'Una vida no tan simple': el peliculón que los padres se merecían
Félix Viscarret dirige una de las mejores producciones españolas del año
No tener hijos es una ventaja para entregarse a preocupaciones sin importancia. Cada vez que alguien se muestra muy agitado en las redes, y le va la vida en una pequeña polémica cultural o política, deduzco instantáneamente que no tiene hijos pequeños. La juventud hace la revolución porque todavía no ha hecho los hijos. Luego están las personas de cuarenta años sin progenie, que viven instaladas en el bucle de buscarle sentido a sus vidas, normalmente creyéndose aún las rebeldías y los anhelos de éxito de cuando tenían veinte. La opinión sobre cualquier cosa de alguien que no tiene hijos me es irrelevante. Primero hay que tener hijos, y luego ya puedes pedir la palabra.
Sobre parques, plátanos y divorcios tentativos ha hecho una película fascinante Félix Viscarret (Pamplona, 1975), que ha titulado Una vida no tan simple. No va de nada, salvo de la vida familiar muy por de dentro y molecularmente. Hay que disponer de un talento fabuloso para atreverse a narrar la odisea que es llevar a tus hijos al colegio.
El filme nos presenta a Isaías, un arquitecto que toca techo con un premio por un hotel que ha diseñado y luego rueda cuesta abajo hasta la irrelevancia profesional. Entre medias, ha tenido dos hijos, la muy arquitectónica “parejita”. Su mujer es profesora en la universidad. Su socio es guapo y tira de Tinder. Las madres del colegio a lo mejor quieren ligar. En el parque los niños sirven sobre todo para provocar que liguen sus padres.
Una vida no tan simple recorre minuciosamente la rutina desesperada de las parejas cuando traen niños al mundo. Este recorrido es tan identificable que resulta obsceno, pura transparencia sociológica. Estamos todos los padres de España ahí, en esa escena, y en la siguiente, con lamparitas que se queman.
Cuando tienes hijos ya has fracasado profesionalmente, salvo que hayas triunfado, en cuyo caso no puedes triunfar más
De pronto, el otro se vuelve insoportable, porque no recoge la ropa, porque no vigila bien a los niños, porque no quiere sexo, porque está obsesionado aún con su trabajo, cuando eso es de veinteañeros, ya dijimos. Cuando tienes hijos ya has fracasado profesionalmente, salvo que hayas triunfado, en cuyo caso no puedes triunfar más.
Miki Esparbé da vida a Isaías. El actor es una mezcla de Quim Gutiérrez y Gorka Otxoa, muy precisa debo decir. Su aspecto permite que la película tenga tramos de comedia, como de un Woody Allen con más lecturas (o no tan evidentes). La trama misma recuerda a Manhattan (1979) o a Maridos y mujeres (1992): Isaías y Ainhoa (Olaya Caldera) parecen encaminarse hacia el divorcio; Asier tontea con Sonia (Ana Polvorosa), Ainhoa tontea con el socio de Isaías (Álex García). El juego de sillas matrimonial se mueve al ritmo de lo que los americanos llaman new relationship energy. Si de algo carece un matrimonio de más de una década con hijos es de energía, sí.
Ana Polvorosa encarna a la madre que se cree todas las noticias, todos los bulos y todas las prevenciones. El micro-ondas es malo, el router, el cable de la vitro; hasta la fruta, si no la hemos arrancado directamente de su árbol. En todos los colegios hay cuatro madres así: necesitadas de un apocalipsis cotidiano.
La película refleja un mundo de parejas de clase media-alta, y por ahí echo de menos un personaje real: la criada, la niñera, la que limpia. Viscarret ha renunciado a que veamos que esos pisos palaciegos de Bilbao donde viven arquitectos con profesoras universitarias no los limpian ellos mismos. Con todo, el ethos de esta clase social es plenamente reconocible: nadie grita, todos tratan de ser amables, se mantienen conversaciones sentimentales esmeradas y sabias, se llama “cariño” a los niños cuando se les pide no subirse al tobogán por la rampa, se viste bien.
Siendo los diálogos el centro palpable de la película (en ocasiones, realmente extraordinarios), Una vida no tan simple sube enteros en realidad cuando la gente se calla. La música de Mikel Salas ha llegado a emocionarme hasta las lágrimas. Hay una escena en la que Nico, el socio, repasa dónde estás sus exnovias, y una música empieza a decirnos que todo el mundo está ya en otro sitio, y no se acuerda de ti, y tú debes de tener algún problema si te pasas la tarde acordándote de todo el mundo.
Hacía años que una película no me acompañaba a casa, no se metía en mi mente como si fuera un problema personal, una preocupación
También el ocasional paso de cinco patinadoras por las calles nocturnas de la ciudad resulta (salvo al final) onírico, trascendental, como de película de Casavettes.
Nota al margen para señalar cómo la ciudad del rodaje, Bilbao, en muchas escenas parece Chicago. Esa sofisticación, esa frialdad; ese ir aplastándote. Seguramente algunos encontrarán insatisfactorio el final de Una vida no tan simple, como tirando a conservador. Ciertamente, todo lo anterior fue mucho mejor, y por eso mismo se lo perdonamos, la puerta que se abre en la última escena.
Porque, a fin de cuentas, no siempre sale uno del cine con el embrujo en la cabeza. Hacía años que una película no me acompañaba a casa, no se metía en mi mente como si fuera un problema personal, una preocupación, una tarea pendiente. Salir del cine y pensar de inmediato en tus cosas es la peor crítica posible. Salir del cine y tardar en aterrizar en tu propia vida sólo pasa cuando ves una gran película.
No tener hijos es una ventaja para entregarse a preocupaciones sin importancia. Cada vez que alguien se muestra muy agitado en las redes, y le va la vida en una pequeña polémica cultural o política, deduzco instantáneamente que no tiene hijos pequeños. La juventud hace la revolución porque todavía no ha hecho los hijos. Luego están las personas de cuarenta años sin progenie, que viven instaladas en el bucle de buscarle sentido a sus vidas, normalmente creyéndose aún las rebeldías y los anhelos de éxito de cuando tenían veinte. La opinión sobre cualquier cosa de alguien que no tiene hijos me es irrelevante. Primero hay que tener hijos, y luego ya puedes pedir la palabra.
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