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Nada más triste que una pareja discutiendo cada noche qué ver en Netflix (sin encontrarlo)
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'TRINCHERA CULTURAL'

Nada más triste que una pareja discutiendo cada noche qué ver en Netflix (sin encontrarlo)

Nunca terminamos de saber por qué se separan las parejas. Primero, porque está feo preguntar, y, segundo, porque seguramente ni ellas lo sepan. Abramos el melón de la Gran Renuncia del Amor

Foto: Una pareja con sus móviles. (Cedida)
Una pareja con sus móviles. (Cedida)

En una de las escenas más recordadas de la historia del cine, Ingrid Bergman acude a visitar las excavaciones de la ciudad romana de Pompeya. Allí, el equipo de arqueólogos halla a una pareja abrazada, conservada eternamente en dicha posición por la lava, que ha permanecido unida así durante 20 siglos. La protagonista, en plena crisis matrimonial, se estremece ante esa visión del amor eterno. La secuencia, que aparece en 'Viaggio in Italia' de Roberto Rossellini (marido de Bergman) ha sido imitada hasta la saciedad: la eternidad da vértigo, más aún cuando se trata del amor.

Como a tantos, de pasarnos lo de los pompeyanos, nos encontrarían en el sofá de casa, mirando el móvil, mientras hacemos 'scroll' intentando encontrar por fin algo que ver (o de comer, o de viajar) en lo que los dos estemos de acuerdo. Nada de abrazos eternos. Pasaríamos la eternidad, ensimismados en nuestros móviles, condenados a ser eternos buscadores del mínimo común denominador, separados.

Foto: La reina Letizia, en los Premios Nacionales de Cultura. (LP)

La vida en pareja termina siendo una búsqueda incansable por encontrar un territorio común cada vez más pequeño, más reducido, la isla menguante, en la que aún se puede convivir, a medida que la tolerancia hacia las manías del otro se reducen. Los escasos puntos en los que ninguno de los dos vaya a ejercer su derecho a veto: "¿Esto? No me apetece, busca otra cosa". Eso lo sabe quien haya visto ‘Secretos de un matrimonio’ de Ingmar Bergman o 'Matrimoniadas' de José Luis Moreno.

Tomar grandes decisiones es algo que no siempre nos podemos permitir

Me acuerdo mucho de aquella frase de José Luis Arsuaga en la que decía que "la vida no puede ser trabajar toda la semana e ir el sábado al supermercado", a la que bien se podría añadir "y discutir por las noches en el poco tiempo libre que nos sobra qué vemos". Me acordé mucho de ella el sábado pasado, volviendo del supermercado, y seguramente camino del 'scroll' infinito.

Me vuelvo a acordar practicando una de mis aficiones preferidas, que es observar los gráficos que muestran la evolución del número de divorcios en los últimos años. Estaba especialmente expectante ante los resultados de este año 2021, el del retorno a la normalidad, porque esperaba que, después de la caída de 2020 (el año con menos divorcios desde que se recuerda), el año pasado iba a suponer casi un récord. Llámalo los felices años 20 o la Gran Renuncia del Amor.

Porque quién va a dejar a su pareja en mitad de una crisis: si se va a acabar el mundo, uno se queda en lo conocido y no con la presentadora 'sexy', como hace el protagonista de 'No mires arriba'. Ese pequeño vértice de 2020, el año en que nadie dejó a su pareja, es lo que yo llamo el escaloncito del miedo. El miedo a lo desconocido y al futuro en momentos de incertidumbre, a tomar decisiones cuando la apuesta puede salir mal, a no revolucionar tu vida cuando la vida ya está lo suficientemente revolucionada. En realidad, tomar grandes decisiones vitales no deja de ser un pequeño lujo, algo que uno solo puede permitirse en unas circunstancias muy concretas. Que se lo digan a tantas mujeres que no pudieron abandonar a sus maridos cuando querrían haberlo hecho.

Como es lógico, los divorcios se resintieron menos que las bodas, porque requieren mucha menos parafernalia. No hace falta pagar 150 euros si un amigo se divorcia, solo aguantarle hasta las seis de la mañana; eso es una gran ventaja para todos. Como matiza mi compañera Marta Ley, autora del gráfico que ilustra el artículo y experta en datos, las bodas pueden esperar, los divorcios no. Si lo que ha provocado la pandemia ha sido que la gente se replantee su trabajo, es lógico pensar que, con más motivo, habrán hecho lo propio con sus vidas. Y, aunque la estadística muestre un retorno a la tendencia previa, el rebote respecto al crítico 2020, el año de querernos todos en casa, también muestra a su manera una Gran Renuncia del Amor.

Nunca termina de quedar claro por qué rompen las parejas, quizá ni ellas lo saben

Mirando esas estadísticas, uno empieza con fantasías en las que proyectar sus frustraciones, deseos y prejuicios. Uno nunca termina de tener claro por qué rompen las parejas, en parte porque está feo preguntar, en parte porque probablemente ni siquiera ellas mismas lo sepan. Una de las cosas que nos ha proporcionado el siglo XXI es que hoy vivimos cargados de razones para hacer cualquier cosa: para dejarlo o para quedarnos, para justificar nuestro comportamiento o para condenarnos eternamente culpables; pero siempre encontramos un buen motivo para huir.

Hay a quien le interesa cómo empiezan las historias de amor y otros que se preocupan más por sus finales; quizá, según pasa el tiempo y la gente se hace mayor, los primeros pasan a engrosar el segundo grupo. Hay, también, dos escuelas filosóficas: los que piensan que todas las historias empiezan igual, pero terminan cada una a su manera, que cada pareja se inventa, su manera de echarlo todo a perder, y los contrarios, los que piensan que cada romance empieza de manera distinta, pero todos terminan siendo igual de disfuncionales. En el fondo, todas las historias se parecen, aunque nos guste pensar que somos especiales.

He visto algún caso de separación recientemente. Algunos se han divorciado para seguir haciendo exactamente lo mismo que hacían antes, incluido convivir, pero sin matrimonio por medio, como si el divorcio ante todo sirviese para tener la absoluta tranquilidad de que ya no estás con esa persona con la que sigues haciéndolo todo. En otros hay un pequeño componente de rebelión a pesar de haber partido en buenos términos, como ese colega que se está comprando todos los discos de los grupos que su mujer no toleraba. Más que venganza es autorreivindicación, una rebelión contra la isla mínima.

La pregunta del millón que se hace todo el mundo en algún instante de sus vidas es si uno es realmente uno mismo, cuando está solo o cuando está acompañado, si uno es verdaderamente quien es, cuando puede permitirse hacer cualquier cosa sin tener que rendir cuentas a nada o nadie más que a uno mismo (que ya es bastante); o si, por el contrario, necesita completarse con otra persona que sea quien le otorgue su lugar en el mundo. La respuesta, a menudo, suele ser la contraria de la situación de cada cual. La insatisfacción humana y el césped más verde en casa del vecino.

'Scroll' horizontal y 'scroll' vertical

El 'scroll' de cada noche puede ser agotador, infinito, inacabable, repetirse jornada tras jornada de negociación de ese pequeño lugar de reencuentro. Pero quien lo sufre quizás olvida que hay otro 'scroll' igual o más agotador. El 'scroll' infinito horizontal del 'swap' de Tinder, el de las promesas infinitas que nunca se concretan. El bufé libre sin fin en el que, al final, terminamos eligiendo lo que nos hace más daño, aunque sepamos que nos va a caer mal, porque resulta adictivo. El 'scroll' vertical de la monotonía y el horizontal del vacío; sea como sea, nuestra vida termina siendo un 'scroll' en busca de algo.

Al final, nos definimos por esas fronteras en las que no estamos dispuestos a ceder

Al final, las parejas hacen 'scroll' y 'scroll' sabiendo que posiblemente no vayan a encontrar nada lo suficientemente bueno, nada que los haga felices a ambos. Simplemente, esperan encontrar algo que sea convincente, un pacto de compromiso en el que ambos cedan un poco, que no se perciban como una derrota. Una concesión diaria. Algo que contrasta con la ternura del recién enamorado, que de la noche a la mañana le parece todo bien, que carece de criterio, de falta de control. Todas las películas son buenas, todos los libros están bien, hacemos lo que tú quieras, total, lo importante es otra cosa. Eso se acaba el día en que uno de los dos reconoce al otro que eso que le gustaba de ella quizá no le gustaba tanto. Que hay límites. Tanto es así que nos terminamos definiendo, precisamente, por esas fronteras en las que nos hemos instalado y cuya posición no estamos dispuestos a ceder. Estaría bueno.

El 'scroll' vertical es el que nos envía en busca de esas las pequeñas islas en retroceso, donde es cada vez más difícil encontrar terreno en común, frente al 'scroll' horizontal, donde uno busca a alguien que sea exactamente como tú tienes en mente, una figura idealizada que es imposible de encontrar porque en realidad tampoco estamos muy seguros de cómo queremos que sea. Si hay algo propio de nuestra era es tener más claro qué es lo que no queremos que lo que queremos. O, ante esa disyuntiva, desearlo todo, vivir una vida y la contraria al mismo tiempo. Pero eso es imposible.

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En una de las escenas más recordadas de la historia del cine, Ingrid Bergman acude a visitar las excavaciones de la ciudad romana de Pompeya. Allí, el equipo de arqueólogos halla a una pareja abrazada, conservada eternamente en dicha posición por la lava, que ha permanecido unida así durante 20 siglos. La protagonista, en plena crisis matrimonial, se estremece ante esa visión del amor eterno. La secuencia, que aparece en 'Viaggio in Italia' de Roberto Rossellini (marido de Bergman) ha sido imitada hasta la saciedad: la eternidad da vértigo, más aún cuando se trata del amor.

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