La claustrofobia y la soledad agitan el 'Onegin' del Liceu
Solos están los protagonistas del drama, desamparados, pero también muy bien acompañados por la batuta de Josep Pons
Una pared blanca, gélida, y una ventana. No le hacen falta a Christof Loy otros recursos escénicos para alumbrar en el Liceu el tercer acto de Eugene Onegin. Y para extrapolar la ópera de Tchaikovsky no solo a las referencias espacio-temporales del siglo XXI, sino a un espacio psicológico y claustrofóbico donde se expone el mensaje subliminal del desengaño amoroso. ¿Fue posible la felicidad?, se pregunta en el vacío Tatiana.
Se le ha reprochado a Loy cierto hermetismo en su dramaturgia, se le han afeado las extrapolaciones, pero Onegin es una ópera de repertorio que el melómano debe conocer, como conocían muy bien los espectadores ilustrados de finales del XIX la novela homónima de Pushkin que la inspiró. Por esas razones, Tchaikovsky se permitió un discurso narrativo de grandes libertades. Y por idénticos motivos, Christof Loy explora el itinerario menos explícito y convencional del operón ruso. Lo hace trasladando una atmósfera nórdica y sobria, a semejanza de una casa de Ibsen. Y perfilando un trabajo de actores cuyo perfeccionismo afina la angustia de la soledad.
Solos están los protagonistas del drama, desamparados, pero también muy bien acompañados por la batuta de Josep Pons, cuya sensibilidad a la partitura en sus detalles y en su hondura favorece la línea de canto y enfatiza la tensión de los pasajes concertantes. Un buen ejemplo es Josep Bros en la resonancia del personaje de Lensky. No estaba previsto que interviniera en el primer reparto, pero la gripe del colega Alexei Neklyudov precipitó una sustitución inesperada que agradecimos los espectadores.
Cuestión de fraseo y de aristocracia vocal. Especialmente cuando sobrevino el aria deslumbrante del tercer acto. Bros la interpretaba desde la técnica y desde el sentimiento. Lo sepultaron de bravos y de clamores, aunque bien podría generalizarse la cualificación de los compañeros de reparto. Imponente Audun Iversen en el papel titular. Y fabulosa Svetlana Aksenova en el rol de Tatiana. No solo por el color de su voz y por la personalidad con que resolvió la gran escena inaugural de la ópera —el aria de la carta—, sino por toda la implicación en los matices interpretativos y en la construcción del personaje.
Se nota y se aprecia la obstinación de Christof Loy, cuyo teatro de vanguardia y reputación planetaria no provienen de los recursos sensacionalistas ni del aparato escénico gratuito, sino del esmero con que abastece la psicología y humanidad de los espectros. No hay secundarios en la dramaturgia que ha concebido director de escena germano, aunque sí tiene sentido destacar la jerarquía de los cantantes. Veteranos, como Liliana Nikiteaunu. Y en plenitud, como la mezzo rusa Victoria Karkacheva, alter ego de Olga en el dramón de Tchaikovsky y ejemplo inequívoco del desgarro con que percute en los espectadores la versión libre y despiadada de Christof Loy. Despiadada por la ausencia de toda esperanza en la patología del amor. Y libre porque la lectura entre líneas del libreto de Eugene Onegin tanto le permite recurrir a las alucinaciones esporádicas del protagonista como transforman el duelo del tercer acto en el suicidio de Vladímir Lensky.
Resucitó Bros en el trance de los saludos. Y se concedió un ejercicio de estima y de autoestima cuya repercusión subraya el salto cualitativo que implica tutear un personaje de enormes exigencias. A Bros no se le aplaudió por paisanaje —ni tampoco a Pons— sino por los méritos artísticos que aloja un papel de mayor enjundia dramática. Y porque impresiona la actualidad y la madurez del tenor catalán transcurridos 30 años de su debut en el Liceu.
Una pared blanca, gélida, y una ventana. No le hacen falta a Christof Loy otros recursos escénicos para alumbrar en el Liceu el tercer acto de Eugene Onegin. Y para extrapolar la ópera de Tchaikovsky no solo a las referencias espacio-temporales del siglo XXI, sino a un espacio psicológico y claustrofóbico donde se expone el mensaje subliminal del desengaño amoroso. ¿Fue posible la felicidad?, se pregunta en el vacío Tatiana.
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