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La premio Nobel de la Paz 2023 relata las torturas que sufre en una cárcel de Irán
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La premio Nobel de la Paz 2023 relata las torturas que sufre en una cárcel de Irán

Narges Mohammadi cuenta en su nuevo libro, 'Tortura blanca', las vejaciones de 14 mujeres, incluida ella misma, encarceladas en la República Islámica de Irán. Publicamos un extracto

Foto: La activista iraní pro derechos humanos, Narges Mohammadi, en una rueda de prensa en 2005. (EFE/Abedin Taherkenareh)
La activista iraní pro derechos humanos, Narges Mohammadi, en una rueda de prensa en 2005. (EFE/Abedin Taherkenareh)

La vida entre rejas de las mujeres encarceladas en la República Islámica de Irán está sometida a crueles vejaciones: sufren acoso y palizas por parte de los guardias, aislamiento total, denegación de cualquier tipo de tratamiento médico, interrogatorios extenuantes, castigos disciplinarios... En Tortura Blanca, la ganadora del Premio Nobel de la Paz Narges Mohammadi relata el testimonio de 14 mujeres encarceladas en Irán. Incluida su propia experiencia.

Tras la detención de mi esposo, Taghi Rahmani, el 19 de marzo de 2001, junto a miembros del Consejo de Activistas Nacionalistas-Religiosos de Irán y a otros pertenecientes al Movimiento por la Libertad, me uní a las familias de los detenidos para protestar contra las actividades ilegales de los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria Islámica (CGRI) y el Poder Judicial. Entre las acciones protagonizadas por las familias estaba la convocatoria de protestas ante el Ministerio de Justicia, el Parlamento y la Oficina de la representación de la ONU; también realizamos entrevistas con reporteros nacionales y extranjeros para dar nuestra opinión sobre las mencionadas instituciones. Por estas actividades fui citada en la Sección 26 del Tribunal Revolucionario Islámico. Un interrogador de los CGRI apareció. En uno de los cuartos del Tribunal Revolucionario me hizo unas pocas preguntas acerca de una de las entrevistas que yo había publicado en la prensa. Llevaba el periódico en la mano. Después, me llevó a la oficina de la Sección 26, bajo la jurisdicción de Hasan Zare-Haddad. Allí mismo me detuvieron. El juez aún no había llegado, pero pese a su ausencia y por orden del interrogador jefe de la Sección, completaron las gestiones relacionadas con mi arresto. Entonces contactaron con el juez para que viniera a firmar la orden de detención. Estuve esperando cerca de una hora hasta que el juez llegó y, sin dirigirme la palabra ni hacerme ninguna pregunta, firmó el papel y el interrogador me llevó fuera.

placeholder Portada de 'Tortura Blanca', el libro de Narges Mohammadi.
Portada de 'Tortura Blanca', el libro de Narges Mohammadi.

Montamos en un Peugeot. Me dijeron que agachara la cabeza. Salimos por la puerta trasera del juzgado y recorrimos varias calles. Pasamos por una gran puerta y entramos en un recinto que atravesamos recorriendo una larga distancia. El ruido exterior se iba atenuando según avanzábamos. Me dio la sensación de haber entrado dentro de un castillo remoto. Con los ojos vendados, salí del coche y entré en un pabellón de la cárcel. A continuación, me llevaron a una celda individual.

Era la primera vez que me encerraban en una celda. ¡Qué lugar tan extraño! Una caja minúscula sin ventana ni ninguna comunicación con el exterior. Una trampilla de luz muy pequeña en el techo dejaba ver el cielo. Pero estaba a una altura elevada, de tal forma que apenas iluminaba el interior de la celda. Muy arriba y dentro de un hueco de la pared había una bombilla de 100 watios que nunca se apagaba.

Antes de ser encarcelada había oído hablar de la celda de Hoda Saber, en la que un potente proyector de luz se mantenía encendido día y noche. Había oído que el tamaño de las celdas era de la altura de una persona y de la anchura de los brazos abiertos. Había oído también que el silencio en la celda era absoluto y que la puerta se abría tres o cuatro veces al día para el aseo y las abluciones del rezo.

Repasaba en mi mente lo que había oído sobre el funcionamiento del aislamiento: tortura blanca y lavado de cerebro. Ahora, vivía lo que había oído y leído, y como también sabía de las terribles consecuencias que el aislamiento absoluto podía provocar, inconscientemente sentía miedo.

Mi celda era una caja minúscula sin ventanas ni comunicación con el exterior. En un hueco de la pared había una bombilla que nunca se apagaba

No sabía dónde me encontraba ni qué me esperaba. El desasosiego causado por aquel lugar y el desconocimiento de lo que podía pasarme en el futuro me afectaban como un veneno mortal. Me preguntaba: ¿es posible tratar así a un ser humano? ¿Qué pasa con nuestros derechos de respirar, andar e ir al baño libremente y de escuchar la voz de otra persona y hablar con ella? El efecto de estar privada de los derechos más básicos me atemorizaba más que la preocupación por las acusaciones, el juicio y la condena.

Pasé muchas horas en la celda hasta que un hombre abrió la puerta y me dijo que saliera. Me puse el manto, el pañuelo y la venda en los ojos, y salí. En los pasillos me di cuenta de que aquel pabellón era de hombres y todo el personal era masculino. Debido a mi inexperiencia, había seguido la orden del guardia, y por ello tenía la venda tan apretada sobre mis ojos que realmente no veía nada, y me resultaba difícil andar. Un hombre iba delante de mí y me guiaba. Había avanzado algo, y creo que había pasado por una puerta, cuando él me indicó que me girase hacia la derecha; lo hice y choqué contra la pared. En ese momento oí las risas de dos hombres que estaban detrás y me sentí muy molesta e incómoda. Me llevaron dentro de un cuarto pequeño, me sacaron unas fotos y después me dijeron que, de nuevo, me pusiera la venda en los ojos. Me llevaron de nuevo a la celda. Al entrar, sentí el estruendoso golpe de la puerta cuando se cerraba, algo similar a un dolor atravesó mi cuerpo.

placeholder Foto de archivo de Narges Mohammadi. REUTERS
Foto de archivo de Narges Mohammadi. REUTERS

Para señalar la necesidad de ir al cuarto de baño me habían dado un papel de color. Lo deslicé por debajo de la puerta. Vino el guardia y le dije que necesitaba ir al baño. Me dijo que me pusiera la venda en los ojos. Respondí que no lo iba a hacer ya que su comportamiento había sido ofensivo y se habían burlado de mí. Él cerró la puerta y se marchó. Volví a deslizar el papel por debajo de la puerta; él vino, pero como yo me negué de nuevo a ponerme la venda, se volvió a marchar. Cuando empecé a protestar en voz alta, un hombre muy bruto me dijo que me colocase con mi espalda apoyada sobre la puerta de tal modo que no pudiera verlos. Así lo hice, y él empezó a hablar. Creo que era uno de los responsables del pabellón. Le relaté lo ocurrido y le expliqué por qué no iba a vendarme los ojos.

Había otro hombre allí con una radio y había subido su volumen a fin de que los demás presos no pudieran oír nuestra conversación. Tenían mucho cuidado de que mi voz no se escuchara en las celdas adyacentes. Finalmente me ordenó que bajase mi pañuelo desde la cabeza hasta la barbilla, y que fuera al cuarto de baño con la cabeza agachada.

El guardia me seguía a lo largo del pasillo. Al llegar a la última celda, contigua al baño, me di cuenta de que todos los presos eran varones y, en general, en aquel pabellón solo había hombres.

Algo más tarde descubrí que el Dr. Bani Asadi, el Dr. Gharavi, el Sr. Tavassoli, el Sr. Sabbaghian… se encontraban en celdas cercanas, y que en este pabellón estaban encarcelados los miembros del Movimiento por la Libertad de Irán.

placeholder Una imagen de Narges Mohammadi, proyectada en Oslo el 10 de diciembre pasado tras la ceremonia en que le fue concedido el Premio Nobel de la Paz 2023, que recogieron su marido e hijos por estar ella en prisión. EFE / JAVAD PARSA
Una imagen de Narges Mohammadi, proyectada en Oslo el 10 de diciembre pasado tras la ceremonia en que le fue concedido el Premio Nobel de la Paz 2023, que recogieron su marido e hijos por estar ella en prisión. EFE / JAVAD PARSA

El retrete parecía antihigiénico. Salí afuera y oí la voz del guardia muy cerca, a unos pasos de la puerta. Protesté diciéndole que por qué no se alejaba más. Me respondió que a mí no me importaba dónde se colocaba él, y añadió que tenía que terminar lo que había venido a hacer. Me dijo dónde estaba el lavabo para lavarme las manos. Allí encontré un trozo de jabón Golnar empapado y blando. En una estructura hecha de cemento, que habían construido para que sirviera de lavabo, me lavé las manos con el jabón y volví a la celda. No me permitieron decir ni una palabra a lo largo del pasillo. Llegó el momento de bañarme. El guardia vino, me dio un frasco de champú y me dijo que me podía duchar. De igual modo que cuando fui al servicio, él me siguió a poca distancia hasta la puerta. Vacilando, acabé por entrar. ¡Qué sucio parecía! Pero no tenía otra opción. Me puse en el centro de la ducha para evitar el contacto con las paredes. No me atrevía a cerrar los ojos, ni siquiera cuando me lavé el pelo bajo el agua. La puerta no tenía cerradura. Yo la había entrecerrado y no dejaba de mirar por si alguien entraba. No me sentía segura. Mis peleas con los guardias para que se alejaran de la puerta del servicio y de la ducha fueron en vano, y yo me veía obligada a soportar aquella situación.

Una vez, observando el pasillo desde una abertura pequeña de la celda, vi a un anciano y a alguien que le acompañaba y le ayudaba. El anciano tenía una toalla sobre su cabeza. Era septiembre de 2001. Noté que se encontraba mal por el intenso calor y que por ese motivo le llevaban afuera. Ese hombre era Taher Ahmadzadeh y el que le acompañaba era el Sr. Na’ impour. Descubrí quiénes eran cuando, fuera de la cárcel, se lo conté a otras personas.

La longitud de la celda era de solo tres pasos y recorrerlos me causaba mareos, pero no tenía otro remedio

Todos, los guardias, los presos, el personal y el médico, eran hombres; y yo era la única mujer en una celda en el Centro de Detención Militar de Eshrat Abad. Me acordé de que, tiempo atrás, Firuzeh Saber nos había contado que había sido encarcelada en una situación semejante. Nos dijo que había visto al Sr. Rajaei. Por tanto, era posible que ella también hubiera sido encarcelada en aquella prisión.

Sentía que no transcurrían los días ni las noches, el tiempo estaba detenido. No tenía reloj. Adivinaba la hora del día por los Adhans, que se declamaban tres veces al día. La longitud de la celda era de solo tres pasos y recorrerlos me causaba mareos, pero no tenía otro remedio. Cuando me sentaba por un tiempo prolongado tenía la sensación de que las paredes se cerraban sobre mí. Por las noches, antes de dormir, cantaba canciones. Practicaba lo que había aprendido en los cursos de canto de mis años de estudiante. Pero el funcionario de prisión se presentaba constantemente y me decía que cantaba demasiado alto, y que lo dejase. Así, me veía obligada a susurrar. Después de tanto tiempo sin oír una voz, cuando me escuchaba a mí misma me sorprendía.

Una vez estaba rezando sin llevar puestos mi manto y mi pañuelo. El funcionario abrió la puerta y, aunque vio que rezaba, esperó a mi lado. Después me condujo a la sala de interrogatorios. De camino, aquel hombre enrolló un periódico y puso un extremo en mi mano mientras él sujetaba el extremo opuesto.

En la zona donde se llevaban a cabo los interrogatorios había pequeñas celdas desde las que a veces oía voces de hombres. Un día, en un cuarto de interrogatorios, de repente hicieron entrar a Taghi, mi marido. Parecía algo sorprendido y a la vez nervioso. Teníamos muy poco tiempo. Taghi dijo unas palabras y me recomendó hacer ejercicio. Momentos después se lo llevaron fuera.

Me interrogaban incluso de madrugada. Una noche era tan tarde que me interrogaron en mi propia celda. Cuando llamaron a mi interrogador para que saliera, otro hombre entró y me dijo que le diera la vuelta a mi silla. Así lo hice y entonces vi que era el Sr. Haddad, el juez. Se sentó frente a mí, y me habló de sus preocupaciones por la vida de los presos. Ese mismo día, hacia el atardecer, yo no me había encontrado bien y me habían llevado al hospital Baqiyatallah. Él me preguntó: "¿Puedes dormir por las noches?". Le dije: "Duermo, pero muy mal y la celda es muy incómoda. Extiendo una manta sobre el suelo y pongo otra doblada bajo mi cabeza, pero me lastimo la cara y el cuerpo". El juez habló algo más y después se marchó. El interrogador volvió a entrar y continuamos con el interrogatorio.

No sabía qué querían de mí. Me amenazaban continuamente. Me decían que iban a ejecutar a Taghi, mi marido

El aire dentro de la celda era sofocante y me resultaba difícil respirar; por ese motivo, no podía hacer ejercicios. No tenía apetito. Me traían la comida, pero la devolvía sin apenas probarla. Repetidas veces pedí al funcionario que abriera un poco la puerta. El hecho de que la puerta estuviera siempre cerrada me enfermaba. Más tarde, consultando con un psicólogo me hizo saber que yo sufría de claustrofobia.

Permanecer en la celda me resultaba muy difícil y a veces era insoportable. En ocasiones deseaba que me diera un infarto, solamente para salir de aquella celda. Eso deseaba, ya que no sabía qué querían de mí: no me preguntaban por mis actividades y no había ninguna investigación en curso. Por supuesto, me amenazaban continuamente. Me decían que iban a ejecutar a Taghi. Me decían que mi marido iba a ser sentenciado y que iba a sufrir largas detenciones. Una vez el interrogador me dijo: "Taghi ya no volverá. Piensa en tu propio interés". Me acuerdo muy bien de cuánto me entristeció esa frase. Me eché a llorar. Mis lágrimas empezaron a correr y a pesar de que intentaba contenerlas, no lo conseguía. Yo estaba contra la pared en aquella celda tan pequeña y estrecha, y el interrogador estaba justo detrás de mí. Recuerdo que mientras hablaba, él clavó varias veces la punta de su bolígrafo en mi hombro, cosa que me desconcertó mucho.

Durante un interrogatorio tuve una bajada de tensión. Me toqué los pies y vi que, sin calcetines y en sandalias, se habían hinchado y estaban helados. El interrogador se dio cuenta de que no me encontraba bien. Era de noche y no había cenado. Me dio un vaso de jarabe de menta. Me encontraba tan mal que lo bebí entero.
Salir al aire libre dependía de la decisión de los interrogadores y no existía ningún plan concreto. Me traían la comida en un bol de acero o aluminio. El agua me la daban en un viejo vaso de plástico. Aparte de las comidas principales, no había nada más. La calidad de la comida era lamentable; y yo casi no podía ingerir nada. Cuando me sentaba en la celda tenía la sensación de que el mundo se había detenido. Sufría de angustia e inquietud. No puedo decir que estuviera triste o deprimida, pero tampoco tenía el estado de ánimo de una persona normal.

La vida entre rejas de las mujeres encarceladas en la República Islámica de Irán está sometida a crueles vejaciones: sufren acoso y palizas por parte de los guardias, aislamiento total, denegación de cualquier tipo de tratamiento médico, interrogatorios extenuantes, castigos disciplinarios... En Tortura Blanca, la ganadora del Premio Nobel de la Paz Narges Mohammadi relata el testimonio de 14 mujeres encarceladas en Irán. Incluida su propia experiencia.

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