera y única vez en su vida. "Somos tú y yo contra el mundo". Para ese mensaje no le hizo falta ningún pósit, que este no lo olvidaría jamás.

Hace tiempo dijo a la periodista Mirin Fader, autora de uno de sus mejores perfiles, que había unos 10 millones de críos y jóvenes como él en Nueva York, Chicago, Atlanta, Oakland y Los Ángeles. Muy bien, ¿y? "Pues que yo juego por ellos, por todos ellos". Y camino del pabellón, de cualquier pabellón, es habitual verlo soltar un billete de cien pavos si encuentra un mendigo, que Beverley, más que de fundaciones, es de cara a cara. Toma, tío, hoy cenarás caliente.

Es difícil calificar al interminable reguero de sus defendidos como víctimas, porque hubo de todo, pero no que lo sufrieron como una peste. Durant, LeBron, Luka, Harden, Embiid, Curry, Paul, Lillard, Booker, Griffin, solo son una pequeña muestra, que a todos desquició y por cada uno tenía una lectura personalizada, como a Lonzo Ball, por ser un hijo de papá. A Dennis Smith le arrancó un diente, a Davis le escondió una zapatilla, con Gary Trent quiso pelear durante el salto inicial, y a Westbrook le quebró la rodilla, de dejarlo fuera de playoffs en los vigentes subcampeones. Esa noche, un ballboy, al calor de la masa, lo amenazó de muerte, Bev se reía, y le pusieron un coche de policía en la puerta de casa. Porque Bev, en sus locuras, se la jugó siempre. Una noche, con su John Marshall escolar, se marcó menos puntos (34) que insultos y bravatas a la grada, abriendo boca y brazos, y tuvo que salir escoltado por la policía, que lo querían matar.

placeholder Beverley se burla de LeBron tras una canasta. (Getty Images/Kevork Djansezian)
Beverley se burla de LeBron tras una canasta. (Getty Images/Kevork Djansezian)

Acusado de jugador sucio, de perpetrar todo tipo de perrerías, él se defiende diciendo que hace lo que nadie hace a las estrellas, y que nunca se acuesta sin recordar de dónde viene. "Yo no puedo olvidar". Del mayor vicio de Beverley nunca se ha llegado a aclarar si es el crimen o la teatralización del crimen, en sus actos y palabras, que puede que aquella cámara del reality no despertara a la bestia y sí al actor que lleva dentro. "No sé, no me importa, no estoy aquí para complacer a nadie, yo solo sé que pagué mucho para llegar aquí".

Arthur Agee, el coprotagonista de Hoop Dreams, lo calificó una vez como un Rodman de bolsillo. Y su apodo de 94 feet viene de hacer sombra el largo de la pista a su atacante elegido, como una lapa con pinchos.

Foto: Irving, durante un partido de los Warriors la pasada temporada. (Reuters)

No fueron pocos, víctimas de sus marcajes enfermizos, esquizoides, oligofrénicos, de su fealdad ceñuda, de ojos saltones y pelo incendiado, los que abordaron el asunto directamente con él, en algún parón del juego, que a qué venía esa furia, y Bev tiene para ellos una respuesta tipo: "Tío, son ocho o 10 segundos, ni de lejos habrás pasado en tu puta vida ese tiempo como lo he pasado yo". Esto en los casos suaves, los de disfraz algo cómico, y nunca a las estrellas, con las que no hay tregua y jamás la habrá, que Bev las identifica con los capos de las bandas rivales, que a tantos amigos le llevaron.

Estrés postraumático, decía.

Por eso nada disfruta más que derrotar a todo equipo que le diera puerta, y como todo en Beverley es personal, no tiene reparo en hacerlo saber. "A vuestra casa, viajecito largo hasta Los Ángeles —dijo al micrófono por los Clippers—. Di sangre, sudor y lágrimas por ellos, que si era viejo, que si lesiones, patearles el culo no tiene igual". Y así lloró a moco tendido delante de las cámaras, e hizo celebrar a los jóvenes Wolves meterse en playoffs como si del anillo se tratara, lo que motivó mucha burla en medios y redes. A él le da igual, como vacilar a LeBron en su última victoria ante los Lakers, a cuyo paso calificó como un caos humillante para tipos como él. A Chris Paul le guarda también su rencor, un rencor que no le cabe en el pecho, que la caída ante Dallas en semifinales oeste, sin que a él le incumbiera, la aprovechó para llamarle "cono, inútil para defender a nadie". Esto viene de los tiempos de instituto, de los campus de Nike, y algún altivo desprecio interpretó en Paul que ni olvida ni perdona, aun a puerta cerrada. Durante las sesiones informativas por la reanudación (o no) de la temporada pandémica, a Michele Roberts, la directora del sindicato, le levantó el dedo cuando esta exponía las pérdidas si la cosa se suspendía del todo, y Beverley que no, y ella que perdón, pero son cifras que debéis conocer. "Yo te pago el sueldo", cortó Bev en seco, una cosa tensa y a destiempo que hizo enmudecer la sala. A Bev no se le escapó la actitud entonces de su presidente, Chris Paul, entre el bochorno y el reproche: "Así no vamos a ningún sitio". Porque Beverley es así. Beverley no ve las cosas como son, sino a través de una hinchazón del ánimo que detesta a la nobleza de la liga, que observa esos talentos como falsos, o no mejores que él, como amenazas que quisieran liquidarle.

placeholder Beverley, en su etapa con los Wolves. (Getty Images/David Berding)
Beverley, en su etapa con los Wolves. (Getty Images/David Berding)

No hace mucho Bev hizo público un mensaje de su hija, jugadora en formación, que le dijo haber recibido una técnica, por vacilar a otra niña en la cara. Reprenderla no era una opción. "Bien, hija, es parte del juego". A Beverley le marcó hace años, también, la lectura de un libro cuyo título haría suyo: The Courage to Be Disliked.

Aun siendo de rebote, como casi todo en él, hubo algo en su reciente llegada a Chicago de cerrar el círculo, y volver a casa, que juega a dos millas al oeste de donde se crio, de espabilar a un vestuario joven y sesteante, como hizo en Minny, que ese puede ser su papel más valioso hoy día, el de pirómano emocional en manadas indecisas.

Beverley cree que su vida está llena de sentido, obra de Dios y todo eso, y que la ausencia de su padre está al fondo del fondo de todo, que por fin lo entendió, y no dio nunca un solo paso a salvo de aquel abandono.

Foto: Ilustración de Ja Morant. (Cortesía de Justin Hunt)

Y que por nada del mundo quisiera en sus hijos lo que tuvo que pasar él. Y con eso completa el círculo, o no del todo, que aún sobrevive un último mensaje en sus pósits: CHAMPIONSHIP. Si algún día lo viera, si esa cosa final llegara, la escena tendría todo el potencial para entrar de cabeza en la historia de la televisión en los Estados Unidos, eso que David Stern logró impedir en Rodman por su promesa de desnudarse en directo para todo el país.

"¿Y qué habría sido de ti de no habérsete metido entre ceja y ceja el baloncesto?", le preguntaron una vez. "Creo que habría sido el mejor camello del mundo".

Entre la fauna NBA una frase se repite a menudo, que todo ocurre por alguna razón, pero esto en realidad solo se comprueba en unos pocos. Y ahí es donde Beverley ocupa su único trono, un trono amargo, apartado y molido.

La primera vez que Patrick Beverley se sintió especial, demasiado especial, un elegido, fue a causa de una cámara encima, casi a diario, como un reality, para una secuela de la legendaria Hoop Dreams (1994), algo más pedestre y segundona, y se vio entonces tan importante, una estrella del cine, que perdió la cuenta de las veces que pudo ver la copia. Dos años después, en mitad de su aventura en Arkansas, fue suspendido en la universidad, que le cogieron copiando, o peor, un fraude académico por plagio a gran escala, y resulta que solo lo pillaron a él.Y de pronto se vio en la calle, en su calle, sin cámaras ni dinero, como todo cristo en Marshall, en el West Side de Chicago, donde los índices de pobreza y criminalidad no caben en ninguna tabla, y tuvo que elegir: un trabajo honrado o la calle. Y eligió la calle.

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