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Ópera, hedonismo y promiscuidad (literaria)
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Ópera, hedonismo y promiscuidad (literaria)

El carismático festival de Glyndebourne consolida la tradición del pícnic en la pradera y abre las puertas al condado donde se instaló el grupo de Bloomsbury y 'murió' Sherlock Holmes

Foto: Vista aérea de Glyndebourne Opera House. (Reuters)
Vista aérea de Glyndebourne Opera House. (Reuters)

Ni el esmoquin, ni los trajes largos ni las cestas de mimbre en el regazo distraen la mirada de los pasajeros convencionales en la estación Victoria. Londres es una ciudad inmunizada contra el desfile de las tribus urbanas. Las mascarillas sanitarias garantizan el anonimato. Y el ajetreo laboral en hora punta relativiza el impacto del atuendo de los melómanos que pican el billete hacia Lewes. Ni siquiera cuando descorchan a bordo del vagón una botella de champán. Es el rito iniciático que predispone el viaje hacia el ejido y el teatro de la familia Christie. Que se ubica en Glyndebourne. Y que da nombre a uno de los festivales europeos más carismáticos.

No está permitido que el mayordomo y el servicio ajenos se personen en la finca, motivo por el cual los caballeros de esmoquin y las mujeres vestidas de largo transportan ellos mismos en dichosa romería las sillas y las mesas plegadas, y las neveras portátiles y las cestas de mimbre para instalarse en la mullida pradera que rodea la vetusta residencia.

Foto: San Ignacio de Loyola.
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El ritual del pícnic en la ópera o al revés, la ópera en el pícnic, se remonta a 1934, muchos años antes de concebirse el extremo opuesto de Woodstock. Fue la sorpresa que el adinerado patriarca de los Christie, John, hizo a su esposa, la evanescente soprano Audrey Mildmay, al regreso de la luna de miel en los festivales punteros de Salzburgo y Bayreuth. Tanto ha prosperado el regalo nupcial que allí donde antes había un escenario doméstico para melómanos de cámara se yergue en la actualidad una bombonera de ladrillo cuyas 1.200 butacas se abarrotan durante tres meses y cuya idiosincrasia hedonista convierte la mansión del condado de Sussex en una referencia cultural del verano europeo.

Competición social

Empezando por que la atmósfera del acontecimiento conserva el costumbrismo de una novela de E. M. Forster y evoca entre líneas la competición social de las carreras de Ascot. Con la diferencia de que las ovejas sustituyen a los caballos en las praderas de Glyndebourne y la brisa marina de Brighton abanica el rostro carmesí o retinto de los melómanos a medida que se descorchan con sordina las botellas de champán.

Foto: 'Montagne Sainte-Victorie vue de Bellevue', de Paul Cézanne.

El generoso aperitivo que precede a la ópera y el intervalo de 90 minutos sobre las alfombras de césped revisten, cuando menos, la misma importancia del espectáculo. Quiere decirse que la manera de vestirse y de concelebrar el pícnic de etiqueta predispone sensorialmente a la experiencia lírica tanto como neutraliza el imperativo contemporáneo de las prisas. No existe el tiempo en Glyndbourne. Ni siquiera cuando llueve. Bien lo saben los melómanos más avezados. Conocen y escrutan el territorio de la finca como si fuera suya, incluso se alojan en las mejores praderas para vaciar las cestas de mimbre como si fueran el baúl de un mago.

Se trata de solemnizar la experiencia y de recrearse en la sinestesia de la gran promiscuidad sensorial

Se trata de solemnizar la experiencia y de recrearse en la sinestesia de la gran promiscuidad sensorial, pero es cierto que la puesta en escena de cada familia o de cada grupo de amigos define el rango social sin necesidad de restregárselo a nadie ni de incurrir en la opulencia celtibérica. No es lo mismo merendar en manteles de hilo y servirse el en porcelana de Stoke que abastecerse de sándwiches en una gasolinera antes de aparcar el vehículo en la parcela de tierra aledaña.

También allí se identifica la clase social. La paciencia de los chóferes identifica las berlinas más opulentas, aunque predominan los vehículos convencionales. Quizá para contradecir las sensaciones superficiales del primer aterrizaje en territorio Christie. Glyndebourne no recibe una sola libra del erario público y no es un festival para ricos. Y no porque escaseen los millonarios, sino porque puede comprarse una entrada a cambio de 20 euros y porque puede llegarse en ferrocarril desde Londres (Victoria Station).

placeholder Imagen de archivo (sin fecha) facilitada por el festival de Glyndebourne. (EFE)
Imagen de archivo (sin fecha) facilitada por el festival de Glyndebourne. (EFE)

La capital británica se encuentra 80 kilómetros al norte, pero también es una buena idea recorrerlos en coche para sugestionarse y regocijarse en las connotaciones literarias de la travesía. Empezando por una visita a la Charleston House, una granja decimonónica en la campiña inglesa donde recalaron los urbanitas del grupo de Bloomsbury en busca del paraíso perdido. O evitando, más bien, alistarse en el ejército.

Fue el caso del pintor Duncan Grant y de su amante, el escritor David Garnett, aunque esta relación homosexual en tiempos reaccionarios no contradijo que proliferaran otras posibilidades sentimentales. El propio Duncan Grant era el compañero de Vanessa Woolf, la hermana pintora de Virginia, mientras que Garnett se convirtió en el marido de la tercera hija de la mencionada Vanessa, casada esta última, Vanessa, con el crítico de arte Clive Bell, una especie de cornudo voluntario y de nueve puntas que nunca planteó objeciones a los enredos de Charleston House.

Foto: Idi Amin en pleno almuerzo

Allí, por ejemplo, puede visitarse la habitación del patriarca proteccionista John Maynard Keynes. Que se incorporó al grupo y a sus desinhibiciones en sentido literal y liberal, de forma que sus amoríos con el propio Duncan Grant no le impedían apasionarse con la bailarina rusa Lidia Lopokova.

Endogamia

Se desprendería de esta endogamia que Charleston House es la casa del pecado, pero la percepción del visitante, sugestionado normalmente por la devoción al clan Woolf, antepone la celebración de la promiscuidad intelectual y artística —y política y social— a la prosaica definición que pudiera sobrentender la idea de los caballeros y señoras de la cama redonda.

La invasión de 'excursionistas' en el tren de las 10 de la noche —o de las 11— deja estupefactos a los demás pasajeros

Está la casa como si los inquilinos la hubieran abandonado ayer. O como si estuvieran a punto de llegar. Y no parece una granja posvictoriana, sino un refugio mediterráneo bajo la influencia pictórica y estética de Paul Cézanne. Incluso el jardín circundante evoca la fragancia de la Provenza, igual que las esculturas griegas conforman la alegoría de la cultura ateniense y atenúan el murmullo del río donde se suicidó Virgina Woolf.

Acaso el problema sea el regreso a Londres. La transición a la normalidad entre los viajeros del tren del placer se hace abrupta. Ni siquiera nos consuela la solidaridad de la resaca o los corrillos espontáneos donde se evoca la experiencia operística en la mansión de los Christie. Vuelven vacías las cestas de mimbre. Y se amontonan los melómanos en el andén de la estación de Lewes como si hubieran escapado de una boda. Andares titubeantes. Mujeres que se cambian de zapatos. Hombres que se despojan de la chaqueta. Así es que la invasión de 'excursionistas' en el tren de las 10 de la noche —o de las 11— deja, ahora sí, estupefactos a los demás pasajeros. Que no terminan de explicarse la multitudinaria transformación sociológica de un tren regional camino de la estación Victoria. Y que piden explicaciones cordiales al revisor a propósito del resacón ajeno.

Foto: Detalle de la portada del libro.

Hay soluciones alternativas al trauma del retorno. La mejor es quedarse. No en la mansión de los Christie, cuya hospitalidad se ha demostrado saciada, pero sí en cualquiera de los pueblos aledaños. Tan bellos algunos como Rye, donde vivió Henry James. O tan pintorescos y coquetos como Dean, donde vivió y murió Sherlock Holmes, a decir de las leyendas locales.

La casa del detective se recorta a unos pocos kilómetros de los acantilados blancos que dan nombre a Albión. Y que explican el recelo de los invasores hasta que uno de ellos, Guillermo el Conquistador, navegó desde Normandía con sus barcos y sus caballos para deponer la monarquía inglesa. Sucedió en la batalla de Hastings (1066).

Ni el esmoquin, ni los trajes largos ni las cestas de mimbre en el regazo distraen la mirada de los pasajeros convencionales en la estación Victoria. Londres es una ciudad inmunizada contra el desfile de las tribus urbanas. Las mascarillas sanitarias garantizan el anonimato. Y el ajetreo laboral en hora punta relativiza el impacto del atuendo de los melómanos que pican el billete hacia Lewes. Ni siquiera cuando descorchan a bordo del vagón una botella de champán. Es el rito iniciático que predispone el viaje hacia el ejido y el teatro de la familia Christie. Que se ubica en Glyndebourne. Y que da nombre a uno de los festivales europeos más carismáticos.

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