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Pero por qué resulta cada vez más difícil saber qué edad tiene la gente
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Héctor G. Barnés

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Pero por qué resulta cada vez más difícil saber qué edad tiene la gente

Mi hipótesis: la búsqueda de la eterna juventud ha provocado que entre los 25 y los 65 todo el mundo parezca igual. No es solo apariencia: también hay más adolescentes eternos

Foto: Brad Pitt: 60 años tiene el amigo. (Getty/Ryan Pierse)
Brad Pitt: 60 años tiene el amigo. (Getty/Ryan Pierse)
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Viajaba el otro día en la línea 6 de metro (una vez más) cuando entró un buen hombre al que estuve a punto de cederle el asiento. Menos mal que no lo hice. Cuando reparé con más atención en su apariencia, en su rostro, en su pelo y en sus manos, me di cuenta de que a lo mejor esa persona que me había parecido un anciano tenía apenas diez años más que yo (39+10=49). Su pecado era esa combinación de camisa de rayas azules, pantalones de pinzas y zapatos de outlet que le echan una generación encima a cualquiera. Imagínese que la primera persona que te cede su asiento es alguien de tu propia quinta.

La escaramuza suburbana me recordó algo que llevo tiempo pensando: qué difícil es adivinar la edad de la gente últimamente. Tesis: entre los 25 y los 65 todo el mundo es igual. O, al menos, no es tan distinto, gracias a los milagros de la homogeneización estética. Hoy no es nada raro encontrarte a alguien con más de sesenta años con pendientes, tatuajes o llevando la misma ropa que sus hijos (¡o nietos!), algo que habría sido impensable hace apenas un par de décadas. Aquí todo el mundo lleva bambas, camiseta y gorra tenga la edad que tenga. Los bebés y los ancianos visten igual.

En parte se debe a que los hombres hemos empezado a plegarnos a la dictadura de la imagen como las mujeres llevan haciéndolo siglos. Pero también la moda femenina aspira a preservar esa juventud eterna que es el principal signo de nuestra era y que consiste en que desaparezcan todos los rasgos asociados con el envejecimiento. Calvicie, malos dientes, arrugas, partes del cuerpo flácidas, pero también prendas que ahora solo se llevan o irónicamente o como parte de un disfraz. Como resultado, todo el mundo se parece un poco.

Lo que ha dejado de existir son los Tato Abadía del mundo, que a los 24 aparentaba más de 40 y lo que abundan son los Héctor Bellerín: ambos tienen bigote —uno bigotón, y el otro bigotín—, pero uno era un padre y el otro, tu hijo. Aunque parezca que eso tira por tierra mi teoría, muestra que todos aspiramos al mismo modelo de jóvenes guays eternos y, a poder, ser, guapos. Ya habrán visto la habitual comparación entre Brad Pitt a sus sesenta años y casi cualquier otra persona con su misma edad. Hoy todos aspiramos a ser un poco como Brad Pitt.

Pero hay algo más allá de la apariencia física. Por primera vez, me está pasando que me echan menos años de los que tengo, y tristemente, creo que no es porque me conserve especialmente bien. Creo que la clave se encuentra también en nuestros estilos de vida, en los que la edad cronológica no es tan determinante porque cada vez más personas vivimos como posadolescentes. Me echan menos, tal vez, porque estoy en lugares donde no se me espera a mi edad —conciertos, bares, eventos varios—, porque frecuento compañías más jóvenes —ahora soy el mayor en muchos grupos cuando antes era el más pequeño— o porque tengo gustos que no me corresponden —el último de Olivia Rodrigo está muy bien, en serio—.

Veo las fotos de mi padre cuando se casó y, físicamente, es exactamente igual que yo, incluso más delgado y con más pelo, pero está claro que él es un padre y yo no. Él nunca habría llevado unas Adidas Superstar y yo no tengo intención de dejar de llevarlas. Ni de coña se habría puesto una camisa de flores. No se trata solo de una cuestión genética. A mi edad, él ya llevaba cuatro años aguantándome, y eso es mucho aguantar.

No parecen tener la edad que tienen porque siguen haciendo lo mismo que a los veinte

En un momento en el que todos nos parecemos cada vez más y se dejan notar menos los efectos del envejecimiento, calculamos la edad ajena a partir de una ecuación entre nuestras costumbres vitales y su forma de desenvolverse. Hay un puñado de hitos vitales que se reflejan en nuestro comportamiento y que permiten guiarnos para distinguir la edad de alguien: tiene más o menos dinero, tiene pareja o no, tiene hijos o no, está separado o no. Pero en determinados ámbitos, como los espacios de ocio donde todas esas características se diluyen, resulta casi imposible adivinar con exactitud cómo de viejo o de joven es alguien, aunque haya señores con camisetas de equipos de fútbol que cantan demasiado.

Ni siquiera esos hitos vitales resultan decisivos. Una vez charlé con el compañero de El País Sergio Fanjul sobre esos padres que no parecen padres —como él, me atrevería a decir— después de descubrir que otro compañero a quien no le suponíamos descendencia tenía hijos mayores. No parecen padres porque se visten igual que a los 20, llevan la misma ropa, las mismas patillas, el mismo pelo y las mismas zapatillas, y además, un estilo de vida muy parecido al que tenían antes. Gracias a ellos ha emergido esa industria de eventos "para adultos con niños", como los conciertos de grupos de rock tocando sus canciones con guitarras acústicas y en horario vermú… para que a los padres no se les note la edad.

Al otro lado del espectro, para complicarlo todo más, se encuentran las personas que parecen mucho mayores de lo que realmente son, y que aún existen, tal vez por comparación con la epidemia de lozanía que nos azota. Pero ya no son esos ancianos prematuros cuya piel ha sido castigada por el viento y el sol y cuyas vidas han sido golpeadas por los pesares y la agonía, sino que suelen pertenecer a un nivel socioeconómico alto. Vaya, son pijos, y suelen llevar su camisita, su pelito, sus pantaloncitos chinos y sus zapatitos. El envejecimiento como signo de prestigio.

placeholder José Luis López Vázquez a los 40 años, en 'Atraco a las tres'.
José Luis López Vázquez a los 40 años, en 'Atraco a las tres'.

Perdón por el prejuicio ideológico, pero es el prototipo de José Luis Martínez-Almeida (49 años) o Teodoro García Egea (39 años). No hay problema: su conservadurismo ideológico se traduce en su resistencia a adaptarse a la vestimenta, los peinados y la moda de la eterna juventud. En ese sentido, también hay una reacción pija que se reafirma identitariamente en ciertas formas estéticas que responden a cierta idea de lo tradicional. Parecer viejo es también una forma de rebeldía, tal vez inconsciente. Una resistencia ante la aceleración juvenil.

Un buen día eres joven y al siguiente te mueres

Esta incapacidad de situar a los demás en una edad determinada y, por lo tanto, en una etapa de vida concreta, es el reflejo de unas vidas cada vez menos articuladas por la narración que suponían los hitos vitales. Una amiga se quejaba esta semana de que tenía la sensación de que toda su vida desde su infancia había sido un continuo sin fases ni etapas, y es un sentimiento compartido entre los menores de 40. Pero ¿acaso no ha sido siempre así? ¿No era nacimiento, trabajo, matrimonio y muerte? ¿Qué ha cambiado?

Quizá la diferencia se encuentra en que ahora hay muchos más intereses que conspiran para que no demos carpetazo a ciertas fases de nuestra vida y podamos solapar todas. Es decir, ser al mismo tiempo niños, adolescentes, adultos y ancianos y poder consumir todo lo que corresponde a cada grupo de edad. Algo que también se refleja en nuestra apariencia. ¿Cuándo dejamos de llevar deportivas? Nunca. ¿Cuándo empezamos a calarnos la boina, el paso inmediatamente anterior a la muerte? Nunca. ¿Cuándo vas a ser un adulto? Jamás.

El cielo es de aquellos que pueden consumir cualquier cosa a cualquier edad

El gran sueño del capitalismo es que todos seamos jóvenes eternos, situados en algún lugar entre los 25 y los 99 años. Es decir, ser siempre adultos con poder adquisitivo y poco miedo al futuro, el target comercial perfecto, obsesionados tanto con nuestra apariencia que estamos dispuestos a pagar lo que haga falta para detener el tiempo. No dejamos de consumir productos culturales, ni ocio, ni experiencias, y por eso pronto va a haber un parque de bolas en cada rincón de España. Por eso proliferan los adultos Disney: porque ya no solo no está mal visto que te guste lo mismo que te gustaba cuando tenías diez años, sino que se considera parte de tu identidad. Un valor positivo. El cielo es de aquellos que pueden consumir cualquier cosa a cualquier edad.

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Últimamente, me dicen mucho que por qué no me hago un tatuaje o me pongo un pendiente y yo respondo que sí, hombre, lo que me faltaba. Ser viejo desde joven te concede un aura de inmortalidad y atemporalidad que estoy perdiendo. Es el mejor remedio contra el envejecimiento. Miren a los grandes actores que siempre parecieron mayores y por eso no envejecieron, como Alfredo Landa o José Luis López Vázquez. O Robert Duvall, que era viejo cuando apareció en la primera parte de El Padrino hace más de medio siglo y sigue siendo viejo ahora. Ser joven requiere mucho esfuerzo, cuesta dinero, cansa. ¿Ser viejo? Es elegante, eterno y rejuvenecedor.

Viajaba el otro día en la línea 6 de metro (una vez más) cuando entró un buen hombre al que estuve a punto de cederle el asiento. Menos mal que no lo hice. Cuando reparé con más atención en su apariencia, en su rostro, en su pelo y en sus manos, me di cuenta de que a lo mejor esa persona que me había parecido un anciano tenía apenas diez años más que yo (39+10=49). Su pecado era esa combinación de camisa de rayas azules, pantalones de pinzas y zapatos de outlet que le echan una generación encima a cualquiera. Imagínese que la primera persona que te cede su asiento es alguien de tu propia quinta.

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