'Dumbo': Tim Burton vende su alma a Disney y pone el último clavo en su ataúd
Del que fuera cineasta de culto apenas queda la mirada naíf, lo demás se ha convertido en un discurso nostálgico y edulcorado y una ejecución apática
'Old news no news', que dicen los ingleses. No es novedad que Tim Burton lleve casi una década dirigiendo, si no con desgana, sin la lánguida mordacidad que convirtió en su firma. ¡La muerte puede ser festiva!, venía a decir. ¡El mundo es de los marginados! Siempre con cierta mirada naíf, pero con un sentido del humor macabro que lo convirtió en uno de los directores de culto de la juventud noventera. De aquel cineasta apenas queda la mirada naíf. Lo demás se ha convertido en un discurso nostálgico y edulcorado y una ejecución apática. Su tándem con Disney —otra vez— ha sido el clavo que ha apuntalado el ataúd de su identidad como cineasta.
Ya lo hizo con 'Alicia' (2010). Desvirtuó tanto la esencia de la novela de Lewis Carroll que la adaptación animada de 1951 resulta mucho más irreverente y transgresora. Y con 'Dumbo', Burton sigue la misma senda. La historia del elefante volador contenía, 'a priori', elementos recurrentes en la filmografía de Burton: la pérdida y el abandono; un protagonista marginado, contrahecho, que se revela como poseedor de cualidades extraordinarias; la crueldad de las masas para con la diferencia, y el ambiente inquietante del circo, epítome de la mascarada, de la decadencia disfrazada de felicidad artificial.
Pero la ilusión apenas dura lo que el primer plano, que recuerda al inicio de 'Batman vuelve' (1992) en la residencia Cobblepot. A partir de aquí, otra versión inocua del cine familiar más recatado. Las películas de Walt Disney de principios de los cuarenta combinaban la animación infantil con una narrativa más adulta y sombría, escalofriante incluso. En 'Pinocho' (1940), en una zona portuaria patibularia, un hombre malencarado maltrata crías de burro y las encierra en jaulas de madera: mientras, en un bar contiguo, el muñeco y un amigo —un niño— fuman, juegan al billar y beben y acaban transformándose... en burros, en una secuencia verdaderamente siniestra y desasosegante. En 'Fantasía' (1940), en el segmento de 'El aprendiz de brujo', Mickey Mouse se enfrenta a escobas que no paran de multiplicarse en una pesadilla infinita, y en 'Una noche en el monte pelado' una criatura demoníaca invoca a los muertos para perturbar la noche de los vecinos de un pueblo.
Las películas de Disney de principios de los cuarenta combinaban la animación infantil con una narrativa más adulta y sombría
'Bambi' (1942) comienza con una persecución en la que un cervatillo y su madre huyen de unos cazadores, y aunque la muerte se sugiere fuera de campo, el escenario se vuelve más perturbador a cada plano: árboles retorcidos y oscuros, un manto de nieve que desdibuja la imagen casi hasta la abstracción. En 'Dumbo', el momento lisérgico de los elefantes rosas o los obreros negros levantando junto a los animales las carpas del circo en mitad de la noche bajo la lluvia o la forma tan enfebrecida de contar el número del fuego y los payasos tenían más opciones de catalizar las lágrimas del espectador infantil más impresionable que de entretenerlo.
En su adaptación de 'Dumbo', Burton apuesta por una estética más naíf, de cuento apto para todas las edades y sensibilidades. Con una fotografía y un arte que recuerdan a 'Big Fish', aunque con un etalonaje en el que predominan los tonos dorados, el cineasta opta esta vez por un melodrama que, aunque trasluce cierta carga de crítica política —respecto al capitalismo voraz, sobre todo— se limita a desarrollar la historia ya conocida de manera apesadumbrada y plomiza.
Después de pasar años en la guerra, Holt Farrier (Colin Farrell) vuelve al circo del que era la estrella principal convertido en un tullido
Después de pasar años en la guerra, Holt Farrier (Colin Farrell) vuelve al circo del que era la estrella principal convertido en un tullido —ha perdido un brazo— inútil. Pero a su regreso, se da cuenta de que su brazo no ha sido su única pérdida: su mujer ha muerto. Sus hijos, Milly (Nico Parker) y Joe (Finley Hobbins), han tenido que desenvolverse solos en un mundo en franca decadencia del que no se sienten parte. El dueño del circo, Max Medici (Danny DeVito), intenta como puede mantener un negocio anacrónico a flote, a pesar del desdén del público, y ha invertido su dinero en la compra de una elefanta embarazada. El bebé elefante nace con unas orejas extraordinariamente grandes que, si bien al principio provocan la mofa del público, después pueden suponer la salvación del circo porque —¡oh, 'spoiler'!—, con esas orejotas, el paquidermo tiene la habilidad de volar.
El éxito del número de Dumbo llama la atención del dueño del parque de atracciones más importante del país, el señor Vandevere (Michael Keaton), que decide hacerle una oferta a Medici para quedarse con el circo. Si en el clásico de Disney la crítica social se encuadraba en el contexto de la lucha por los derechos civiles y la discriminación racial, ahora Burton apunta a la voracidad de las grandes corporaciones y de un sistema que no solo explota a los trabajadores sino que también destruye el medio ambiente y maltrata a los animales. También apunta a las fórmulas de opresión hacia la mujer, con los personajes de Milly, que tiene inquietudes científicas que no le dejan explorar, y el de Collete (Eva Green), trapecista y 'novia' de Vandevere, que asume los maltratos del magnate como forma de supervivencia, pero también de estatus.
Burton también recupera la reflexión en torno a los vínculos materno y paterno-filiales —tanto los hijos de Farrier como Dumbo buscan recuperar el vínculo afectivo con sus progenitores— y su preferencia por el mundo de las ilusiones —el espectáculo en general, el cine en particular en los últimos compases de la película— frente a una realidad que se presenta hostil para la mayoría de los protagonistas. Salvo para el villano Vandevere, a quien Keaton dota de una dimensión más cercana al cómic o a la animación clásica, que al melodrama contemporáneo. 'Dumbo' es, sin duda, una película cándida, una adaptación deslavazada sin demasiado que contar escondida en un envoltorio formal 'cuqui'.
'Old news no news', que dicen los ingleses. No es novedad que Tim Burton lleve casi una década dirigiendo, si no con desgana, sin la lánguida mordacidad que convirtió en su firma. ¡La muerte puede ser festiva!, venía a decir. ¡El mundo es de los marginados! Siempre con cierta mirada naíf, pero con un sentido del humor macabro que lo convirtió en uno de los directores de culto de la juventud noventera. De aquel cineasta apenas queda la mirada naíf. Lo demás se ha convertido en un discurso nostálgico y edulcorado y una ejecución apática. Su tándem con Disney —otra vez— ha sido el clavo que ha apuntalado el ataúd de su identidad como cineasta.