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Si eres pobre y llevas chándal, estás de moda: la vulgaridad y la estética cutre son el nuevo 'cool'
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Si eres pobre y llevas chándal, estás de moda: la vulgaridad y la estética cutre son el nuevo 'cool'

Ahora, la nueva clase alta global imita los modos de las estrellas pop desdeñadas por su vulgaridad y el estilo de los jóvenes pandilleros de las películas malas

Foto: Rosalía y J Balvin, en chándal. (Getty/Kevin Winter)
Rosalía y J Balvin, en chándal. (Getty/Kevin Winter)

En 2003, Burberry, la casa de ropa de lujo, entró en pánico. Ese año, en la edición británica del reality show Gran Hermano, los concursantes aparecieron con ropa de la marca o con imitaciones de sus prototípicos cuadros de rayas blancas, negras y rojas sobre fondo beige. Pronto se convirtió en una tendencia: los hooligans de varios clubes de fútbol, los cantantes de rap y las celebrities televisivas más pasadas de vuelta aparecían con sus carísimas gabardinas, bolsos y paraguas. Sus ejecutivos estaban muy preocupados: Burberry siempre había sido una marca aspiracional, la gente compraba sus artículos para parecer de clase más alta, más sofisticada y más rica. Si ahora los llevaban los macarras, ¿quién demonios, en la clase media-alta, iba a seguir viéndolos como algo deseable?

El pánico de los directivos y los accionistas de Burberry era comprensible, pero a fin de cuentas se encontraban ante un fenómeno habitual: la gente de clase baja y actitud descarada que copia las costumbres y la imagen de la de clase alta para emularla y, al mismo tiempo, reírse de ella. Cuando una reina lleva una prenda, acaba siendo popular entre la clase media; las mujeres jóvenes de los noventa imitaban el peinado de Rachel en Friends, y hoy no es difícil ver a hombres jóvenes replicando la gestualidad, el habla, el vestir y el pelo de los futbolistas. Es un fenómeno antiguo y perfectamente humano: la cultura es un transmisor de estatus muy efectivo, y tal vez si imitas la cultura prestigiosa, tú también acabes formando un poco parte de ella. Si no, al menos te habrás reído de su arrogancia.

placeholder El cantante puertorriqueño Bad Bunny, en concierto. (EFE/Carlos Ortega)
El cantante puertorriqueño Bad Bunny, en concierto. (EFE/Carlos Ortega)

Sin embargo, la semana pasada, mientras compartía espacio con gente mucho más rica que yo, me di cuenta de que esa tendencia, sin haber desaparecido, se ha invertido. Ahora la nueva clase alta global imita los modos de las estrellas pop desdeñadas por su vulgaridad y el estilo de los jóvenes pandilleros de las películas malas. La estética cutre es el nuevo cool.

Tampoco esto es una completa novedad. Hace mucho que las clases altas copian la cultura obrera: por ejemplo, durante décadas el fútbol fue de ella y los vaqueros eran en su origen ropa de trabajo. Me pareció ver una nueva muestra de esa tendencia cuando, hace no tantos años, en los lugares donde trabajaba empezaron a desaparecer las corbatas y a verse cada vez con más frecuencia las zapatillas. Podía haber razones de comodidad, por supuesto, pero también las había de estatus: si vestir formalmente se asociaba a actitudes relacionadas con el rango, el poder o los ingresos elevados, la nueva informalidad transmitía eso mismo, pero disfrazado de normalidad, inmediatez, cordialidad. Ahora no llevabas corbata porque podías permitírtelo, y así dabas a entender que no solo eras muy importante, sino libre. Comportarte como alguien de menor rango resaltaba tu elevada posición. Era complicado.

placeholder Turistas, a la entrada del Coliseo de Roma. (EFE)
Turistas, a la entrada del Coliseo de Roma. (EFE)

Pero las cosas han ido más allá. Lo pensé este fin de semana pasado en Roma. Había mucha gente en los lugares habituales, pero me pareció advertir una novedad. Entre los centenares de turistas que vestíamos como podíamos para caminar decenas de kilómetros diarios, había gente particularmente mal vestida. Mal en un sentido antiguo, claro. Mujeres que parecían haberse pasado dos horas maquillándose y peinándose se hacían selfis frente al Coliseo en chándal rosa y con ostentosas cadenas de oro. De repente, se detenía ruidosamente junto al Panteón una enorme furgoneta Mercedes negra con los cristales tintados y de ella bajaban hombres jóvenes de aspecto árabe con pintas de ir a cantar a un talent show musical, solo que con ropa algo mejor cortada. Cuando fuimos a un restaurante un poco más caro de lo habitual, me preocupó destacar por mi informalidad: llevaba zapatillas, una gabardina un poco arrugada y una mochila de la que sobresalía una botella de agua. Los hombres de mediana edad que comían con un gorro de lana en la cabeza y las mujeres que no se habían quitado las gafas de sol con cristales morados ni siquiera me miraron. Los más elegantes del lugar eran, con diferencia, los camareros.

Nada de esto es malo. A muchos les parecerá que se trata de la tantas veces repetida apropiación cultural: las clases altas roban ideas a las clases bajas y, por el hecho de transformarlas en algo de ricos, las vuelven prestigiosas y elegantes. Otros lo verán como una señal de la decadencia de Occidente y la pérdida de los códigos que permitían distinguir la función que tenían los lugares y las personas. A mí me parece el síntoma de otra cosa.

Lo digital, y singularmente Instagram, ha alterado por completo los códigos del estatus

La cultura es una de las principales maneras de señalizar el estatus y señalar tu buen gusto. Eso ha estado bien establecido y codificado durante tres siglos, aunque por supuesto haya cambiado de manera radical en unas cuantas ocasiones. Lo que ha pasado ahora es distinto: lo digital, y singularmente Instagram, ha alterado por completo los códigos conocidos del estatus y ha hecho que ni siquiera los adultos sepan qué deben vestir ni cómo comportarse para transmitir que son listos, cultos y modernos. Y lo que hacen es imitar a los jóvenes que triunfan en las redes. Estos, a su vez, son genios que sacan sus gestos, música y forma de comportarse de los lugares más inesperados. Nada es original, todo es una copia. Pero la copia puede ser mucho más cara que el original.

¿Vestir un chándal caro para ir a ver el Coliseo? ¿Disfrazarse de Bad Bunny para visitar el Panteón, el edificio que personifica la elegancia de la arquitectura romana? ¿Por qué no? Quejarse no sirve de nada. Es mejor disfrutar con la enésima revolución cultural de este tipo: la baja cultura tomando al asalto los lugares, y las costumbres, de la alta. Tiene algo de reconfortante incluso para quienes seguimos aspirando a la Burberry.

En 2003, Burberry, la casa de ropa de lujo, entró en pánico. Ese año, en la edición británica del reality show Gran Hermano, los concursantes aparecieron con ropa de la marca o con imitaciones de sus prototípicos cuadros de rayas blancas, negras y rojas sobre fondo beige. Pronto se convirtió en una tendencia: los hooligans de varios clubes de fútbol, los cantantes de rap y las celebrities televisivas más pasadas de vuelta aparecían con sus carísimas gabardinas, bolsos y paraguas. Sus ejecutivos estaban muy preocupados: Burberry siempre había sido una marca aspiracional, la gente compraba sus artículos para parecer de clase más alta, más sofisticada y más rica. Si ahora los llevaban los macarras, ¿quién demonios, en la clase media-alta, iba a seguir viéndolos como algo deseable?

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