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Te llevabas bien con tu pareja, pero un buen día fuisteis a Ikea
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Te llevabas bien con tu pareja, pero un buen día fuisteis a Ikea

Muchos años después, en el momento de la ruptura, alguien habría de recordar aquella funda de un cojín que no le gustaba, pero por la que cedió para no buscarse líos

Foto: Las cortinas de la ira. (Reuters)
Las cortinas de la ira. (Reuters)
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Hay matrimonios felices que un buen día entran en Ikea y un par de horas más tarde (o seis, porque el tiempo es dúctil en Ikea) emergen por la puerta automática transfigurados en desdichados solteros. Las discusiones en la popular cadena de muebles sueca son un lugar común del humor moderno, una de esas situaciones que los monologuistas integran en su repertorio como algo reconocible que nos hace esbozar media sonrisa porque nos ha pasado a todos en algún momento.

Hay demasiados artículos dedicados a explicar de mano de psicólogos de todo pelaje qué es lo que nos causa tanto malestar de Ikea como para que se haya convertido en una experiencia traumática. Conscientes de lo duras que resultan las visitas a ese undécimo círculo del infierno que Dante habría incorporado de existir en su época el interiorismo escandinavo de masas, desayunamos bien, acudimos descansados, respiramos hondo, hacemos acopio de fuerzas y volvemos a fracasar una vez más. A la salida, volvemos a estar enfadados, eufóricos, tristes, tensos, ansiosos, desesperados. Todo al mismo tiempo pero en un único lugar.

Pasamos la vida obligados a tomar decisiones en las que solo podemos equivocarnos

De entre todas las razones que explican por qué Ikea nos causa tanta fatiga, me gusta pensar que es una experiencia (hoy todo es una experiencia, más aún el consumo) que recoge todas las cosas que detestamos inconscientemente del mundo moderno, solo que elevadas a la máxima potencia. Adquirir muebles blanquitos en Ikea, como acudir a un macrofestival de música o irse de vacaciones de mochilero a Tailandia, habría sido impensable en otro tipo de sociedad, en otro momento de la historia. Es una rareza que solo tiene sentido en este espacio-tiempo concreto, como sacrificar una hecatombe de bueyes para que el dios de turno haga llover.

¿Qué nos pasa con Ikea? Para empezar, recoge todo aquello que nos estresa de la sociedad de consumo, sin que sus beneficios terminen de quedar claros. Pasamos nuestra vida cotidiana obligados a tomar, sin parar, pequeñas decisiones que apenas impactan en nuestra vida pero que consumen nuestra energía mental y, sobre todo, nos recuerdan que la posibilidad del fracaso (es decir, de pedir el peor plato de la carta) está siempre presente. Qué quieres para comer hoy, y qué punto quieres para la carne, y con qué patatas, y qué salsa para las patatas. Qué mueble vas a comprar para el televisor, y qué modelo, y con qué medida, y de qué color. La vida moderna es un conjunto de decisiones intrascendentes donde uno solo puede fracasar.

placeholder Cuando compras la primera maceta vs. cuando decides qué mesa comprar para el salón.
Cuando compras la primera maceta vs. cuando decides qué mesa comprar para el salón.

La diferencia se encuentra en que mañana te habrás olvidado de la comida de hoy, pero ese mueble se va a quedar contigo bastante tiempo. Cierto es que los suecos son listos y quieren aliviar esta carga ofreciendo productos más o menos baratos y más o menos prescindibles que parecen estar gritándote: si te deshaces de nosotros no pasa nada. Pero los muebles ocupan mucho y además, lo hacen en nuestra casa. Lo peor es que son signos de intimidad que, hasta cierto punto, reflejan nuestra personalidad. Si nuestra ropa es cómo nos mostramos hacia los demás, el mobiliario es cómo nos vemos de puertas adentro.

Por impersonales que sean los muebles del Ikea, sabemos que los vamos a tener que ver día tras día, así que tenemos que elegir bien. El problema es que no tenemos mucho tiempo para hacerlo. Nadie nunca ha ido a Ikea y ha tardado menos de dos horas. Su modelo de negocio es el de la madriguera de conejo compulsiva en la que sabemos cuándo entramos, pero no cuándo vamos a salir, de igual manera que sabemos cuándo empezamos a hacer scroll en el móvil, pero no cuándo vamos a terminar. A medida que pasa el tiempo y nos damos cuenta de que hemos gastado solo una hora para comprar unas sábanas, tomamos cada vez peores decisiones porque nuestro deseo es salir de ahí y no volver jamás (hasta el mes siguiente, que se nos olvidaron los vasos).

Muchas rupturas llevan grabadas las marcas de aquella discusión primigenia en el Ikea

El problema es que los muebles suelen comprarse en pareja. Si ya es difícil tomar decisiones uno solo, la mayoría de parejas encuentran en la adquisición del mobiliario su primera gran prueba de fuego. Multitud de rupturas llevan inscritas en su fracaso las marcas de aquella discusión primigenia en el Ikea que sería solo la primera de muchas otras, pero en la que ya se podían leer los signos de lo que iba a ocurrir años después. Por eso nos da tanta ansiedad, porque es el primer síntoma de que todo aquello que parecía perfecto quizá no lo sea tanto.

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En última instancia, no son muebles, son metáforas. De nuestro miedo a elegir, de las diferencias irreconciliables que pensábamos que podrían solucionarse, del largo y arduo proceso de tira y afloja que es toda relación, como lo resumía un artículo publicado en el suplemento The Cut: "Las tiendas de Ikea están diseñadas para someter a juicio cada aspecto de tu relación".

Si toda pareja es una sutil negociación entre los límites de cada uno, entre deseos que difieren y renuncias que se están dispuestas a aceptar o que resultan intolerables, Ikea es el campo de batalla donde se dirimen una detrás de otra, sin tiempo para el descanso, una serie de decisiones que afectan a nuestra vida más íntima. No es solo un sofá o una cortina, es una cama, unas sábanas, una almohada.

placeholder El principio del fin. (Reuters)
El principio del fin. (Reuters)

Muchos años después, en el momento de la ruptura, alguien habría de recordar aquella funda de un cojín que no le gustaba, pero por la que cedió porque era más práctico en ese momento y que ha estado ahí, décadas, sin que convenciese a nadie. La peor dinámica de pareja, la que la conduce a su muerte inevitable, es la del mínimo común denominador, que lleva a aceptar puntos intermedios ni-para-ti-ni-para-mí, es decir, para nadie, con el objetivo de que ninguno de los dos tenga la sensación de que se ha salido con la suya. Así, si uno quiere verde y el otro rojo, se llega a un poco convincente azul. Una decisión salomónica en la que lo que se parte por la mitad es el deseo, transformado en resignación.

Todos esos objetos, muebles, decoraciones y perchitas se empiezan a acumular en el hogar como recordatorios de las cosas que no terminaron de funcionar o de discusiones perdidas. O uno discute e impone su voluntad, algo que no recomiendo a nadie (porque eso implica que hay alguien cuya voluntad no se está cumpliendo), o el hogar empieza a llenarse de cosas que no satisfacen realmente a nadie. Cada decisión de compra en Ikea abre la puerta a la posibilidad del fracaso prolongado.

Un pasillo sin fin

Todo esto ocurre en un mundo descomunal en el que reina la abstracción y nadie oye tu voz. Ikea y sus exposiciones de dormitorios, cocinas o terrazas son el espacio surrealista por excelencia, si entendemos el surrealismo como el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección (creo que uno podría encontrarse perfectamente una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección en pleno Ikea).

Ikea nos descubre que dan igual las decisiones que tomemos, porque no tienen sentido

Un mundo fantástico en el que nos enfrentamos con todas las versiones de nosotros mismos que podemos ser y que son, en realidad, pocas. Un mundo libre y vasto, aparentemente infinito, en el que finalmente nos damos cuenta de nuestra incapacidad para tomar decisiones, para saber quiénes somos, para aceptar los compromisos y tolerar la frustración. En última instancia, lo que Ikea nos descubre es que dan igual todas las decisiones que tomemos, porque ninguna de ellas tiene sentido, pero aun así estamos obligados a ser libres y elegir entre este toallero o aquel toallero. Es existencialista Ikea.

La acumulación de decisiones, de desencuentros y el descubrimiento fatal de que somos limitados en lo infinito son la mejor síntesis de la vida moderna, inacabable y llena de posibilidades que en realidad se repiten una y otra vez, que no dejan de ser la misma con distintas apariencias, de igual manera que las películas de Netflix parecen muy diferentes, pero realmente son todas la misma. Como en la vida, al final lo que le queda a uno es el placer puro y loco: es decir, las albóndigas de la cafetería del Ikea, esa recompensa final que nos ayuda a ahogar nuestros sinsabores. Ah, y luego hay que montar los muebles. Pero ese es otro tema.

Hay matrimonios felices que un buen día entran en Ikea y un par de horas más tarde (o seis, porque el tiempo es dúctil en Ikea) emergen por la puerta automática transfigurados en desdichados solteros. Las discusiones en la popular cadena de muebles sueca son un lugar común del humor moderno, una de esas situaciones que los monologuistas integran en su repertorio como algo reconocible que nos hace esbozar media sonrisa porque nos ha pasado a todos en algún momento.

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