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El Lumiere, cine de sobaquillo en mitad de la huerta valenciana
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El Lumiere, cine de sobaquillo en mitad de la huerta valenciana

La resistencia de una vieja terraza de verano, rodeada de bancales de chufa, que desde los setenta lleva el cine a los veranos de Alboraya

Foto: El cine Lumiere. (Cedida)
El cine Lumiere. (Cedida)

Sus sillas, plastificadas, podrían ilustrar cualquier noticia sobre la canícula. No pasarían un mínimo control ergonómico. Ni falta que hace. Su sonido a veces fluctúa y en una de las sesiones del verano pasado algunos espectadores airados, de oído duro, lanzaron gritos para que el volumen subiera. En cambio, lo que debe escucharse, se escucha a la perfección. Su sala no tiene climatización, no está refrigerada, pero en realidad sí lo está: el aire libre, la brisa marina que viene de la playa cercana tras traspasar el primer cinturón de huerta. Es frecuente, en una de esas tormentas mediterráneas que irrumpe en la madrugada amenazando el orden, que su pantalla inmensa se cubra de agua y el cine parezca estar a punto de anegarse. En cambio, su flexibilidad de junco contribuye a su estabilidad.

Es el Lumiere, un cine, pero también una terraza, en Alboraya, en el contorno de Valencia al norte. Su historia es la de uno de esos cines de verano que nació, como en tantos pueblos de España, para dar rienda a suelta a la costumbre de calzarse un buen bocata viendo alguna de las novedades en la cartelera. En plena andanada de los cines luxury, con cómodos sillones y subalternos que a golpe de botón acuden con combinados y hamburguesas gourmet, lo del Lumiere es contracultura de sobaquillo.

Foto: Varias personas pasean por la huerta valenciana. (Cedida)

La familia del propietario, Enrique Riera, atiende desde el acceso, más proclive a rasgar una entrada que a leer un QR. Una vez dado el paso, un patio de regusto agrícola sirve de recibidor, con una barra en forma de L, extendida entre árboles frutales, donde se prescriben entrepanes de agosto: chivitos y almussafes en cabeza. Y unos cuantos cremaets, porque para sobrepasar algunos blockbusters familiares uno debe prepararse de antemano.

Traspasando una puerta metálica que parecería dar paso a los vestuarios de un polideportivo, se abre en cambio un enorme salón al aire libre donde centenares de sillas cerveceras prometen una doble sesión que comienza a las diez de la noche y acaba con amenaza de after. Hay niños berreando, hay jolgorio, hay incomodidad, hay sudor. Por tanto, hay humanidad, lejos de envoltorios profilácticos. Cuando ir al cine se parece a formar parte de una comunidad.

placeholder Un cine al aire libre. (Cedida)
Un cine al aire libre. (Cedida)

La sensación de meterse una sesión doble entre campos de chufa -en la patria de la horchata, circundando un polígono-, lejos de ser una experiencia fuera de contexto, tiene el sentido preciso de una sociedad -la que habita los márgenes entre Valencia y Alboraya- que se ha labrado su futuro adaptándose a los bancales (en el mejor de los casos; en el peor, los ha engullido).

Desde los años 70

La historia de los Riera y el cine de verano comienza en los años setenta, con un grupo de jóvenes cinéfilos que, en los estertores de la dictadura, necesitaban respirar aire fresco y retirar naftalina de las pantallas. Del deseo, a los hechos. Con una programación especializada en títulos alternativos, fundaron su cineclub en las instalaciones del antiguo ateneo de Alboraya, recogiendo el testigo del Cine Monterrey. Uno de los últimos recambios generaciones, el último baile en la vida de los cines de pueblo. Más tarde, el Lumiere se trasladó a su ubicación actual, ‘al lado de la gasolinera’, donde ha rebasado los 25 años.

En todo este tiempo, a las diez de la noche las luces se apagan. Dan paso a la gran luz. Si a esa hora es habitual entre algunas calles del municipio ver un reguero de sillas ante los portales, gente a la fresca, compartiendo noche entre xarretas, la propuesta en el Lumiere prolonga justo ese espíritu.

Foto: Fuente: Espiello Baixo as Estrelas

Podría imaginarse que frente a las plataformas de contenidos o los cines tan climatizados como un camión frigorífico, una terraza en medio de la huerta es una opción poco competitiva. Precisamente ha ido superando reveses por su diferenciación. La idea de comunidad frente al automatismo del centro comercial, la liturgia del arraigo. Sin holdings ni inversionistas a sus espaldas, Riera proyecta cine a pulmón. Como la mismísima huerta que lo rodea, minifundista hasta el límite. Hasta que el cuerpo aguante.

Sus sillas, plastificadas, podrían ilustrar cualquier noticia sobre la canícula. No pasarían un mínimo control ergonómico. Ni falta que hace. Su sonido a veces fluctúa y en una de las sesiones del verano pasado algunos espectadores airados, de oído duro, lanzaron gritos para que el volumen subiera. En cambio, lo que debe escucharse, se escucha a la perfección. Su sala no tiene climatización, no está refrigerada, pero en realidad sí lo está: el aire libre, la brisa marina que viene de la playa cercana tras traspasar el primer cinturón de huerta. Es frecuente, en una de esas tormentas mediterráneas que irrumpe en la madrugada amenazando el orden, que su pantalla inmensa se cubra de agua y el cine parezca estar a punto de anegarse. En cambio, su flexibilidad de junco contribuye a su estabilidad.

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