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FIBA y NBA: geopolítica y prehistoria de una incómoda relación artificial
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LO QUE EL MUNDO SE PERDIÓ

FIBA y NBA: geopolítica y prehistoria de una incómoda relación artificial

“Creen que pueden batirnos, pero en realidad aún no lo han hecho. Es hora de enseñar al mundo lo que realmente hacemos” (Magic Johnson, dos días antes de aprobar la FIBA el acceso NBA a sus competiciones)

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Desde la lejana fundación de la FIBA en 1932 habrían de pasar casi sesenta años para poner fin a otra silenciosa guerra fría, más que entre los Estados Unidos y la escena internacional, entre el gigante americano y el politburó del organismo más importante del baloncesto mundial. Los motivos de aquel larvado conflicto giraron en torno a un puñado de factores que, en común, derivaban de una sola raíz: la abrumadora superioridad en la interpretación del juego por parte de una delegación, privada de seleccionar a sus mejores atletas y cuya representación era remota a su poder material.

Durante un total de doce ediciones olímpicas, de un inmenso legado en la historia del deporte, el baloncesto internacional no pudo gozar de enfrentamientos en última instancia íntegros y plenos; contar con la mejor versión de jugadores por cada nación representada. Hubo en ese largo tiempo una singular excepción, o mejor, una exclusión: los profesionales USA. La FIBA permitía al conjunto de países representados enviar a sus mejores selecciones, formadas por los mejores jugadores de cada nación y federación. En cambio, los Estados Unidos no podían hacerlo más que a través de los problemáticos acuerdos internos entre más de una decena de asociaciones sobre las que primaban la principal institución amateur (AAU) y el principal organismo universitario (NCAA). Pero en todo caso, sin el concurso de los profesionales, dispersos en diversas ligas a gran distancia de la dominante NBA.

Foto: El equipo soviético que ganó la medalla de oro en Seúl 88. (Reuters)

Dada aquella forzosa privación, todo enfrentamiento en la escena internacional que incluyera a los Estados Unidos, habría de manifestarse parcialmente. Y si entre los Juegos de Berlín y Los Ángeles los estadounidenses habían demostrado una hegemonía casi intacta –nueve oros en diez participaciones–, el marco internacional ignoraba la posibilidad de cruzar a los profesionales con el llamado baloncesto amateur. Esas pocas ocasiones tuvieron lugar de manera no oficial, en el subterráneo de la historia, con igual rango que los cientos de giras y exhibiciones entre equipos de distintos países, y en el caso estadounidense, con los resultados previstos. Un breve recorrido por los casos más relevantes contribuye a aclarar un escenario históricamente encubierto.

Al margen de las giras que los Harlem Globetrotters realizaban por numerosos lugares del mundo, la primera salida de los profesionales NBA a territorio extranjero data de la primavera de 1956. Ocho meses antes el Departamento de Estado norteamericano acordó patrocinar la gira del equipo campeón de la NBA, Syracuse Nationals, por una serie de países al este del Atlántico como gesto de buena voluntad. No era la primera vez que baloncesto y diplomacia unían fuerzas. Berlín había sentado precedente en 1951 cuando el alto comisionado de los Estados Unidos para Alemania, John McCloy, presentó a Globetrotters y Celtics en el estadio olímpico en tributo a Jesse Owens, objeto de una atronadora ovación que quince años antes, bajo la mirada de Hitler, el público alemán había contraído en deuda.

La gira de los Nats no dio comienzo hasta abril de 1956, terminada la temporada NBA, cuando Syracuse había cedido ya el trono a Philadelphia pero conservaba su núcleo intacto. Así el equipo dirigido por Al Cervi y formado por George King, Dolph Schayes, Johnny Kerr, Earl Lloyd, Red Rocha, Paul Seymour, Dick Farley, Jim Tucker y Billy Kenville hizo las maletas con destino a países tan diversos como Austria, Checoslovaquia, Islandia, Italia, Grecia, España, Turquía, Irán o Egipto. Más que la ventaja promedio de 33 puntos (43.4 en los cinco primeros) la inmensa desproporción abierta entre aquel baloncesto y cualquier otra manifestación de ese deporte en el resto del mundo atravesaba días, tiempos, de inabordable distancia. Los testigos, como ocurrió siempre, tenían la impresión de asistir a un secreto oculto, tal y como los árbitros reaccionaron –anulando lo desconocido– al primer ‘alley oop’ olímpico entre K.C. Jones y Bill Russell en Melbourne. Dado que la supremacía estadounidense se había manifestado en la escena internacional con jóvenes jugadores universitarios o provenientes de pequeñas ligas industriales, qué no cabía esperar de aquellos otros, llamados ‘profesionales’, que desarrollaban sus carreras en la competición más avanzada del planeta, aislada deportivamente de todo lo demás, incluidas las viejas estructuras amateur del propio país y de las que simplemente se valían como yacimiento. Un yacimiento cuyo capital humano era, con diferencia, el más nutrido del mundo.

Foto: Ilustración genérica de lanzamientos triples.

Una experiencia entre profesionales americanos y jugadores internacionales no se volvería a repetir hasta ocho años después y una vez más los motivos trascendían lo estrictamente deportivo. Superada la crisis de los misiles de Cuba de 1962, las dos superpotencias iniciaron un corto periodo de distensión que tendría reflejo en la firma un año después de la prohibición de pruebas nucleares. El entonces presidente J. F. Kennedy, a cuyo ascenso contribuiría el futuro comisionado NBA, Larry O’Brien, pretendía rebajar las tensiones entre ambos bloques y como parte de una política de gestos, el mandatario se mostró abierto a escuchar propuestas de sus hombres de confianza. Una de ellas provino de su secretario de estado, Dean Rusk, el mando al que la historia atribuye en mayor grado evitar el conflicto nuclear y cuyo pasado en el baloncesto como jugador en Davidson y North Carolina facilitaba la iniciativa. Esta consistía en enviar a un equipo de estrellas NBA a la Unión Soviética. Sus autoridades habían accedido previamente a admitir la gira de un equipo AAU para la primavera de 1964 por las repúblicas de Kazajstán, Ucrania, Letonia y Georgia. Pero esta vez el Kremlin rechazó de plano la visita de un equipo profesional y, con ello, toda posibilidad de humillación en territorio soviético.

Cabe recordar que durante aquel periodo iniciativas de diplomacia cultural en el extranjero favorecían la estrategia de obtener información sobre el terreno. De modo que Rusk convenció a Kennedy de seguir adelante y aprobar el envío de una representación con destino a países satélites de la URSS. Así el embajador norteamericano en Yugoslavia, George Kennan, recibió órdenes de llevar a buen término una propuesta que encerraba un calado estratégico cuando “la campaña de propaganda para favorecer la opinión mundial incluía estimular una rivalidad deportiva entre los EEUU y sus adversarios comunistas” (American Sport Policy & The Cultural Cold War, T.M. Hunt, 2006).

El asesinato de Kennedy en noviembre de 1963 alteró drásticamente la agenda del gobierno, pero no así la operación conocida como “Good Will Tour” aprobada por el Departamento de Estado, que bajo la presidencia de Lyndon B. Johnson incrementaría notablemente las partidas presupuestarias para estas campañas en el extranjero. Rusk cedió el mando de la operación a Nicholas Rodis, director de la agencia estatal encargada (ICIA), eligiendo como responsable de la expedición a Red Auerbach, entrenador que llevaba cinco años seguidos –seis para cuando tuvo lugar la gira– alzándose con el título de la NBA con Boston Celtics. Sobre su inestimable asesoramiento el combinado final incluiría a Bill Russell, Bob Cousy, Tom Heinsohn, K.C. Jones (Boston), Oscar Robertson y Jerry Lucas (Cincinnati), Tom Gola (New York) y Bob Pettit (St. Louis), llevaría por nombre ‘USA NBA All Star Team’ y viajaría durante nueve semanas, entre mayo y junio de 1964, a países como Yugoslavia, Polonia, Rumanía y Egipto.

Tras su paso por Polonia, saldado con sendas victorias sobre su selección (96-76/110-68), el evento fue ampliamente publicitado en Yugoslavia, subcampeona del mundo, empleándose como reclamo que venían a jugar los “American professionals”. Para la cita el técnico Berislav Radisic (Zeljeznicar) reunió una amplia representación balcánica en los nombres de Zlatko Kiseljak (Karlovac), Slobodan Kolakovic (Karlovac), Stjepan Ledic (Karlovac), Dragan Kovacic (Zagreb), Boris Krizan (Karlovac), Giuseppe Giergia (Zadar), Marko Ostarcevic (Zadar), Nemanja Duric (Beograd), Zivko Kasun (Karlovac), Mirko Novosel (Zagreb), Petar Skansi (Split) y Zeljko Troskot (Zadar).

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El primer partido se disputó el 1 de junio en Salata (Zagreb) y se saldó con una cómoda victoria para los norteamericanos por 93 a 71. Al día siguiente los mismos equipos se medirían en la localidad de Sanac (Karlovac) y el marcador reflejó una diferencia mayor, 110 a 65. Los dos choques se disputaron al aire libre, en sendos anfiteatros de piso de hormigón y rudos tableros de madera. Cada una de las dos citas congregó a unos cuatro mil espectadores sobre improvisados graderíos abarrotados de gente. Un público que en absoluto quedó decepcionado con las evoluciones de aquellos jugadores y la inusitada belleza de aquel baloncesto, remoto al que ellos conocían. Al término de las dos jornadas los cronistas resumían el contraste como “una enorme diferencia en la fuerza física, la preparación, la estrategia, el ritmo y la defensa” en superlativo favor de los profesionales durante los más de veinte partidos de la gira (“The Only AllStar Streetball Game in NBA History”, Kosijer & Plevnik, 2005).

Lejos de celebrar la iniciativa, el secretario general de la FIBA, William Jones, que alertaba a sus delegaciones de cualquier interacción con ellos, redoblaría aún más su recelo a la presencia y cruce de los profesionales con los países bajo su mando. Su postura contrastaba con la propia liga estadounidense, que al margen de toda estrategia política no tenía mayor problema en acceder a estos eventos si la oportunidad lo requería, y menos aún, con la llegada al cargo de comisionado de Walter Kennedy en septiembre de 1963. Experto en mercadotecnia y publicidad Kennedy había alcanzado notoriedad como relaciones públicas de los Globetrotters durante los años cincuenta, exportando su espectáculo al mundo exterior. Apenas se recuerda hoy que Kennedy haría de su vocación expansiva una prioridad, logrando al término de su mandato duplicar el número de equipos –de 9 a 18– extendiendo su geografía de costa a costa. Como hombre de mundo soñaba con exportar el producto más allá de las fronteras de los Estados Unidos, siendo a la vez consciente de las irreconciliables diferencias con el llamado baloncesto amateur y su principal organismo mundial. Aun conociendo la razón Kennedy llegó a formular la vaga pregunta a su entorno de por qué sus jugadores no podían tener representación en la escena olímpica, de la que quedaban privados para la gloriosa experiencia de las medallas.

Los estadounidenses frenaron una propuesta para excluir a jugadores de más de 1,90 del baloncesto

En realidad, cualquier disposición en ese sentido chocaba frontalmente con William Jones, que jamás ocultó su total rechazo a entablar relaciones con el llamado profesionalismo. El temor a una pérdida de poder de su organismo y un ‘statu quo’ que dependía en su totalidad de su mando primaron siempre entre los motivos, los mismos que celebraba la cúpula de la Amateur Athletic Union dentro de sus fronteras.

Durante su mandato la relación entre Jones y la delegación estadounidense se inscribió en una tensa posición de dominio cuyos límites, probados en numerosos episodios que trascienden el motivo del texto, arrancarían mucho tiempo atrás, cuando los americanos fueron excluidos del Congreso de la FIBA en Lyon, dos años antes de los Juegos de Berlín, en una cita dominada por franceses e italianos y controlada hasta el último detalle por el propio Jones. Allí quedaría aprobado el futuro reglamento, distinto del americano, tal y como deseaba, abriendo al futuro dos mundos paralelos e irreconciliables. Al menos los representantes estadounidenses pudieron frenar, poco antes de la cita en Berlín, la propuesta de la FIBA de excluir del baloncesto a jugadores de más de 1.90, medida que de haber salido adelante habría alterado el curso de la historia. Con todo, ningún episodio más crítico que el desenlace de la final olímpica de Múnich en 1972. Jones fue el responsable de conceder tres segundos a los soviéticos para la resolución, no sin antes bajar a voluntad del palco a la mesa oficial. “Fue como si David Stern –denunciaría años después Tom McMillen en nombre de los derrotados– bajara a la mesa en plenas finales NBA para intervenir en una decisión arbitral”. Aquellas medallas siguen hoy blindadas en un banco de Lausana.

placeholder Brewer, Bobby & Dwight Jones, y Bantom ante la resolución de la final de Múnich 1972 (Olympic Archive)
Brewer, Bobby & Dwight Jones, y Bantom ante la resolución de la final de Múnich 1972 (Olympic Archive)

Cuando una mayoría del bloque comunista (Hungría, Polonia y Cuba) tumbó la protesta formal de la delegación estadounidense, la indignación americana estuvo cerca de provocar una escisión –aun en el marco amateur– que de un modo no oficial seguía resultando aparente. Menos de dos semanas después del desastre de Múnich que ponía fin a un inmaculado 63-0 americano, el presidente del Comité Olímpico de los Estados Unidos, Clifford H. Buck, propuso suspender indefinidamente la participación del equipo de baloncesto en los sucesivos torneos olímpicos “como protesta a la injusticia cometida”. Aquel fue el momento más tenso en la difícil relación histórica que el baloncesto estadounidense había mantenido con los organismos internacionales y la FIBA, a cuyo máximo dirigente, William Jones, se atribuye entonces una sentencia tan célebre como ilustrativa: “Los americanos deben aprender a perder, incluso cuando creen que llevan razón” (Supremacía y lógica aislacionista, “Invasión o victoria”, Ed. JC, 2012). La tensión se prolongaría durante los siguientes años. Y con el fin de apaciguar los ánimos Jones terminaría enviando a la sede de Jacksonville a uno de sus delegados más capaces, un serbio de nombre Borislav Stankovic, cuya prolongada estancia en Estados Unidos acabó transformando su visión del marco internacional para siempre.

A partir de 1976, con el ascenso a la presidencia de la FIBA de Stankovic, el organismo inició un lento giro de mano en su diplomacia, más que con una federación sumisa por subsidio, con un orbe americano que tendría años después en su punto de mira al sector profesional. Una relación que no se concretaría hasta transcurrida una década y en cuyo principio no hubo tanto un acercamiento real como una mayor permeabilidad que aguardaba su momento.

El investigador Justo Conde, testigo en Barcelona de aquella gira de los Nats, aludía entonces a los años de dura negativa a entablar relación con aquel fascinante y desconocido mundo, una situación de la que hacía responsable al viejo secretario general de la FIBA: “Eran tiempos en que la última sigla de este organismo aún mantenía su original significado de amateur y al que seguía aferrado William Jones prefiriendo mantener alejado de su entorno a todo lo relacionado con el mejor basket mundial, sin ninguna intención por su parte de un acercamiento que a priori parecía lógico, consciente de que mientras el basket amateur americano dependiera de la AAU, podría hacer y deshacer a su antojo en el basket mundial dependiente de su FIBA. Jones se mostró siempre inflexible a que se exhibieran en países de su jurisdicción las grandes estrellas profesionales USA” (Nuevo Basket Extra Ver., #2, 1987). Hasta la muerte de Jones en 1981 la postura de Stankovic no distaría de la de su predecesor, aún presente como consultor en su condición de emérito durante el boicot americano a los Juegos de Moscú.

Foto: Wall, durante un entrenamiento con los Rockets. (Reuters)

Durante más de cuatro décadas Jones mantuvo firme su certeza de que el profesionalismo era el mayor peligro al que se enfrentaba el espíritu olímpico. En el caso de los EE UU y el baloncesto sustentaba su convicción una realidad agravante: durante su mandato se contaban por decenas, tal vez centenares, los equipos de jugadores en edad universitaria –rara vez los mejores del país–, y jugadores aficionados empleados en otras profesiones, que salían una y otra vez victoriosos ante selecciones formadas por los mejores jugadores nacionales de cada país. Si a cada nueva ocasión la realidad no contribuía a erosionar la supremacía, a igualar niveles, la última medida a adoptar sería una apertura al profesionalismo.

placeholder Stankovic en primer plano (Jones al fondo) durante su nombramiento como secretario general de la FIBA en 1976 (FIBA Archive)
Stankovic en primer plano (Jones al fondo) durante su nombramiento como secretario general de la FIBA en 1976 (FIBA Archive)

Más adecuado a los nuevos tiempos, Stankovic dejó de oponerse al imparable carácter global de un deporte que corría a estallar aquella década. También consciente del desnivel, el nuevo dirigente pretendía en cambio un escenario pleno y justo. Y por ello, entrada la década comenzó a prestar especial atención a una incoherencia estatutaria ahincada de raíz en la gestación de la FIBA. Según ella, la distinción entre amateurismo y profesionalismo no tenía solución. Esta trampa administrativa explica buena parte de la escena internacional del siglo XX y su vulneración –que un jugador cobrara dinero por jugar– impedía volver a vestir la camiseta nacional en cualquier torneo auspiciado por la FIBA.

Este punto tiene un extraordinario interés historiográfico al que nunca se hará una completa justicia. En plenos años ochenta la realidad indicaba que tan solo los Estados Unidos –junto a Filipinas y Puerto Rico– se veían obligados a su estricto cumplimiento cuando el llamado baloncesto amateur no lo era propiamente en muchos de los países adscritos a la FIBA y amparados por ella. En la práctica, la inmensa mayoría de jugadores que representaban a las selecciones del resto del mundo percibía un salario derivado de sus contratos con sus respectivos equipos en las ligas nacionales donde prestaban servicio. Ello suponía un marco de profesionalismo a diversa escala que la FIBA contemplaba como amateur, incluyendo tanto los jugosos sueldos percibidos por jugadores italianos o españoles como las pagas de Estado en los países comunistas. A ojos del máximo organismo internacional, las competiciones nacionales en países como Italia, España o Francia preservaban el mismo carácter amateur que las reguladas por NCAA y AAU en los Estados Unidos. El salvoconducto se amparaba en un peregrino concepto, referido como ‘Leagues employees’, cuyos salarios a cuenta del ‘corporate sponsor’ de cada equipo, no contravenían el espíritu normativo fundacional. Una coartada administrativa sin el menor sustento más allá de la arbitrariedad de su aplicación.

Dentro de los innumerables ejemplos en las ligas europeas avanzadas pocos igualan al del brasileño Óscar Schmidt. Tras impresionar a los Nets el verano de 1984 una rápida negociación elevó la oferta al brasileño al máximo permitido. Los 75 mil dólares igualaban la cifra acordada con su primera elección, Jeff Turner, cuando Óscar había sido elegido en sexta ronda. Alegando no poder volver a vestir la camiseta nacional el brasileño rechazó la oferta. Tenía contrato en firme en Caserta por una cantidad cercana a los 180 mil dólares, casi el triple de lo que ofrecía la NBA. A ojos de la FIBA Óscar era amateur. Como tantos otros jugadores en el viejo continente.

Tras ocho años en el cargo Stankovic reconocía aquel abuso como insostenible, llegando a sentir vergüenza por una realidad que mucho tiempo después calificó de “inmoral”. Curiosamente Óscar iba a ser verdugo de los estadounidenses en la final de los Panamericanos de 1987 celebrada en Indianápolis. Brasil remontaría una desventaja de 16 puntos gracias a una prodigiosa exhibición de tiro de Óscar, que acabó el partido con 46 puntos, 35 de ellos en la segunda mitad. Lo ocurrido certificaba una realidad cada vez más palpable. Los jóvenes universitarios americanos se verían incapaces de ejercer el dominio de otras épocas ante equipos más rodados y compuestos por verdaderos profesionales. “El Maccabi mereció ganar porque jugó mejor que mi equipo. No jugamos contra amateurs, sino contra profesionales como nosotros”, había denunciado ya en 1978 el técnico de los Bullets, Dick Motta, tras la derrota ante el Maccabi en Tel Aviv. Un hecho insólito que no obstante solo tendría relevancia documental mucho tiempo después con la llegada de internet.

Mientras el apabullante dominio americano en Los Ángeles 1984 parecía devolver el orden natural del baloncesto en el mundo, Stankovic lamentaba lo ocurrido dado que el boicot soviético, que devolvía el americano a los Juegos de Moscú, había privado al mundo del mejor enfrentamiento posible aun en la escena amateur. Para entonces Stankovic formulaba a su entorno la pregunta de si el escenario internacional estaba siendo verdaderamente testigo del máximo nivel de juego entre ambos mundos. Y si la respuesta era negativa el dirigente admitía que el panorama de competición en la escena internacional distaba de ser verdadero.

El COI daría aquel año un primer paso permitiendo a cada federación libertad de criterio para seleccionar a sus deportistas. A finales del verano la presencia en Italia del nuevo comisionado de la NBA, David Stern, estrenaría una línea de comunicación abierta entre la sede de la FIBA en Múnich y la Olympic Tower en Nueva York. Alentado Stankovic a estrechar relaciones, diplomáticas a un lado, comerciales al otro, las dos partes acordaron una primera iniciativa experimental a materializar en 1987 con la creación del Open McDonald’s, un evento conjunto entre FIBA y NBA que, más allá de la cooperación, procuraba a Stankovic el primer paso para su objetivo: derogar la cláusula amateur abriendo la participación de los profesionales USA a la escena olímpica.

Pero antes su voluntad debía ser sometida a votación. Esta tendría lugar en Barcelona el verano de 1986, en el marco del Mundial celebrado en España. El congreso rechazó la propuesta por un ajustado 31-27 con la abstención de hasta 14 delegaciones. Entre los votos en contra coincidieron URSS y ABAUSA, cuyo máximo responsable, Bill Wall, lanzó un enérgico alegato con la intención de que el serbio rehusara volver a intentarlo. Aquella postura respondía a una simple lógica de supervivencia. Wall temía la pérdida de control, sabiendo que de aprobarse la medida la NBA haría con ellos lo que ellos habían hecho con la AAU en sus fronteras.

Lejos de ceder, Stankovic prosiguió con paciencia su operación, inclinándola a la persuasión del grueso de delegaciones. El dirigente serbio quiso repetir la votación en febrero para abrir una excepción a los jugadores de la CBA y USBL, pero prefirió guardar su carta para una próxima cita con los cabos bien atados. Uno de ellos incluía un preacuerdo con la propia NBA, para cuyo cierre el año 1987 resultó clave. Meses antes del McDonald’s Stankovic tomaría un primer pulso a la cúpula de Stern, cuya primera reacción fue de escepticismo cuando no de indiferencia. Uno de los hombres fuertes de Stern, Gary Bettman, lo reconocía aquel verano en el Tribune. Ejerciendo de portavoz aseguró que la NBA no iba a presionar lo más mínimo por algo así. Stankovic redobló su apuesta, confesando a Stern y su mano derecha, Russ Granik, lo inapelable de su iniciativa, la más importante hasta el fin de su mandato. “Nuestra competición sigue estando cerrada a los jugadores NBA, y a nadie más. Es absurdo que bajo FIBA dispongamos de 200 millones de jugadores y entre ellos no estén los 300 mejores”. Para Stankovic había llegado el momento de que “los mejores compitan contra los mejores”. En caso contrario, un oro olímpico carecía de una lógica justa. El relato histórico ha tendido a sepultar la tibia reacción inicial del propio Stern, aún no del todo consciente del salto cósmico que la integración supondría a su producto. Fue en los siguientes dos años, y no sin dificultades ni la mediación de Granik, que el brillante gestor neoyorquino comenzó a procesar mejor las posibilidades abiertas.

A finales de octubre Stern consiguió emitir por ABC, TBS y 36 países aquel primer triangular en Milwaukee, que incluía a Bucks, Unión Soviética y Tracer de Milán. Un evento de esas características debía haber corrido a cargo de ABAUSA, pero el primer órdago Stankovic-Stern suponía ya jugar a solas.

Lo ocurrido en pista recordaría por momentos la pesadilla que tanto había atormentado a William Jones, cuando en pleno tercer cuarto entre Bucks y URSS el marcador veía reflejado un 101-54 antes de que el técnico local, Del Harris, cediera la ‘mercy rule’. Algunas declaraciones valían entonces su peso en oro. “Cuando estaba sentado y veía a mis compañeros me daba cuenta de la impotencia que sentían –reconocía Rimas Kurtinaitis–. Pero es que en pista mi sensación era opresiva. No podíamos hacer nada, no sabíamos lo que intentar, nos tenían totalmente bloqueados. Entre un equipo NBA y el mejor equipo europeo no hay menos de 40 puntos de margen”. El seleccionador soviético, Alexander Gomelski, que nunca regalaba elogios y menos aún al viejo adversario político, cerró con una predicción: “Es imposible ganarles, al menos durante los próximos cinco o seis años” (Hª del McDonald’s, M.J. Hernando, 1999).

No imaginaba Stankovic lo mucho que el contexto iba a favorecer sus planes. La derrota de Estados Unidos ante la URSS en las semifinales de Seúl ‘88 –que sucedía a la caída en los Panamericanos– extendió la idea en el baloncesto americano de que el modelo ‘college’ podía estar agotado. Entretanto, el dirigente serbio seguía asegurando votos a favor para una nueva elección en primavera, durante el previsto congreso de Múnich.

Fechas antes de aquella cita Dave Gavitt, recién nombrado presidente de ABAUSA, viajó a Nueva York para reunirse con David Stern y Russ Granik. “Votaré no –les informó–, pero esto va a salir adelante”. El anuncio pretendía avisarles de que estuvieran preparados, pero su cortesía apenas podía ocultar su verdadera intención, una súplica por salvar la parte funcionaria de la federación, condenada a morir, además de algo para lo que la vieja estructura no estaba preparada: el compromiso de los jugadores NBA y la mercadotecnia del operativo. “No te preocupes por eso”, zanjaron solo en este punto los ejecutivos.

Llegado el congreso de abril todo salió según los planes previstos por Stankovic, que previamente se había asegurado el favor de China, además de un valioso cargo en el COI, cuyo presidente Juan Antonio Samaranch, aprobaba por completo el operativo. Samaranch no ignoraba el colosal potencial de ingresos que aquella medida abriría. Ante la inminente votación favorable los soviéticos, como un gesto desesperado, elevaron una propuesta al comité para reducir a un máximo de dos jugadores NBA por cada edición y equipo USA. La enmienda fue denegada y la resolución salió adelante por un rotundo 56-13 y otra vez sobre la negativa conjunta de soviéticos y americanos. Al término un derrotado Gavitt, en una charla informal con delegados FIBA, solicitó cooperación para cuadrar fechas y posibles esperas de cara a la gestión con la NBA. “Ese es su problema”, vengaron los delegados cobrándose los viejos rescoldos de siempre. Nada, en fin, que no pudiera resolver la excelsa relación entre Stankovic y su homólogo americano.

Samaranch fue clave para el acceso de los jugadores NBA a los torneos FIBA

De manera que el Congreso de Múnich fue doblemente histórico. De una parte, la abolición de un principio arbitrario levantaba la atávica prohibición a los llamados profesionales NBA. Y de otra, con menos simbolismo que justicia, la misma definición del organismo FIBA a través de sus siglas iba a verse alterada para siempre. Del francés ‘Fédération Internationale de Basketball Amateur’ pasaría a denominarse ‘Fédération Internationale de Basketball’. Y al otro lado, los estadounidenses hicieron lo propio en octubre, alumbrando USA Basketball en lugar de ABAUSA y toda su anterior estructura y gobierno. Aún sin saberlo, el baloncesto mundial asistía a la caída de un viejo régimen.

Los primeros en asimilarlo fueron los derrocados. Tras la votación Dave Gavitt, Bill Wall y Tom McGrath, la cúpula del organismo a deponer, cenaron en Amsterdam, donde habían hecho escala, admitiendo el final de su tiempo. Ya no era posible acudir al amparo del poderoso George Killian, político aliado y miembro del COI, y tampoco el enlace nombrado entre federación y NBA, C.M. Newton, podría jugar alguna carta en su favor. El más tocado era sin duda Bill Wall, que llevaba casi dos décadas manejando a su antojo un organismo vetusto y cerrado, cómodo junto a su entorno por poderes, favores, prebendas y, como denunció el periodista Scott Wolff, “decisiones arbitrarias”. Wolff acabaría publicando una frase lapidaria del propio Wall: “Mira, ya tengo una edad, tampoco creo que este trabajo me fuese a durar mucho más” (American Hoops, C. Cunningham, 2009). Stern y los suyos aún preservaron el detalle de contar marginalmente con ellos para que el paso no fuera tan abrupto. Pero la nueva realidad carecía de alternativa: si la NBA iba a estar representada al mundo en la escena olímpica, la NBA tomaría el mando.

No obstante, solo con la medida aprobada y a tres años de materializarse el hito, una mayoría de figuras en la canasta americana mostraría su escepticismo de que alguna estrella aceptara sacrificar un verano por algo que no tenía pasado, una referencia vacía, o en palabras de Dave Zirin, un escenario “completamente ausente de contexto” por décadas y décadas de aislamiento. Una encuesta inmediata de Associated Press entre jugadores NBA rebajó al 58% la probabilidad de que admitieran acudir.

Puede que nadie reflejara mejor aquella postura inicial que el mánager general de los Lakers, Jerry West, una voz influyente que parecía el eco de su superior, el magnate Jerry Buss. “Si yo fuera propietario no cedería a mis jugadores. La temporada dura hasta junio, ¿y se les va a pedir que renuncien a su descanso estival? No creo que los dueños acepten algo así” (L.A. Times, 6/IX/89). El recelo era lógico. Nadie imaginaba el escenario inminente y la suspicacia alcanzaba de veras al comité de propietarios, a los que Stern habría de convencer luego de que Granik explicara con detalle el infinito potencial de la cita (en términos económicos).

La fuerza de los acontecimientos más el contagioso deseo de las principales estrellas harían el resto. La apertura era un regalo, corrían otros tiempos, era bueno para todos y había llegado la hora de romper las fronteras mostrando al mundo el tesoro en el mejor escenario posible. Recogidas por Jack McCallum, las palabras de Granik resumían el nuevo paso: “David y yo pensamos en los riesgos y la carga que podía suponer todo aquello, pero por encima de todo, en los beneficios, en el paso definitivo a hacer de la NBA un fenómeno global”. De esos beneficios disfrutaría igualmente la FIBA, cuya crisis económica a mitad de los ochenta –el problema que Stankovic mejor supo encubrir– era tan severa que corría el riesgo de quiebra.

El éxito no pudo ser mayor. El Dream Team original de Barcelona ’92 no era mostrar el escaparate, era hacerlo con una competición, infinitamente superior, que había sido apartada del baloncesto mundial por un paternalismo victoriano en cuya raíz latía el miedo. Aquel equipo, el mejor de todos los tiempos, terminó siendo el premio más grandioso que el baloncesto se permitió tras un siglo de historia y cuyo aplastante dominio sería celebrado en todo el planeta. Stern nunca dejó de agradecer el estímulo que supuso la decisión de Stankovic, a cuya autobiografía brindaría el prólogo: “Nadie ha contribuido más a la globalización del baloncesto que mi amigo Bora” (“The Game Of My Life”, A. Miletic 2017). Al fin y al cabo, el empeño del dirigente serbio permitió a Stern culminar la expansión más productiva que un deporte profesional hubiera conocido jamás. Aquella globalización abriría además dos vías sin retorno: una, de expansión exterior como mercado de consumo; y dos, una colonización interior por jugadores de todo el mundo.

El resto es historia, cuya larga antesala se había iniciado más de medio siglo atrás en Berlín, con un primer oro (19-8 ante Canadá) sobre un terreno embarrado por la lluvia, algo que desconcertó a los inventores de un juego para gimnasios.

Desde la lejana fundación de la FIBA en 1932 habrían de pasar casi sesenta años para poner fin a otra silenciosa guerra fría, más que entre los Estados Unidos y la escena internacional, entre el gigante americano y el politburó del organismo más importante del baloncesto mundial. Los motivos de aquel larvado conflicto giraron en torno a un puñado de factores que, en común, derivaban de una sola raíz: la abrumadora superioridad en la interpretación del juego por parte de una delegación, privada de seleccionar a sus mejores atletas y cuya representación era remota a su poder material.

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