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'El cuarto pasajero': Álex de la Iglesia se pone romántico (y muy divertido) entre balas y persecuciones
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'El cuarto pasajero': Álex de la Iglesia se pone romántico (y muy divertido) entre balas y persecuciones

Quien haya viajado en coche compartido reconoce el potencial para la tragicomedia de encerrar en un espacio reducido a cuatro desconocidos antagónicos un par de horas

Foto: Ernesto Alterio, Blanca Suárez, Rubén Cortada y Alberto San Juan, en la última película de Álex de la Iglesia. (Sony)
Ernesto Alterio, Blanca Suárez, Rubén Cortada y Alberto San Juan, en la última película de Álex de la Iglesia. (Sony)

Que se lo pregunten a Sabina Urraca. Un inocente viaje en coche compartido puede convertirse en una pesadilla traumática, en un quebradero de cabeza con consecuencias legales insospechadas. A Urraca, como periodista, se le ocurrió relatar su nefasto encuentro con tal aristócrata venido a menos, que se pasó el trayecto hablando por teléfono de sus supuestas hazañas empresariales y deportivas, "a un volumen tan estridente que no sabía si realmente quería pavonearse de su vida high class o el respeto por los demás no entraba en su cerebro anegado de sangre azul. Todo giraba en torno a propiedades, eventos y euros". En otro viaje malparado, un amigo de la que escribe acabó haciendo pis en un bote quincenalmente y asistiendo a un curso contra la drogodependencia después de que el dueño del vehículo le endilgase el hachís que la Guardia Civil encontró en un control de carretera rutinario.

Compartir coche es compartir artificiosamente un espacio de intimidad, un espacio vital que se ve comprometido durante unas horas, con un desconocido. Cuatro personas encerradas en un par de metros cuadrados, respirando el mismo aire, obligados a mantener una misma posición corporal, sin poder mirarse a los ojos, empujados a mantener una conversación o a guardar silencio, a establecer unas normas de convivencia indeterminadas y que cambian según los sujetos, sujetos con sus pequeñas particularidades irritantes: huele a tabaco, sufre halitosis, escupe cuando habla, suda demasiado, carraspea demasiado, ocupa demasiado, es facha, es un perroflauta, ¡Dios mío, sácame de aquí! El coche compartido, esa anomalía del capitalismo colaborativo, solo comparable a la costumbre bárbara de la hostelería de la Europa norteña de sentar en la misma mesa a clientela aleatoria. Al menos, en esos casos, hay alcohol para pasar el trago. Esta fue el año pasado la premisa de Con quién viajas, la ópera prima de Martín Cuervo, en la que Salva Reina, Ana Polvorosa, Pol Monen y Andrea Duro intentaban sobrevivir a un secreto de familia y un malentendido calamitoso.

Es también en uno de esos trayectos infernales donde tiene lugar El cuarto pasajero, la —de momento y por poco tiempo; ¿existe alguien que ruede tanto?— última película de Álex de la Iglesia, una comedia ¿romántica? desquiciada, con muchas persecuciones y algo de sangre. El trabajo más contenido de De la Iglesia, cuya cámara se ha visto confinada en ese microcosmos en el que cohabitan por necesidad Alberto San Juan, Blanca Suárez, Ernesto Alterio y Rubén Cortada, es decir, un empresario divorciado gris y psicorrígido, una joven entusiasta con una vida precaria, un pseudorrico con fachaleco y mucho morro y un perroflauta —guitarra de accesorio— terriblemente sexy. ¿Qué puede salir mal?

placeholder Jaime Ordóñez, el guardia civil obstinado. (Sony)
Jaime Ordóñez, el guardia civil obstinado. (Sony)

Con esta comedia de enredo a la antigua usanza, De la Iglesia aprovecha las posibilidades de fricción y crisis del encuentro de estos cuatro personajes. Todo, todo el rato, es una sucesión de malas decisiones y mala suerte en la que la víctima, como una punching ball, es el hombre bueno, decente, de vida ordenada, el que deja pasar a las ancianas en la cola y recoge las cacas de perro, y que acaba arrastrado dentro de una espiral destructiva. Ya desde el principio descubrimos que Julián (San Juan) y Lorena (Suárez) son pareja estable de viaje: todos los fines de semana suben y bajan juntos de Madrid a Bilbao. Lo que al principio nació como una relación utilitaria se ha ido convirtiendo en una forma de extraña intimidad y Julián, siempre de traje, siempre puntual, siempre fiable, ha acabado enamorándose de Lorena, de su frescura, de su espontaneidad. El cuarto pasajero arranca justo con el propósito de Julián de declararse a Lorena, interrumpido, claro, por la llegada de los dos viajeros que completan el viaje. De nuevo, ¿qué puede salir mal?

Sobre la tensión no resuelta de esa historia de amor pivota la que es la primera comedia romántica de De la Iglesia, a la que se van añadiendo obstáculos para impedir el esperado beso con el que se suele cerrar este género. Y el principal estorbo es un Ernesto Alterio incontinente, memorable en el papel de jeta de supuesta alta alcurnia, un personaje desquiciante que acaba resultando entrañable por la habilidad de salirse con la suya, y que disparata en una de las escenas más memorables de la película: una discusión en una gasolinera sobre una bolsa de patatas. Es el punto de inflexión que precede la catástrofe. Y pocos placeres hay más culpables que ver a un hombre recto perder los nervios. Y en la resignación de San Juan frente al indomable Alterio también está la gracia.

placeholder Ernesto Alterio es Juan Carlos, un jeta de toda la vida. (Sony)
Ernesto Alterio es Juan Carlos, un jeta de toda la vida. (Sony)

A lo largo de su extensísima y muy prolífica filmografía, la cuestión de las apariencias ha estado muy presente en los trabajos de De la Iglesia. En Veneciafrenia, las máscaras eran explícitas. En este caso, la mascarada se evidencia en los perfiles con los que nos presentamos en el contacto con quienes no conocemos. La personalidad que adoptamos según el contexto, los rasgos que acentuamos o contenemos, el relato que hacemos de quienes somos en esa oportunidad que nos da el anonimato para construirnos de cero frente a gente a la que no volveremos a ver. Y luego, esas personalidades disruptivas, bufonescas, que hacen que todo se dinamite, que nada permanezca estable, aburrido.

Y es que El cuarto pasajero, sobre todo, es tremendamente divertida. No busca la sofisticación, sino que va directa al gag visual, a la situación absurda, a la construcción y deconstrucción del estereotipo. El personaje de Alterio no da tregua en esa representación del pijo chanchullero que siempre intenta liar a sus contactos con dinero en la última aventura empresarial descerebrada. El cuarto pasajero es ese accidente que no quieres ver, pero no puedes evitar mirar, es esa carcajada culpable de cuando un niño se cae de boca en los Vídeos de primera, es ese restregar de nalga incómodo en la butaca, es esa clarividencia trágica y, sobre todo, es esa explosión final marca de la casa De la Iglesia.

A medida que avanza la road movie, la trama se va abriendo al exterior y se van incorporando personajes estrafalarios —genial Carlos Areces en ese personaje misterioso e impertérrito— y situaciones rocambolescas hasta acabar en una huida laberíntica y angustiosa en la que todo lo que ha ido sembrando el guion coescrito con Jorge Guerricaechevarría se resuelve en una gran ironía cósmica. Aunque existe algún momento con justificación algo peregrina, El cuarto pasajero arranca y no se detiene, conduce en quinta durante la mayor parte del viaje, con los secretos de cada uno de los protagonistas cada vez más cerca de la revelación y del desastre. Es la desnudez de la propuesta el mejor valor de una película con una ambición popular y palomitera, en un retrato de esa España de polos y oposiciones, de aristócratas y empresarios y camareras e idealistas condenados a entenderse si quieren llegar a buen puerto.

Que se lo pregunten a Sabina Urraca. Un inocente viaje en coche compartido puede convertirse en una pesadilla traumática, en un quebradero de cabeza con consecuencias legales insospechadas. A Urraca, como periodista, se le ocurrió relatar su nefasto encuentro con tal aristócrata venido a menos, que se pasó el trayecto hablando por teléfono de sus supuestas hazañas empresariales y deportivas, "a un volumen tan estridente que no sabía si realmente quería pavonearse de su vida high class o el respeto por los demás no entraba en su cerebro anegado de sangre azul. Todo giraba en torno a propiedades, eventos y euros". En otro viaje malparado, un amigo de la que escribe acabó haciendo pis en un bote quincenalmente y asistiendo a un curso contra la drogodependencia después de que el dueño del vehículo le endilgase el hachís que la Guardia Civil encontró en un control de carretera rutinario.

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