Es noticia
Chismorrear sobre la cultura se está comiendo a la cultura
  1. Cultura
Galo Abrain

Por

Chismorrear sobre la cultura se está comiendo a la cultura

En el terreno concreto de la cultura pienso que abundan más los lectores de reseñas que de libros. Lo que antes nos cubría, ahora tiene poco fondo

Foto: Campaña "asienta la lectura-siéntate a leer" en Madrid. (EFE/Rodrigo Jiménez)
Campaña "asienta la lectura-siéntate a leer" en Madrid. (EFE/Rodrigo Jiménez)
EC EXCLUSIVO Artículo solo para suscriptores

Pongo en marcha mi almanaque de excusas baratas cuando me incitan a escuchar un pódcast. Se me hacen difíciles, lo admito. No estoy yo puesto en esa onda. Esto de que venga cualquier hijo de vecino a contarme el imperio de Heliogábalo porque ha sabido sintetizar la información de la Wikipedia con voz de locutor cachondo, me escama. ¿Cuál es el rigor de este aventajado divulgador para presentarme esa información? ¿Quién lo avala? ¿A quién tiene que rendir cuentas si lo que me dice es una trola grande como un Mammuthus?

No, no, no... Hay tremendas lagunas en este nuevo auge de buscar el conocimiento como una piscina olímpica de dos palmos de profundidad. Zamparse una ristra de ideas mal remangadas mientras planchas culotes queda lejos de saber sobre algo, da igual que acampe en tu cabeza el espejismo de que controlas el asunto. Ah, y señálenme si quieren, que yo aquí voy con la cabeza alta. Esto debe masticarse con la certeza de que despacho las barbaridades que se me antojan. Aquí no hay mayor verdad que la mía. Y diciendo esto ya asumo más de lo que asumen la mayoría.

En el terreno concreto de la cultura —que de concreto no tiene nada porque hasta guardarnos los eructos, o no, es parte de ella—, pienso que abundan más los lectores de reseñas que de libros. Los espectadores de videos sobre cine, que cinéfilos. Apuesto a que hay el doble de gente que critica las partes en las que la película Napoleón, de Ridley Scott, se tambalea en rigor histórico, o en las que Josefina vive en un histrionismo Drag Queen de hippie vegitonti, que gente que haya visto la película. Porque la crítica satisface mejor que la obra. Nos da cartas (¿quién está libre de pecado?) para entrar en una partida que nos viene grande, y así colmarnos del morbillo de la chulería.

Existe algo un poco turbio en vanagloriarse por saber de lo que solo se conoce superficialmente. Peor aún, de rechazarlo porque ya se sabe de qué va con un resumen. Lo importante, seamos francos, parece que ahora no es conocer bien la obra en profundidad, sino poder lucir palmito. Dar a entender que se está versado para idear un post o alzar la voz en un convite. Lo cual es un poco como ser aficionado a un deporte que nunca se ha practicado. O, mejor, como un adolescente superior al control parental que pilota el significado de Footfetish o GMILF, pero no ha saboreado todavía entrepierna ajena.

'La muerte del autor', de Barthes, está más pasada que el limón chungo del final de la nevera

Puestos a ponerle nombre, lo llamaría fast culture o el efecto Julio Iglesias. La mayor parte de los millennials (no hablemos ya de los Z) no conocen ni dos canciones. Ahora, todos saben que el tipo es un truhan y un señor. La encarnación del onvre con puro y copichuela de Soberano. Sin untarme respecto al prejuicio, queda claro que lo de escuchar su música mola menos que presuponer saber de qué va, o criticar a quien la goce. Y eso contando que la fascinación por Julio Iglesias se debe a la proyección internacional de sus canciones, casi tanto como a los miles de madrigueras donde refugió la anguila. Con esto voy a que si solo con la habladuría, con la predisposición a digerir la publicidad de la cultura como sustituto del artefacto cultural en sí, se manda a pastar al artista latino más exitoso de la historia, ¿qué no se hará con la marabunta de creadores parguelillas (milord incluido) que pululan por ahí?

Y, ojo, a esto hay que añadir este punto, que La muerte del autor, de Roland Barthes, está más pasada que el limón chungo del final de la nevera. El culto a la personalidad no se queda en el reflejo narcisista de los que se adoran mucho por fuera, y se creen muy únicos por dentro. La mancha se extiende como un lodo. En la cultura, se empapa de importancia a la persona y se deja apolillada la obra. ¿Cuántos pagarían por estar con Arturo Pérez Reverte, pero no están dispuestos a soltar un duro por sus libros? Muchos, ya les digo. Pregunten por ahí.

Con una habilidad increíble, el consumidor cultural es capaz de engullirlo todo y rápido de una manera somera. El fetichismo de la mercancía ha mutado y se ha vuelto infeccioso. Ya no es que el personal se desligue de las relaciones interpersonales subyacentes de lo material. Es que se benefician de no tener ni pajolera idea de lo que hay detrás de lo que hablan, salvo lo estrictamente necesario, para poder fardar de conocerlo.

Aunque, claro, puesto a buscar el margen positivo, esto del conocimiento de aquí te pillo, aquí te mato; sin trueno, ni zarpazo, ni herida noble, también tiene su punto. Nos ofrece impagables imágenes de personas que les falta una patata para el kilo presuponiéndose mejor dotados intelectualmente que grandes pensadores, solo porque estos no coinciden con el capricho clic de su historial de búsqueda. Porque es más importante lo que diga un pintamonas cualquiera en internet sobre Louis-Ferdinand Céline, que lo que él mismo transmitió mediante sus más de 10 novelas.

Lejos de mí enterrar a quien desee divulgar la cultura. Sobre todo, si enriquece su músculo; avivándolo, aportándole nutrientes para que otros desarrollen un apetito voraz por ella. Pero no pueden dejar de inquietarme aquellos que se contentan con lamer el caramelo sin comerse la manzana. Porque el camino, digo yo, no debería ser quedarse a las puertas del conocimiento, sino entrar hasta la mismísima cocina. Nada más sea, para empapuzarse como Dios manda de lo que se quiere comer. O, como mínimo, para probarlo bien antes de decir: "Mami, oye, esto no me gusta".

Pongo en marcha mi almanaque de excusas baratas cuando me incitan a escuchar un pódcast. Se me hacen difíciles, lo admito. No estoy yo puesto en esa onda. Esto de que venga cualquier hijo de vecino a contarme el imperio de Heliogábalo porque ha sabido sintetizar la información de la Wikipedia con voz de locutor cachondo, me escama. ¿Cuál es el rigor de este aventajado divulgador para presentarme esa información? ¿Quién lo avala? ¿A quién tiene que rendir cuentas si lo que me dice es una trola grande como un Mammuthus?

Trinchera Cultural
El redactor recomienda