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No me pidas que elija qué vamos a cenar hoy: todo el maldito día tomando decisiones
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Héctor G. Barnés

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No me pidas que elija qué vamos a cenar hoy: todo el maldito día tomando decisiones

Solo podemos responder un número limitado de preguntas al día. A partir de ahí, solo tomamos malas decisiones

Foto: Dos personas miran el menú de un restaurante mientras se producen protestas en la calle, en Miami. (Reuters/Marco Bello)
Dos personas miran el menú de un restaurante mientras se producen protestas en la calle, en Miami. (Reuters/Marco Bello)
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Últimamente me acuerdo mucho de mi madre, que cuando llegaba su cumpleaños respondía que lo que quería de regalo era no pensar. "A ver si un día os encargáis vosotros de decidir dónde vamos a ir, qué vamos a cenar y me lo dais todo hecho por una vez". Como niño, me extrañaba que el día de tu cumpleaños, ese en el que dispones de la posibilidad de sortear las obligaciones por un día y elegir tú lo que quieres hacer, el deseo de mi madre fuese librarse de la carga de elegir.

Uno lo entiende cada vez mejor a medida que crece y su vida se convierte en una toma de decisiones continua, con las consabidas responsabilidades asociadas a ellas. Lo saben bien las mujeres, no solo mi madre, que tradicionalmente han cargado con el peso mental de tener que planificar las vidas de sus familias, disfrazadas de falsa independencia. Como si sus maridos les hubiesen otorgado el regalo (envenenado) de elegir qué cocinar cada día, cuándo limpiar, cuándo ir a ver a los abuelos, con qué vestir a los niños. De qué pueden quejarse, si ellas son las que mandan.

Me acuerdo mucho de mi madre ahora que tengo una casa que mantener y, a pequeña escala, pienso también qué y cuándo cocinar, cómo y cuándo poner lavadoras o cómo organizar el escaso tiempo del que dispongo. Además de todas las decisiones que tomo en el trabajo, como decidir escribir este artículo y no otro que tal vez le habría interesado más (lo siento).

Como todos nosotros, me paso el día tomando decisiones hasta que no puedo tomar ninguna más. Soy de la opinión de que solo podemos responder un número limitado de preguntas al día. A partir de ahí, solo tomamos malas decisiones. Mi límite suele estar a las seis de la tarde. Pasada esa hora, intento dejar todas las decisiones para el día siguiente porque sé que no va a salir nada bueno, como bien descubre a la mañana siguiente la gente que a las tres de la mañana toma la decisión de tomarse la última en otro bar.

Que los demás elijan siempre por ti es el egoísmo del que no quiere responsabilidades

El mejor ejemplo de esta sobrecarga de decisiones aparentemente generosas, que en realidad son un caramelo envenenado, es esa pareja que va a un restaurante y se pasan el uno al otro la pelota de elegir qué van a compartir. "No, pide tú, a mí me gusta todo" suena generoso pero en realidad es una manera de depositar en la pareja la responsabilidad de elegir y, por lo tanto, de equivocarse (por favor, no sean esa clase de persona que se queja si no le gusta lo que han pedido). Que los demás elijan por ti continuamente tiene un punto egoísta, el de quien quiere que se lo den todo hecho.

Se utiliza el término "fatiga de decisión" para referirse a ese cansancio que surge de la acumulación de decisioncitas, la mayoría de las cuales apenas tendrán impacto en nuestras vidas. Cuanto más pasa el tiempo, más decisiones tenemos que tomar. Pero no sobre temas absolutamente vitales, sino sobre tonterías que nos roban tiempo y energía. Quizá la nostalgia hacia la vida de generaciones anteriores venga en parte de anhelar esas vidas codificadas en los que nuestra existencia no era una continua prueba de Humor Amarillo donde teníamos que elegir continuamente entre un camino u otro.

placeholder Todo el día eligiendo la piedra adecuada.
Todo el día eligiendo la piedra adecuada.

Esto lo saben bien todas las tiendas que se aprovechan de esa fatiga para vendernos sus productos. Saben cuándo somos vulnerables, cuándo estamos cansados o ansiosos, en qué momento tenemos la guardia baja o qué teclas tocar ("no te lo pierdas, ¡solo quedan 60.000 entradas!") para que tomemos decisiones precipitadas y así nos deshagamos de la molesta sensación de no saber qué elegir. Por eso terminamos juntándonos con tantas cosas (o eventos) que no necesitamos, porque es más fácil decir que sí y librarnos del miedo a perdernos las cosas.

Siempre que sale el tema se habla de los listos de Silicon Valley como Mark Zuckerberg o Steve Jobs, que llevan la misma ropa todos los días para no tener que pensar qué ponerse y centrarse en lo verdaderamente importante (sea lo que sea). A nuestra manera, todos intentamos hacer un poco lo mismo, aunque no nos demos cuenta. La explosión de lo que podría llamarse la industria del confort se debe a esta necesidad de elegir lo más cómodo: pasta para comer, una serie que ya conocemos por la noche y una canción que hemos oído miles de veces cuando nos sentimos mal. La nostalgia se alimenta de esa fatiga del cansancio que nos empuja a elegir lo que ya conocemos porque sabemos qué podemos esperar.

Poder permitirse no tomar decisiones es también una señal de estatus

Hace poco alguien decía que hoy que toda la cultura está disponible (ejem), solo hace falta un poco de curiosidad para acceder a cualquier obra. Si no se hace, es por vaguería. Yo tengo la sensación de que es al revés, de que hoy es más difícil que nunca porque estamos paralizados por la ingente cantidad de decisiones que podemos tomar. La gente no tiene ni tiempo ni energía para profundizar en lo que no le interesa, y es legítimo. Ha desaparecido aquello que antes era tan importante, esa arbitrariedad que propiciaba que escuchásemos de casualidad una canción por la radio o viésemos una película por televisión que nos cambiase la vida.

Disponemos de una gran cantidad de apps cuyo éxito se debe a su capacidad de tomar decisiones por nosotros. Spotify y sus recomendaciones semanales; Netflix y sus "si te gustó esto, te gustará aquello"; Google Maps señalándolos por dónde tenemos que viajar para tardar menos; Thermomix y sus menús preparados para no tener que devanarnos los sesos. El problema es que ese abanico de posibilidades tiende a la homogeneidad. Como bien saben las cadenas de supermercados, aunque cada expositor tenga seis baldas, lo más probable es que nos terminemos llevando el producto que se encuentra a la altura de nuestros ojos.

Soy aburrido y predecible, lo siento

Poder permitirse no tomar decisiones es también una señal de estatus. Sobre todo, que otra persona, y no un algoritmo, las tome por nosotros. Si tienes dinero y poder, puedes contratar a alguien que planifique tu vida por ti. Presidentes y primeros ministros disponen de todo un equipo de asesores destinados a leer la prensa por ellos, gestionar su agenda o administrar sus relaciones sociales para que puedan centrarse en lo importante. Logan Roy no tiene tiempo para pensar qué va a cenar esta noche.

Nuestros empleos post-tayloristas, los de la "sociedad del conocimiento" como dicen, están cada vez más basados en una infinita toma de microdecisiones tan alienantes a su manera como aquella repetición mecánica de procesos de la cadena de montaje, ya que su impacto es muy reducido. Esta apariencia de libertad es una de las claves de los bullshit jobs, en los que la supuesta libertad para elegir entre dos opciones restringidas de antemano resulta estéril. Hoy todos somos como Ferrand, el director de cine de La noche americana de François Truffaut, que tenía que tomar una decisión detrás de otra, como elegir la pistola de atrezo que sus personajes utilizarían en la película.

placeholder ¿Esta pistolita te vale?
¿Esta pistolita te vale?

He desarrollado mis trucos para esquivar esa fatiga de la elección, que se pueden resumir en ser una persona aburrida, previsible y gris. Mi armario es limitado y elijo cada noche lo que me voy a poner al día siguiente. Intento no tener en la nevera muchas más cosas que las que me voy a comer en el futuro cercano. Desayuno todos los días lo mismo, intento levantarme y acostarme a la misma hora. Hago una lista de las películas que quiero ver para no tener que pensar cada noche y me apunto los discos que me recomiendan para saber qué escuchar. He decidido ser aburrido para no atorar mi cabeza con la carga de tomar decisiones que me impiden disfrutar de lo importante.

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El otro día intenté quedar con un colega y, con la mejor de las intenciones, me sometió a una batería de preguntas que, en su generosidad, casi me sacan de quicio. ¿Quieres quedar? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Qué te apetece hacer? ¿Llamamos a alguien más? ¿A qué hora salgo? ¿Dónde nos vemos? ¿Compro algo? La última pregunta fue la estacada final: ¿en qué salida del metro nos vemos? Ahí dije: no sé ni cuáles son las salidas del metro, amigo, déjame en paz. Ni siquiera era decidir, era seleccionar entre posibilidades que no sabía ni que existían. Contraataqué: "Lo que tú quieras". Respondió: "Pues no sé". Ay, qué difícil es elegir.

Últimamente me acuerdo mucho de mi madre, que cuando llegaba su cumpleaños respondía que lo que quería de regalo era no pensar. "A ver si un día os encargáis vosotros de decidir dónde vamos a ir, qué vamos a cenar y me lo dais todo hecho por una vez". Como niño, me extrañaba que el día de tu cumpleaños, ese en el que dispones de la posibilidad de sortear las obligaciones por un día y elegir tú lo que quieres hacer, el deseo de mi madre fuese librarse de la carga de elegir.

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